Se quedó allí un minuto pensando en planchas de impresión y precios de relojes, cosas que no lo llevaban a ninguna parte; seguramente era allí donde Muller quería que acabara. Sonrió pensando en Jeanie: dos jarros de agua fría en una sola mañana, uno más directo que el otro. Era Muller quien le había hecho dar un rodeo que lo había vuelto a dejar en la entrada, sin estar muy seguro de haber pasado por la puerta. Salvo porque algo lo molestaba: una pieza perdida del rompecabezas que saltaría a la vista si la buscaba el tiempo suficiente. Le dijo al chófer que quería ir andando.
– ¿Andando? -preguntó el soldado, asombrado-. ¿Hasta su alojamiento?
– No, recójame en Zoo Station dentro de una hora más o menos. ¿Sabe dónde está?
El soldado asintió.
– Claro. Tiene una buena caminata.
– Lo sé. Me gusta caminar. Me ayuda a pensar -explicó.
Mentalmente apuntó pedirle a Ron un jeep propio.
Sin embargo, el soldado había vivido lo suyo, igual que Jeanie.
– Ya lo capto. ¿Está seguro de que no quiere que lo lleve hasta allí? Vamos, a mí no me importa, es asunto suyo.
«Todo el mundo lo hace -pensó Jake mientras cruzaba el malogrado parque-. Un montón de calderilla que va sumando.» ¿Con quién había hecho negocios Tully? ¿Con un ruso de gatillo fácil? ¿Con un desplazado que no tenía nada que perder? Con cualquiera. Cinco mil dólares, o más. En Chicago cada día morían personas asesinadas por menos. La vida valdría aún menos que en Berlín. Sin embargo, ¿por qué habría ido allí? Porque allí estaban los rusos, forrados de dinero. Nada de chismes de porcelana y vieja plata para intercambiar. Efectivo. Miel para los osos. «Todo el mundo lo hace.»
Las puertas del parque se abrían a Potsdamerstrasse, donde había unos cuantos camiones militares y civiles en bicicletas desvencijadas, todo lo que quedaba del tráfico que solía rugir en el centro. A pie, Berlín era una ciudad diferente del panorama que había visto desde el jeep en su primer recorrido. Era una vista más cruda, un primer plano de un naufragio. Antaño le había encantado pasear por la ciudad y explorar los kilómetros de calles llanas e irregulares como si sólo el roce físico de la suela del zapato lo hiciera partícipe de la vida de la ciudad. Domingos en Grunewald. Tardes recorriendo barrios a los que los demás periodistas no iban nunca, Prenzlauer o las calles de bloques de pisos de Wedding, sólo para ver cómo eran, para dejar pasear la mirada de un edificio a otro sin que nada lo detuviera. Esta vez tenía que pisar con atención, esquivar pedazos de cemento roto y abrirse paso entre el yeso y los cristales que crujían bajo sus pies. La ciudad se había convertido en una pista de senderismo llena de obstáculos y objetos punzantes ocultos bajo las piedras. Varas de acero retorcidas con formas puntiagudas, aún negras por el fuego. Ese olor a podrido ya tan familiar. En la esquina de Pallasstrasse encontró los restos del Sportpalast, por cuya pista ovalada solían pasar silbando las bicicletas, donde Hitler prometió mil años a los leales. Sólo la gigantesca torre de fuego antiaéreo seguía en pie, como las del zoo, demasiado sólidas para las bombas. Un soldado se apoyaba con una mano en la pared y le hablaba a una chica mientras le acariciaba el pelo, el mercado negro más antiguo del mundo. Al otro lado de la calle, unas cuantas muchachas con vestidos ligeros se apoyaban en un muro que había sobrevivido y hacían gestos en dirección a unos camiones de soldados. Las diez en punto de la mañana.
Las calles laterales estaban atascadas por los escombros, así que siguió por las vías principales. Torció a la izquierda por Bülowstrasse para llegar al zoo por el largo paseo. Conocía muy bien esa parte de la ciudad, la estación elevada se cernía sobre Nollendorfplatz. Una marquesina de un cine había caído casi intacta al pavimento, como si hubiesen hecho desaparecer el edificio de debajo con el truco de magia del mantel. Había unas cuantas personas fuera, una mujer empujaba un carrito de bebé lleno de enseres domésticos. Jake se dio cuenta de que el movimiento aturdido, lento y pesado que había visto desde el jeep dos días antes era el nuevo paso de la ciudad, tan cauteloso como el del propio Jake. Nadie caminaba deprisa sobre los escombros. ¿Por qué habría de ir nadie a Berlín? ¿Había estado Tully antes allí? Debía de tener órdenes de viaje, una misión. El ejército se gestionaba por duplicado.
