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Se detuvo; una leve sacudida nerviosa. Iniciales. Sacó las copias de papel carbón y volvió a mirarlas. Eso era. Pasó la primera hoja, miró la segunda y luego, automáticamente, la pasó en busca de la tercera y se detuvo, con las manos vacías. Sin embargo, Jeanie hacía tres copias. Entrecerró los ojos intentando recordar. Sí, tres, una pequeña pila. Se quedó pensando unos momentos, después guardó las hojas y echó a andar de nuevo en dirección al zoo, donde la gente ganaba pequeñas fortunas.

El chófer lo llevó al despacho de Bernie, una pequeña sala en el antiguo edificio de la Luftwaffe. Estaba repleto de archivadores y cuestionarios que se desparramaban desde el sofá y que ascendían en pilas del suelo, un caos de papeles. ¿Cómo podía encontrar nada? El escritorio era peor aún. Más pilas y recortes sueltos, tazas de café de hacía días, incluso una corbata olvidada… De todo, en realidad, menos Bernie, que había salido. Jake abrió uno de los expedientes, un Fragebogen de color crema como el que tal vez Lena habría rellenado, una vida entera en seis páginas mecanografiadas. Aquél, sin embargo, era Herr Gephardt, cuyo inmaculado historial merecía, según afirmaba él, un permiso de trabajo.

– No toque nada -dijo un soldado desde la puerta-. Se dará cuenta, aunque no lo crea.

– ¿Tiene idea de cuándo volverá? No consigo dar con él.

– ¿Es usted el tipo de ayer? Me ha dicho que a lo mejor volvía. Pruebe en el Centro de Documentación. Suele estar allí. Wasserkafersteig -dijo, pronunciando sílaba a sílaba.

– ¿Dónde?

El soldado sonrió.

– Complicado, ¿eh? Si espera un segundo de nada, yo lo llevo. Ahora mismo salía para allá. Sé dónde está, aunque no pueda deletrearlo.

Fueron en coche hacia el oeste, más allá del centro de prensa, hasta la estación de metro de Krumme Lanke, donde había unos cuantos soldados y unos civiles reunidos en una versión en miniatura del mercado del Reichstag. Después torcieron a la derecha por una calle tranquila. Jake vio los árboles del parque de Grunewald al final. Pensó en aquellos domingos de verano con paseantes en pantalones cortos que salían hacia las playas en las que el Havel se ensanchaba y formaba todas esas bahías que en Berlín llamaban lagos. Ese día, con el mismo calor estival, sólo había unas cuantas personas que recogían ramas caídas y las cargaban en carretillas. Un hacha golpeaba contra un gran tocón.

– Patético, ¿verdad? -comentó el soldado-. Talan los árboles cuando no los ve nadie. En invierno ya no quedará nada.

Un invierno sin carbón, según Muller.

En la linde del bosque torcieron por una estrecha calle de villas de clase media, una de las cuales había quedado convertida en una fortaleza con una doble valla de alambre de espino, focos y patrullas de centinelas.

– No quieren arriesgarse -apuntó Jake.

– Los desplazados acampan en el bosque. Cuando es de noche…

– ¿Qué hay ahí dentro, oro?

– Aún mejor. Para nosotros, al menos. Los archivos del partido.

El soldado mostró un pase en la entrada y condujo a Jake hasta un libro de firmas que había en el vestíbulo. Otro guardia inspeccionaba el maletín de un soldado que salía. Nadie decía nada. En el cuartel general del Consejo se oía el ajetreo de pasos de una oficina gubernamental; allí había más silencio, reinaba la calma de la seguridad de un banco. Tras otro control de identificación, pasaron a una sala revestida de archivadores.

– Dios santo, esto es Fort Knox -dijo Jake.

– Bernie estará en la cámara -dijo el soldado, sonriendo-. Contando los lingotes. Por aquí.

– ¿De dónde han sacado todo esto? -preguntó Jake mirando los archivadores.

