– Como lo de invitarse a unas copas unos a otros.
Muller sonrió.
– En cierta forma.
– ¿Qué es Zeiss?
– Material óptico. Miras de bomba, lentes de precisión. En eso los alemanes están mucho más avanzados que nosotros.
– No por mucho tiempo.
Muller se encogió de hombros.
– Usted nunca descansa, ¿verdad? Esta vez no puedo ayudarlo. Unos ingenieros decidieron marcharse, eso es cuanto sé de la historia, si es que hay una historia. Personalmente, no culpo a nadie que quiera salir de la zona rusa.
– De modo que nuestro amigo está jugando al despiste.
– Es lo que se le da mejor. No se deje engañar. El hecho de que hable inglés no implica que sea un amigo.
– ¿Quién es exactamente?
– ¿Vassily? El general Sikorsky. Está en el Consejo. Hace un poco de todo, igual que todos los camaradas, pero nuestros chicos de contraespionaje lo conocen, así que siempre he pensado que está metido ahí. Puede que incluso haya secuestrado él mismo a un par. De él, no me extrañaría.
– O sea que será mejor que me ande con cuidado.
– ¿Usted? -Muller sonrió, divertido-. No se preocupe. Ni siquiera los rusos querrían a un reportero.
Un grupo de soldados se habían puesto a cantar. Jake recorrió el salón y se acercó a la cristalera, que estaba abierta para dejar salir el humo. Todavía había luz, la noche era tardía en el verano septentrional. Jake miró el jardín de barro en el que debiera haber césped y sillas de lona, pero que estaba pisoteado y sin rastro de vegetación, como todo Berlín. También en Nordhausen había visto lodo, tanto que los camiones resbalaban en él y salpicaban a los equipos de trabajo cuando arrancaban para llevarse los tesoros de Aladino. Nada de Nacht und Nebel, sólo unidades enteras de soldados que mascaban chicle mientras cargaban en convoys el botín de acero para llevarlo al oeste. ¿Dónde estarían ya? En algún lugar al otro lado del Rin, o puede que en Estados Unidos, preparándose para la siguiente guerra. Si preguntase ahora, le dirían que jamás había sucedido. Un truco de magia. Él había dejado pasar la noticia sin remordimientos, gustoso de complacer, porque siempre había otras. Hasta que de pronto todas las grandes historias de la guerra desaparecieron y no dejaron más que escombros.
– Eh, Jackson -dijo Liz, de pie en el umbral, indecisa, como si temiera interrumpir algo-. ¿Qué pasa?
– Nada. Discutía conmigo mismo.
– ¿Quién ha ganado? -preguntó ella al tiempo que se acercaba.
Jake sonrió.
– Mis mejores instintos.
– Debe de haber sido por poco. -Encendió un cigarrillo y le ofreció uno a él-. ¿Has sido blanco de muchas críticas?
– No demasiado. Nadie parece creer que sea nada especial. No entienden por qué me importa.
– ¿Por qué te importa?
Jake se encogió de hombros.
– Una vieja superstición. Si te cae del cielo una historia, da mala suerte desperdiciarla.
– Una vieja superstición.
Liz resopló.
– Siento lo de la cámara.
– No, la he recuperado. Un ruso muy simpático la ha llevado al centro de prensa. Por lo visto creía que saldría con él en señal de gratitud.
– Tengo entendido que antes ni preguntaban. -La miró-. Ojalá la hubiera usado, por si necesito pruebas de que murió de un disparo.
– ¿Lo niegan?
– No, pero tampoco lo pregonan, y no sé por qué. Un soldado muerto de un disparo en la zona rusa… Yo diría que tendrían que estar subiéndose por las paredes. Se pasan la mitad del tiempo gritándose unos a otros. -Señaló con el pulgar en dirección a la fiesta-. ¿Por qué esta vez no?
Liz sacudió la cabeza.
– No quieren armar escándalo mientras se celebra la conferencia.
– No, conozco el ejército. Aquí hay algo… raro. No disparan a nadie sin motivo. ¿Qué estaba haciendo allí? Tú lo conociste. ¿Te dijo algo en el avión?
– No -respondió ella-. Estaba demasiado ocupado intentando que no se le volviera el estómago del revés.
– También he pensado en eso. ¿Por qué volaría, si tanto lo detestaba? ¿Qué era tan importante para hacerlo subir a un avión?
