– Nein, nein!
Jake se quedó helado. En aquel silencio, una voz era tan alarmante como un disparo. Se volvió y vio a un anciano que paseaba a un perro escuálido. Llevaba chaqueta de tweed y sombrero de cazador, como si esperase que la noche estival fuese a refrescar. El animal, una perra, profirió un ruido que no llegó a ser un gruñido y después, sin fuerzas para nada, se apoyó en la pierna de su amo. El hombre dijo que no con el dedo en dirección a Jake, como corrigiéndolo, y luego señaló al edificio de ladrillo que había al otro lado del cruce.
– Kommandatura -dijo en voz alta, señalando de nuevo-. Kommandatura. -Pronunció despacio cada sílaba, instrucciones para un extranjero perdido.
– No, busco el Instituto -dijo Jake en alemán.
– Está cerrado -dijo el hombre automáticamente, aunque esta vez fue él quien se quedó atónito al oír alemán.
– Sí. ¿Sabe cuándo abre por la mañana?
– No abre. Está cerrado. Kaputt. -Agachó la cabeza en un acto reflejo de cortesía-. Perdóneme, me había parecido que… Creía que un americano buscaría la Kommandatura.
– ¿ La Kommandatura de Berlín? -preguntó Jake, acercándose antes de que el anciano pudiera marcharse-. ¿Es aquello? -Miró hacia el edificio de ladrillo y entonces reparó en las banderas y las luces que iluminaban el interior. Delgados pilares cuadrados guardaban la entrada-. ¿Qué era antes?
La perra empezó a olisquearle la pierna, y Jake se inclinó un poco para acariciarla. Ese gesto pareció sorprender más al anciano que el hecho de que hablara alemán.
– Una compañía de seguros -explicó-. Seguros contra incendio. Como ve, parece un chiste. Fue el único edificio que no ardió. -Miró a la perra, que seguía olfateando la mano de Jake-. No se preocupe, no le hará nada. Ya no le quedan muchas energías. Es por la comida, ¿sabe? Tengo que compartir mi ración con ella, y no nos basta.
Jake se levantó y vio entonces la delgadez extrema del hombre, un cruel ejemplo de ese viejo dicho de que los amos se parecen a sus mascotas. Sin embargo, las sobras de Gelferstrasse quedaban a manzanas de distancia. En lugar de eso, sacó una cajetilla.
– ¿Un cigarrillo?
El anciano aceptó uno y se inclinó.
– Gracias. ¿No le importa que lo reserve para más tarde? -dijo mientras lo guardaba con cuidado en un bolsillo.
– Tenga. Reserve ése y fúmese uno conmigo -comentó Jake, que de pronto necesitaba compañía.
El anciano se lo quedó mirando con asombro, era un regalo caído del cielo. Asintió con la cabeza y se inclinó hacia el mechero.
– Está usted a punto de ver algo interesante en Berlín: un cigarrillo que alguien acaba fumando de verdad. Otro chiste. Uno se lo vende a otro, ese otro a otro más, pero ¿quién se lo fuma? -Dio una calada y después le puso una mano en el brazo a Jake-. Perdóneme. Estoy algo mareado. Gracias. ¿Cómo es que habla usted alemán? -preguntó, por dar conversación. El tabaco le había soltado la lengua.
– Viví en Berlín antes de la guerra.
– Ah. Su alemán deja mucho que desear, ¿sabe? Tendría que estudiar. -Voz de aula.
Jake se echó a reír.
– ¿Cuánto me cobraría?
– Cinco marcos, a lo mejor. Es para ella. -Miró a la perra-. Yo no me quejo. Las cosas son como son, pero me resulta difícil verla así. «¿Cómo puede dar de comer a un perro -me dicen- cuando la gente pasa hambre?» Pero ¿qué voy a hacer? ¿Dejarla morir? ¿A una inocente? ¿Quién más es inocente en Berlín? Eso es lo que les digo yo: «Cuando eres inocente, alguien te da de comer». Con eso les callo la boca. Son los peores, los faisanes dorados.
Jake se lo quedó mirando, perdido, preguntándose si no se habría encontrado en la calle a un loco y no a un anciano.
– ¿Los faisanes dorados?
– Los miembros importantes del partido. Ahora, por supuesto, no saben nada. «Vosotros nos habéis hecho esto -les digo yo-, «¿y queréis comer? Antes le daría de comer a un perro. A un perro.»
– O sea que aún andan por ahí.
El anciano esbozó una sonrisa torcida.
