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– Dicen que tenía una mirada hipnótica -comentó Liz.

– No lo sé. Nunca estuve tan cerca -explicó Jake, cerrando los ojos y haciendo desaparecer así el resto del avión.

Ya no faltaba mucho. Primero iría a Pariserstrasse. Vio la puerta, las pesadas cariátides de arenisca que sostenían el balcón que colgaba sobre la entrada. ¿Qué le diría? Cuatro años. Aunque a lo mejor se había trasladado. No, estaría allí. Sólo unas horas más. Tomarían una copa en el café que había calle abajo, en Olivaerplatz, se pondrían al día, años de historias. A menos que decidieran quedarse en el apartamento.

– ¿Dulces sueños? -preguntó Liz.

Jake se dio cuenta de que estaba sonriendo, ya estaba allí. Berlín. No faltaba mucho.

– Estamos llegando -dijo Brian con el rostro pegado a la minúscula ventanilla-. Dios mío. Tenéis que ver esto.

Jake abrió los ojos y dio un respingo, como un niño. Todos se apretaron en la ventanilla, con el congresista a su lado.

– Dios mío -repitió Brian casi en un susurro, sobrecogido por el panorama-. Joder, Cartago.

Jake miró abajo, a tierra, y de pronto el estómago le dio un vuelco. Se sintió vacío, su entusiasmo desapareció como si se hubiese desangrado. ¿Por qué no lo habían avisado? Ya había visto otras ciudades bombardeadas: Londres, desde tierra, casas adosadas convertidas en ruinas y calles llenas de cristales; después Colonia y Francfort, desde el aire, con sus profundos cráteres y sus iglesias destrozadas. Sin embargo, nada era semejante a aquello. Cartago, una destrucción venida de la Antigüedad. Allí abajo no parecía existir el movimiento. Estructuras de casas, vacías como tumbas saqueadas, miles y miles, y áreas completamente pulverizadas donde ni siquiera se veían muros. Habían llegado desde el oeste sobrevolando los lagos, por lo que Jake sabía que aquello debía de ser Lichterfelde, luego Steglitz y el acceso a Tempelhof, pero los puntos de referencia habían desaparecido bajo cambiantes dunas de escombros. A medida que perdían altura, algunos edificios dispersos fueron tomando forma, destrozados, aunque aún permanecían en pie, unas cuantas chimeneas, incluso un chapitel. Debía de quedar alguna clase de vida. Una nube ocre se cernía sobre toda la ciudad; no era humo, sino una espesa neblina de hollín y polvo de yeso, como si las casas se negaran a marcharse del todo. Aun así, Berlín había desaparecido y los Tres Grandes se habían reunido para repartirse los escombros.

– Bueno, han recibido su merecido -dijo de pronto el congresista con una discordante voz estadounidense. Jake lo miró: un político en un velatorio-. ¿No es así? -insistió en un tono algo desafiante.

Brian volvió la cabeza desde la ventana, despacio, con una mirada llena de desprecio.

– Chaval, todos recibimos lo que merecemos. Al final.

Los alrededores del aeropuerto de Tempelhof estaban destruidos, pero habían limpiado alguna pista y la terminal seguía estando allí. Después de la ciudad cementerio que habían visto desde el aire, el aeropuerto les pareció vertiginoso y lleno de vida, no dejaban de distinguir rostros nuevos mientras desembarcaban. El soldado mareado fue el primero en bajar y salir corriendo a trompicones hacia e! servicio de caballeros, según imaginó Jake.

– ¿Geismar? -Un teniente le tendía una mano-. Ron Erlich, de la oficina de prensa. Vengo a por usted y a por la señorita Yeager. ¿Iba a bordo?

Jake asintió.

– Con todo esto -contestó señalando las maletas que había descargado del avión-. ¿Quiere echarme una mano?

– ¿Qué lleva ahí, su ajuar?

– El equipo -contestó Liz, detrás de él-. ¿Piensa seguir haciendo chistes o va a echarle una mano?

Ron vio entonces el uniforme, con sus inesperadas curvas, y sonrió.