Más bloques de edificios desplomados, más grupos de mujeres con pañuelos en la cabeza y viejos pantalones de uniforme recogiendo ladrillos. Una mujer con tacones salió de un edificio, iba vestida con elegancia, como si fuera a la calle como de costumbre para ir a hacer unas compras al KaDeWe. En lugar de eso, pasó tambaleándose sobre unos pedazos de yeso para llegar a un coche del ejército que la estaba esperando y se enderezó las medias de nailon al subir las piernas; otra clase de paseo. El KaDeWe, además, había desaparecido, las bombas lo habían despedazado, se había desplomado sobre Wittenbergplatz, no había quedado ni un solo maniquí de escaparate. Solían quedar allí, a veces junto a los puestos de Wurst de la planta baja, donde no era extraño que dos personas se encontraran por casualidad, y luego iban por separado hacia el piso de Jake, al otro lado de la plaza. Caminaban por lados diferentes para que Jake pudiera verla entre el gentío mientras esperaba en un semáforo, pendiente de comprobar que no los siguiera nadie. Nadie los seguía. Era un juego que lo hacía aún más excitante. Conseguir que no los pillaran. Después subían la escalera, donde ella lo había esperado, llamaban al timbre para asegurarse de que Hal no estuviera y entraban, a veces abrazándose ya antes de haber cerrado la puerta. También el piso habría desaparecido, igual que aquellas tardes, un recuerdo.
Sin embargo, no era así. Jake miró al otro lado de la calle protegiéndose del sol con una mano. Una parte de su antiguo edificio había caído, pero el resto seguía en pie y el piso de la esquina daba aún a la plaza. Dio un paso, entusiasmado, y luego se detuvo. ¿Qué diría? «¿Viví en este piso y me gustaría verlo otra vez?» Imaginó a otra Frau Dzuris con expresión de desconcierto y esperando conseguir chocolate. Una mujer se asomó a la ventana y la abrió para dejar que entrara el aire, y Jake, por un instante, dejó de respirar al tiempo que aguzaba la vista. ¿Por qué no iba a ser? Pero no era Lena, no se parecía en nada a Lena. Un camión le tapó la vista y, cuando hubo pasado, las anchas espaldas de la mujer estaban vueltas hacia la ventana, de modo que no logró verle el rostro. De todas formas, estaba claro que la habría reconocido, sólo por el movimiento de su brazo en la ventana, aun desde el otro lado de la plaza. Bajó la mano, se sentía ridículo. Debía de ser alguna amiga del propietario, seguro, encantada de quedarse con el apartamento cuando Hal al fin se fue. Alguien que no lo conocería, que a lo mejor ni siquiera creería que había vivido allí. ¿Por qué iba a creerlo? El pasado había quedado arrasado junto con las calles. Sin embargo, el piso seguía allí, era real, era una prueba de que todo lo demás también había sucedido. Si se quedaba mirando el tiempo suficiente, puede que viera resurgir el resto de la plaza, el ajetreo, la vida que solía inundarla.
Se volvió y vio un reflejo de sí mismo en un pedazo de cristal roto de un escaparate. Nada era como antes, ni siquiera él. ¿Lo reconocería Lena? Miró el reflejo. No era un extraño, pero tampoco el hombre que ella había conocido. Un rostro afable, mayor, con dos profundas líneas que le enmarcaban la boca. El pelo oscuro más ralo en las sienes. Un rostro que él veía todos los días al afeitarse sin darse cuenta de que había cambiado. La imaginó mirándolo y suavizando sus arrugas con los dedos para reencontrarlo. Sin embargo, tampoco los rostros se recuperaban. Quedaban marcados por las misiones, por telegramas desesperados, rasgos endurecidos por haber visto demasiado. Habían sido unos niños. Hacía sólo cuatro años, pero cuántas marcas. Su rostro seguía estando allí, igual que el piso, pero también tenía cicatrices. No era el mismo de antes. No obstante, la guerra cambiaba a todo el mundo. Al menos él estaba allí, no había muerto ni se había convertido en unas iniciales. PG, prisionero de guerra. DD, desplazados.