Jake se quedó boquiabierto, pasmado por la cifra.
– No pensaba que los alemanes tuvieran tanto dinero.
– Los alemanes. Están vendiendo cuberterías de plata por una barra de margarina. Es cuanto les queda. El dinero lo tienen los rusos.
Jake pensó en la pandilla de guardias de la Cancillería, en los campesinos que empujaban carretillas por Potsdamerplatz, tan primitiva como un pueblo embarrado.
– ¿Los rusos tienen tanto dinero? -preguntó con ciertas dudas-. ¿Desde cuándo?
Muller se lo quedó mirando.
– Desde que se lo dimos. -Vaciló-. ¿Con cuánta extraoficialidad estamos hablando?
– Cada vez con más.
Muller se reclinó en su silla.
– Tendré que creerle. Verá, el plan originario era acuñar marcos de la ocupación. Una moneda que pudieran utilizar todas las fuerzas y que aceptaran también los alemanes, para no paralizar los trabajos con cuatro monedas diferentes. Bien. El Tesoro fabricó las planchas de impresión y, como idiotas, les entregaron un juego a los rusos. El mismo dinero. La idea era que los rusos llevaran un recuento estricto de cuánto acuñaban, claro, ya que tendría que cambiarse por divisas fuertes: dólares, libras, lo que sea. En lugar de eso, se han dedicado a hacer impresiones sin parar. Nadie sabe cuánto han acuñado. La mayoría de sus soldados no habían recibido una paga en los últimos tres años. De pronto lo cobraron todo en marcos de la ocupación. El problema es que no se los pueden llevar a su país, porque allí no los cambian. Ahora ya tiene usted a todo un ejército con más dinero del que han visto en la vida y un solo lugar para gastarlo. Aquí. O sea que compran relojes y todo lo que puedan llevarse a casa. A cualquier precio. Para ellos es dinero de Monopoly. Mientras tanto, puesto que la moneda es de curso legal, nuestros muchachos reúnen todos los marcos que pueden y los envían a casa para cambiarlos por dólares, con lo que ahora el Tesoro tiene un agujero de mil demonios. Ya pusimos el grito en el cielo, por supuesto, pero hasta me apostaría dinero con usted, dólares, a que jamás veremos un rublo por esas planchas. Los rusos dicen que sus marcos sólo circulan en Alemania para mantener en marcha los engranajes locales. Nosotros, además, tenemos un pequeño problema para explicar la avalancha de marcos que llega a Estados Unidos, dado que no hay mercado negro… Así que pagamos. De hecho, estamos pagando la ocupación rusa, pero nadie quiere meterse a investigar eso. -Sonrió-. Y usted tampoco.
– Ni siquiera estoy seguro de haberlo entendido.
– Nadie entiende de dinero. Sólo de cuánto se tiene en el bolsillo. Lo cual es una suerte para el Tesoro. Si nosotros hubiésemos hecho algo semejante, nos habrían formado un consejo de guerra en un abrir y cerrar de ojos.
– ¿Qué van a hacer al respecto?
– Esa es la reunión de las diez. El general Clay quiere limitar la cantidad que un soldado puede enviar a casa a la paga que recibe en realidad. Será un quebradero de cabeza para Correos del Ejército, tenerlo todo controlado, y no solucionará nada, pero al menos detendrá la mayor parte de la sangría. Por supuesto, podrán seguir enviando mercancías, pero el dinero se quedará aquí, donde tiene que estar. Al final lo único que funcionará es una nueva moneda, pero no se haga ilusiones. ¿Cree que los rusos accederán enseguida?
– Me refería a qué están haciendo sobre el terreno. ¿Cómo se controla algo así?
– Es un problema. La policía militar hace redadas de vez en cuando en los puntos más conflictivos, pero es como ponerle puertas al campo. Berlín es una ciudad abierta, la gente va y viene por todas partes, las zonas sólo son administrativas. No podemos patrullar en Zoo Station, eso es de los británicos. Alexanderplatz está en zona rusa.
– Como Potsdam.
Muller lo miró a los ojos.
– Como Potsdam. Allí no podemos hacer nada.
– ¿Y fuera de la calle? Con tanto dinero… alguien tiene que estar haciendo negocios.