– Sí, señor -dijo, parodiando un saludo militar. Después cogió todas las maletas a la vez como si no requiriera esfuerzo, como si quisiera impresionar a una chica-. Por aquí. -Los condujo hacia el edificio-. El coronel Howley le envía saludos -le dijo a Liz-. Dice que la recuerda de cuando él trabajaba en publicidad.

Liz sonrió con incomodidad.

– No se preocupe. Dígale que le sacaré una fotografía.

Ron le devolvió la sonrisa.

– Me parece que usted también lo recuerda a él.

– Como si fuera ayer. Eh, cuidado con eso. Son objetivos.

Subieron la escalera de la puerta detrás del congresista, que parecía haber encontrado un séquito, y llegaron a la sala de espera, con las mismas paredes de mármol tostado y los mismos techos altísimos de antaño, cuando volar era algo romántico y la gente iba al restaurante del aeropuerto sólo para ver los aviones. Jake apretó el paso para no quedarse atrás. Ron se movía igual que hablaba, abriendo una estrecha senda entre las hordas de militares que aguardaban allí.

– Se han perdido al presidente Truman -comentó-. Se ha ido a la ciudad después de comer. Llevaba a toda la Segunda Acorazada alineada en la Avus, la autopista. Menuda imagen. Siento que su avión se retrasara tanto, seguramente se han quedado sin imágenes de él en la ciudad.

– ¿No estaba en la conferencia? -dijo Liz.

– Todavía no ha empezado. El tío Stalin llega tarde. Dicen que está resfriado.

– ¿Resfriado? -preguntó Jake.

– Cuesta hacerse a la idea, ¿verdad? Truman se ha cabreado, tengo entendido. -Miró a Jake-. Eso es extraoficial, por cierto.

– ¿Qué dice la versión oficial?

– No mucho. Tengo unos comunicados de prensa para ustedes, pero seguramente los tirarán a la basura. Como los otros. De todas formas, no habrá nada que decir hasta que se sienten a la mesa. En el centro de prensa tenemos un horario de sesiones informativas.

– ¿Y dónde está el centro?

– Bajando por la calle que lleva a la sede central del Gobierno Militar. Argentinischeallee -dijo de corrido, como si fuera un nombre de chiste.

– ¿En Dahlem? -preguntó Jake, para ubicarse.

– Todo está en Dahlem.

– ¿Por qué no más cerca del centro de la ciudad?

Ron se lo quedó mirando.

– Porque ya no hay centro.

Estaban subiendo el gran tramo de escaleras que conducía a la entrada principal.

– Como decía, el centro de prensa está justo al lado de la sede central del GM, así que es fácil de encontrar. Su alojamiento también. Le hemos buscado a usted un buen lugar-le dijo a Liz, casi con cortesía-. El horario de las sesiones fotográficas es diferente, pero al menos podrá estar allí. En Potsdam, quiero decir.

– ¿La prensa no? -preguntó Jake.

Ron negó con la cabeza.

– Quieren que las sesiones sean a puerta cerrada. Sin periodistas. Se lo digo ya para no tener que oírle protestar más adelante, como con todos los demás. Yo no hago las normas, así que si quiere quejarse vaya a los que están por encima, a mí no me importa. En el centro haremos cuanto podamos. Todo lo que necesiten. Desde allí pueden realizar envíos, pero sus paquetes pasarán por mí, eso también debe saberlo.

Jake lo miró y se obligó a sonreír. Un nuevo Nanny Wendt, esta vez con chicle y mucho empuje.

– ¿Y qué pasa con la libertad de prensa?

– No se preocupe, tendrá mucho material. Realizaremos una rueda informativa después de cada sesión. Además, todo el mundo habla.

– ¿Y qué hacemos entre esas ruedas informativas?

– Beber, sobre todo. Al menos eso han estado haciendo los demás. -Se volvió hacia Jake-. No es que Stalin se dedique a conceder entrevistas, ¿sabe? Vamos allá -dijo al tiempo que abría las puertas del aeropuerto-. Los llevaré a su alojamiento. Querrán asearse.