– Venga, Jake, hay mucha gente que vuela. A lo mejor era una orden. Está en el ejército, ¿no?
– Estaba. Si cumplía órdenes, ¿por qué no fue nadie a recibirlo? ¿Lo recuerdas, en el aeropuerto?
– Francamente, no.
– ¿Dónde se metió? Todo el mundo tenía un coche esperando. -Tomó aliento-. Aquí pasa algo.
Liz suspiró.
– Está bien, como tú quieras, Sherlock. ¿Vas a necesitar fotografías? Es algo fuerte para Collier's.
Jake sonrió.
– A lo mejor. También tengo otra cosa en mente. -Liz enarcó las cejas-. Localizar al antiguo personal de la radio y ver qué ha sido de ellos. Historias de Berlín. Esas fotos sí que las querrán publicar, si te interesa.
– Buena idea. Viejos amigos -comentó-. ¿No sólo una?
– No -repuso él, sin hacer mucho caso-. A todos a los que pueda encontrar. Quiero saber qué sucedió en la ciudad, no sólo en el búnker. En cuanto al otro asunto… No sé, a lo mejor tienes razón y no es nada. -Hizo una pausa para pensar-. Salvo por el dinero. Donde hay tanto dinero, siempre hay una historia.
Liz tiró el cigarrillo y lo apagó con el pie.
– Bueno, tú sigue discutiendo contigo mismo. Ya me dirás cómo acaba la cosa. Me parece que tengo que irme -dijo mirando al interior.
– ¿Otra vez?
– ¿Qué voy a hacerle si soy popular? -Justo en ese momento, un soldado alto y de rostro ligeramente familiar se acercó a la puerta-. Enseguida estoy contigo -le dijo Liz, dejando claro que no quería que saliera.
El soldado levantó su botella de cerveza y volvió a la sala.
– ¿El afortunado?
– Todavía no, pero dice que conoce un buen club de jazz.
– Seguro que sí. -Jake miró por la puerta-. Ah -dijo, cayendo en la cuenta-, el chófer del congresista. Liz.
– No seas esnob -repuso ella, algo aturullada-. De todas formas, no es chófer, es oficial.
– Y caballero.
– ¿Lo es alguno de vosotros? Al menos éste no habla con la boca llena.
Jake se echó a reír.
– Suena muy prometedor.
– No -dijo Liz mirándolo-. Eso es cuando alguien vuelve a por ti cuatro años después, pero me conformaré con él.
Jake se dispuso a seguirla al interior, pero una ráfaga de carcajadas lo interceptó en la puerta como una racha de aire caliente, y decidió dar media vuelta. Quería estar de nuevo en su Berlín y beberse una cerveza en un jardín de luces tenues, no en esa extraña reunión de buena voluntad aliada y copas que entrechocaban como espadas de esgrima. Sin embargo, a lo mejor ese Berlín había desaparecido hacía años. Debía de estar empaquetado en los sótanos, junto con los farolillos de jardín.
Atravesó el lodazal y abrió la verja de atrás. Un sendero que apenas era lo bastante ancho para ser un callejón lo llevó hasta la siguiente. Todas las casas estaban en silencio, por las ventanas no se oían las conversaciones de la cena ni ninguna radio, como si los edificios estuvieran agazapados a la espera de que el ruido de la fiesta de Gelferstrasse se convirtiera en una reyerta, otro ataque que pasaría. En ese silencio podía uno oír sus propios pasos.
Enfiló una de las estrechas calles que llevaban a la zona del Instituto, donde las calles no tenían nombres de generales ni de Hohenzollern, sino de científicos. Farradayweg. Allí había trabajado Emil, a kilómetros de distancia de Pariserstrasse, en su propio mundo. El barrio conservaba aún ese aire de frondoso enclave universitario, pero ahora las ventanas estaban rotas y el edificio de Química había quedado medio carbonizado y sin tejado. Al final de la calle vio un moderno edificio de ladrillos en el que había luz. El Instituto estaba a oscuras, pero el edificio principal seguía en pie. Thielallee. Un disparate de edificio, enorme, con torreones redondos acabados en punta en todas las esquinas, como yelmos de kaiser, Pickelhauben, Subió los escalones para verlo más de cerca. A lo mejor seguía abierto, quizá pudiera preguntar allí al día siguiente.