– ¿Piensa en bandas organizadas? ¿Profesionales? Eso no lo sé. Lo dudo. Se oyen rumores sobre los desplazados, pero a la gente le gusta culpar a los desplazados de todo. Nadie los controla. Para encontrar algo como lo que dice usted habría que irse a Baviera o a Francfort, donde todavía queda algo que robar. Almacenes. Grandes reservas. También sucede, y supongo que Francfort debe de tener a alguien en ello, si le interesa. Pero ¿en Berlín? Lo han dejado bien limpio. Aquí lo que tenemos es un montón de calderilla que va sumando.
– También es una buena descripción de ese lío de números.
Una sonrisa reacia.
– Supongo que sí. -Muller se interrumpió y extendió las manos encima del escritorio-. Mire. Un soldado vende un reloj. A lo mejor no debería, y a lo mejor a usted le parece que no hacemos lo suficiente por detenerlo, pero le digo una cosa: he visto a muchísimos hombres morir en los últimos años. Hechos pedazos, sujetándose las tripas. Hombres buenos. Niños. Nadie creía entonces que fueran criminales. Ahora están sacando unos cuantos dólares. A lo mejor está mal, pero ¿sabe una cosa? Sigo siendo un soldado y creo que merecen esos dos millones al mes.
– También yo -dijo Jake despacio-. Sólo que no me gusta verlos morir de un tiro, no me parece bien. Por un reloj.
Muller se lo quedó mirando, desconcertado, y agachó la cabeza.
– No. Bien. ¿Algo más?
– Mucho más, pero usted tiene una reunión -dijo Jake levantándose-, y yo no quiero dejar de ser bien recibido.
– Cuando quiera -repuso Muller con afabilidad, y también se levantó, aliviado-. Para eso estamos.
– No, para esto no. Le agradezco su tiempo. -Jake guardó las copias dobladas en un bolsillo-. Y los papeles. Ah, una cosa más. ¿Podría ver el cadáver?
– ¿El cadáver? -repitió Muller, dando literalmente un paso atrás de asombro-. Pensaba que ya lo había visto. ¿No es eso por lo que estamos aquí? Ya no lo tenemos. Lo enviaron de vuelta a Francfort.
– Qué rápido. ¿Sin autopsia?
– No -contestó Muller, algo desconcertado-. ¿Por qué habría que hacerle una autopsia? Sabemos cómo murió. ¿Era necesario?
Jake se encogió de hombros.
– Al menos un informe del forense. -Reparó en la expresión de Muller-. Ya lo sé, no son ustedes Scotland Yard. Es que me parece un poco escueto, nada más -dijo, dando unas palmaditas a las hojas que tenía en el bolsillo-. A lo mejor habría servido de algo examinar el cuerpo. Me gustaría que hubiesen esperado.
Muller se lo quedó mirando y soltó un suspiro.
– ¿Sabe qué me gustaría a mí, Geismar? Me gustaría que no hubiese estado usted en Potsdam.
Jeanie estaba organizando sus copias de papel carbón cuando Jake salió. La chica lo miró y le sonrió sin dejar lo que estaba haciendo, como un crupier en un casino: colocaba la tercera hoja al final y luego dejaba la carpeta en una bandeja para archivarla más tarde.
– ¿Todo listo?
Jake correspondió a su sonrisa. El ejército nunca cambiaba, era un mundo gestionado por duplicado. Se preguntó si habría otra chica para archivar y no estropear así esas fantásticas uñas.
– De momento -repuso, aún sonriente, pero ella lo tomó por una insinuación, enarcó las cejas y le dirigió una mirada dura.
– Estamos aquí de nueve a cinco -dijo, para despedirlo.
– Está bien saberlo -contestó Jake, siguiéndole la corriente-. ¿El coronel la hace trabajar mucho?
– Todo el santo día. La escalera está al final del pasillo, a su derecha.
– Gracias -dijo Jake, y se llevó los dedos a la frente a modo de saludo.
En la entrada le cegó la luz de la mañana y tuvo que hacerse pantalla con la mano para orientarse. Los rayos del sol, que ya calentaban, llegaban desde el este filtrándose a través del polvo que se cernía sobre las ruinas, más allá de las gráciles columnatas. Los prisioneros de guerra, inclinados sobre sus rastrillos, se habían quitado la camisa pero, como vio entonces Jake, no las iniciales: P en una pernera, G en la otra. La guerra había marcado a todo el mundo, incluso a Tully, que ya era sólo unas iniciales en una copia de carbón.