– No, en Berlín ya no hay nazis. Ni uno. Sólo socialdemócratas. Muchísimos, todos estos años. ¿Cómo pudo sobrevivir el partido con tanta gente en contra? Bueno, hay que preguntárselo. -Dio otra calada y se quedó mirando la brasa candente-. Ahora todos son socialdemócratas. Qué cabrones. A mí me echaron. -Miró hacia el edificio del Instituto-. Años de trabajo. Ahora ya no lograré acabarlo, jamás. Está kaputt.
– ¿Es usted judío?
El viejo resopló.
– Si fuese judío, estaría muerto. Tuvieron que marcharse enseguida. A los demás nos dejaron respirar un tiempo con la esperanza de que nos uniéramos a ellos. Después fue una orden: o miembro del partido o fuera. Así que me despidieron. Yo sí que era socialdemócrata. -Sonrió-. Claro que seguramente no me creerá, pero puede comprobarlo en los archivos 1938.
– ¿Trabajaba en el Instituto? -preguntó Jake con súbito interés.
– Desde 1919 -respondió el hombre con orgullo-. Verá, después de la epidemia de gripe quedaron plazas vacantes, así que tuve suerte. Por aquel entonces estar ahí dentro sí era algo. Qué tiempos. Recuerdo cuando nos trajeron las mediciones del eclipse. Para comprobar la teoría de Einstein -añadió, como un profesor benévolo, al ver la expresión de incomprensión de Jake-. Si la luz tenía masa, la gravedad combaría los rayos. La luz de las estrellas. El eclipse hizo que fuera posible realizar la medición. Einstein dijo que la desviación sería de 1,75 segundos de arco. Y ¿sabe de cuánto fue? De 1,62. Así de cerca estuvo. ¿Se lo imagina? En ese instante, todo cambió. Todo. Newton se equivocaba. El mundo entero cambió, aquí, en Berlín. Justo ahí. -Extendió el brazo en dirección al edificio mientras su voz continuaba hablando como en una ensoñación particular-. Y, después, ¿qué? Champán, claro, pero también conversación… Pasamos toda la noche conversando. Creíamos que seríamos capaces de cualquier cosa. Eso sí que era ciencia alemana. Hasta que llegaron esos gángsters y, entonces, todo por la ventana…
– Yo tenía un amigo en el Instituto -dijo Jake, interrumpiendo al anciano antes de que pudiera seguir su disertación-. Estoy intentando dar con él. Por eso… Tal vez usted lo conociera. ¿Emil Brandt?
– ¿El matemático? Sí, claro. Emil. ¿Era usted amigo suyo?
– Sí -dijo Jake. Su amigo-. Esperaba que alguien supiera dónde se encuentra. ¿No sabrá usted…?
– No, no. Han pasado muchos años.
– Pero ¿sabe qué fue de él?
– No sabría decirle. Me fui del Instituto, como comprenderá.
– Y él se quedó -dijo Jake despacio, reconstruyendo las fechas-. Pero él no era nazi.
– Amigo, cualquiera que estuviera allí después de 1938… -Al ver la expresión de Jake, se detuvo y apartó la mirada-. Aunque a lo mejor él fue un caso especial. -Tiró el cigarrillo-. Gracias de nuevo. Ahora tengo que darle las buenas noches. Por el toque de queda.
– Yo lo conocía -dijo Jake-. El no era así.
– ¿Así cómo? ¿Como Goering? Mucha gente se afilió, no sólo los canallas. La gente hace lo que tiene que hacer.
– Usted no.
El anciano se encogió de hombros.
– ¿Y de qué sirvió? Emil era joven. Una mente privilegiada, eso lo recuerdo. Veía los números mentalmente, no sólo sobre el papel. ¿Quién puede decir que esté bien dejar el trabajo por cuestiones políticas? A lo mejor él amaba más la ciencia. Y al final… -Se interrumpió para mirar de nuevo al edificio, después otra vez a Jake-. A usted eso le incomoda. Me doy cuenta. Deje que le diga una cosa, por el precio de un cigarrillo. ¿Lo del eclipse? ¿En 1919? El Freikorps luchaba por entonces en las calles. Yo mismo vi cadáveres de espartaquistas en el Landwehrkanal. ¿Quién lo recuerda ahora? Es política pasada, una nota al pie. En ese edificio, sin embargo, cambiamos el mundo. Así que ¿qué es lo importante? ¿Un carnet de partido? Yo no juzgo a su amigo. No todos somos criminales.