– De todas partes. El partido lo conservó todo hasta el último momento. Solicitudes de afiliación, antecedentes. Supongo que nunca creyeron que perderían. Después no tuvieron tiempo de destruirlo. -Extendió una mano hacia los archivadores mientras caminaban-. También tenemos los archivos de las SS, incluso uno personal de Himmler. Pero la gran cámara está abajo. Fichas. El registro central del partido guardaba en Munich duplicados de todas las fichas locales: absolutamente todos los nazis. Ocho millones y cada vez más. Al final enviaron las fichas a una fábrica de papel de Baviera para hacerlas papilla, pero antes de que pudieran ponerse a ello llegó el Séptimo de Caballería. Así que, voilá. Ahora lo tenemos nosotros. Allá vamos. -Empezó a bajar una escalera que conducía al sótano-. Teitel, ¿está usted aquí? He encontrado a su hombre.

Bernie estaba encorvado sobre una amplia mesa cuya superficie era un vivo reflejo del desorden de su escritorio. Las paredes de la sala, un sótano que tal vez antaño fuera una bodega, estaban cubiertas del suelo al techo por grandes cajones de madera, como los catálogos de fichas de una biblioteca. Bernie levantó la vista con una mirada de desconcierto, como si no tuviera ni idea de quién era Jake.

– Siento irrumpir así -dijo Jake-. Sé que estás ocupado, pero necesito tu ayuda.

– Ah, Geismar. Sí. Buscabas a una amiga. Lo siento, se me había olvidado.

Cogió un bolígrafo, dispuesto a ponerse a ello.

– No se olvide de hacer que firme a la salida -le dijo el soldado a Bernie, y luego subió por la escalera.

– ¿Cómo se llamaba?

– Brandt, pero también necesito otra cosa.

Bernie lo miró aún con el bolígrafo listo para escribir. Jake acercó una silla.

– Ayer mataron a un soldado en Potsdam. Bueno, debieron de matarlo anteayer. Ayer apareció en el recinto de la conferencia. ¿Lo sabías?

Bernie negó con la cabeza.

– No, supongo que no -dijo Jake-. Si estabas aquí abajo. Sea como fuere, yo estaba allí, así que me interesa. Llevaba bastante dinero encima, mucho, cinco mil, puede que casi diez mil. Eso también me parece interesante, pero por lo visto soy el único. El GM se me ha quitado de encima esta mañana, con cortesía, pero se han deshecho de mí, y con discurso incluido: que sucede todos los días, que el mercado negro es un juego de poca monta, que no hay grandes jugadores, que nadie se inquieta si un ruso dispara a uno de los nuestros, sólo cuando hacen alguna otra cosa. Así que váyase, por favor. Y ahora el asunto me interesa más aún. Después me entero de que ya han enviado el cadáver a Francfort, lo cual me ha parecido demasiado eficiente, sobre todo tratándose del GM. ¿Hasta ahora me sigues?

– ¿Quién se te ha quitado de encima?

– Muller -respondió Jake.

Bernie frunció el ceño.

– ¿Fred Muller? Es un buen hombre. Del viejo ejército.

– Lo sé. Le dicen que lo mantenga en secreto y él lo mantiene en secreto. Mira, no le culpo a él. Es un contemporizador y no quiere problemas. Seguramente piensa que soy un grano en el culo.

– Seguramente.

– Pero ¿por qué hay que mantenerlo en secreto? Primero me promete una exclusiva y luego me da un informe de baja al que le falta una hoja. -Jake hizo una pausa-. Es la clase de truco que solían hacer en la oficina del fiscal del distrito.

Bernie sonrió.

– Entonces, ¿por qué acudes a mí?

– Porque tú fuiste fiscal de distrito, y todavía no he conocido a un fiscal de distrito que haya dejado de serlo nunca. Aquí pasa algo. Es de esas cosas que uno huele.

Bernie sonrió.

– Yo todavía no huelo nada.

– ¿No? Pues espera. Muller quiere hacerme creer que se trata de un soldado raso que intentaba sacarse unos cuantos pavos extra. De acuerdo, no es bonito, pero tampoco nada extraordinario. Sin embargo, no era un soldado cualquiera. DSP, eso es la División de Seguridad Pública, ¿verdad?