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– A lo mejor. ¿Policía de Berlín?

– Detective. Bueno, cuando está sobrio.

– ¿Cómo lo conociste?

– Ya te lo he dicho, me ayudó con el caso Naumann.

– Creía que los policías eran nazis.

– Lo eran, pero ahora ya ni siquiera son policías. Al menos los que tenían una graduación de teniente o superior.

– O sea que estaba sin trabajo y tú le diste un empleo. Creía que no trabajabais con ellos.

– En teoría no. Sigue sin trabajo. Sólo me ayudó con el caso. -Alzó la mirada-. Me salté las normas.

– Utilizaste a un nazi.

Bernie alzó el rostro con un gesto imperioso de la mandíbula.

– La atrapamos.

– ¿Cuánto le pagaste?

– Nada. El hombre tenía un interés especial. Renate delató a su mujer.

– ¿Estaba casado con una judía?

– Se divorciaron para que él pudiera conservar el trabajo. Después… -Calló y dejó que las piezas se fueran uniendo por sí solas. ¿La había escondido o la había dejado deambular por las calles a la espera de la emboscada?-. Estás en Berlín. Siempre hay algo peor.

– ¿Crees que me ayudará?

– Eso depende de ti. Llévale una botella de coñac, le gusta. A lo mejor logras convencerlo.

– ¿Conoce el mercado negro?

– De eso se trata -dijo Bernie, con el primer atisbo de sonrisa de toda la conversación-. A eso se dedica.

5

Gunther Behn vivía lo más al este que se podía estar dentro del barrio de Kreuzberg sin salir del sector estadounidense. En los viejos tiempos habría estado a un pequeño paseo de la jefatura de policía de Alexanderplatz. Ahora, el camino estaba bloqueado por una montaña de ladrillos y un tranvía destripado que habían volcado como barricada contra tanques y que nunca habían quitado de allí. La parte superior del edificio de Behn había volado por los aires, sólo quedaban la planta baja y el primer piso, medio abierto al cielo. Jake tuvo que llamar varias veces para conseguir que le abriera la puerta. Unas gafas gruesas lo miraron con suspicacia desde el marco.

– ¿Gunther Behn? Me llamo Geismar. Me envía Bernie Teitel.

Una mirada de asombro al oír hablar alemán, después un gruñido.

– ¿Puedo pasar?

Gunther abrió la puerta.

– Es americano, puede hacer lo que le dé la gana -dijo, y se arrastró con indiferencia hasta un sillón junto al que ardía un cigarrillo.

La sala estaba abarrotada: una mesa, un sofá cama, una vieja consola de radio, estanterías de libros y un mapa gigantesco del área metropolitana de Berlín que cubría toda la pared. En un rincón había una pila de latas del economato militar que no se había molestado en esconder.

– Le he traído esto -dijo Jake, mostrándole el coñac.

– ¿Un soborno? -repuso el hombre-. ¿Qué quiere saber Teitel? -Cogió la botella-. Francés. -Se había puesto una chaqueta de lana pese a que en la habitación hacía calor. Llevaba el pelo casi tan rasurado como la incipiente barba gris que le cubría la mandíbula sin afeitar. Aún no era viejo, tendría unos cincuenta y tantos. Tras las gafas, ojos vidriosos de bebedor. Sobre el sillón había un libro abierto-. ¿De qué se trata? ¿Ya hay fecha para el juicio?

– No. Me ha dicho que a lo mejor podía usted ayudarme.

– ¿Con qué? -preguntó al tiempo que abría la botella y la olfateaba.

– Con un trabajo.

El hombre miró a Jake, después volvió a poner el tapón y le devolvió la botella.

– Dígale que no. Ya no hago esos trabajos. Ni siquiera por coñac.

– No es para Bernie. Es un trabajo para mí. -Jake hizo un gesto en dirección a la botella-. Quédesela de todas formas.

– ¿Qué es esta vez? ¿Otro greifer?

– No, un americano.

Su mejilla se movió con un tic de sorpresa que intentó disimular caminando hasta la mesa y sirviéndose dos dedos de coñac en un vaso.

– ¿Por qué que habla alemán? -preguntó.

– Una vez viví en Berlín.

– Ah. -Echó un buen trago-. ¿Qué te parece?

– Conocí a Renate -dijo Jake a su espalda, con la esperanza de encontrar un punto en común.

Gunther dio otro trago.

– Como mucha gente. Ese es el problema.

– Bernie me lo ha contado. Siento lo de su esposa.

Sin embargo, Gunther pareció no oírlo; una sordera voluntaria. En el silencio incómodo que siguió, Jake reparó por primera vez en que no había cuadros en la habitación, ningún recuerdo, debían de estar ocultos en el fondo de algún armario, o quizá los había tirado después del divorcio.

– Bueno, ¿qué es lo que quiere?

– Ayuda. Bernie me ha dicho que es usted detective.

– Retirado. Los amis me retiraron. ¿Eso no se lo ha dicho?

– Sí, y también que era bueno. Intento resolver un asesinato.

– ¿Un asesinato? -Resopló-. Un asesinato en Berlín. Amigo, ha habido millones. ¿A quién le importa uno más?

– A mí.

Gunther se volvió y lo miró de arriba abajo con apreciación policial. Jake no dijo nada. Después el hombre se acercó de nuevo a la botella.

– ¿Una copa? -ofreció-. Ya que lo ha traído.

– No, es temprano.

– ¿Un café, entonces? Café de verdad, no sucedáneo. -Era una invitación a que se quedara.

– ¿Tiene?

– Otro regalo -dijo, levantando el vaso-. Un minuto. -Se fue a la cocina, pero dio un rodeo para mirar por la ventana-. ¿Ha inutilizado el motor? ¿El tapón del distribuidor?

– Me arriesgaré.

– No se arriesgue en Berlín -le dijo el hombre-. Ya no. -Negó con la cabeza-. Americanos.

Jake vio cómo abría la puerta de la cocina. Más cajas de embalaje, una pila de productos enlatados, cartones de cigarrillos. Regalos. Seguía dando tragos de coñac, pero se movía por la pequeña habitación con una eficiencia tranquila. Era uno de esos bebedores que no parecen afectados por el alcohol hasta que por la noche pierden el conocimiento. Jake se acercó a las estanterías. Hileras de novelas del Oeste. Karl May, el Zane Grey alemán. Tiroteos en Yuma. Sheriffs y pelotones avanzando entre artemisas. Una afición insólita en Kreuzberg.

– ¿De donde ha sacado ese mapa? -preguntó Jake.

La ciudad entera, marcada con alfileres.

– De mi despacho. Con las bombas no estaba a salvo en la Alex. La jefatura de Alexanderplatz. A veces me gusta mirarlo. Me recuerda que Berlín sigue estando ahí fuera. Todas las calles. -Volvió a la sala con dos tazas-. Es importante saber dónde se está cuando se es policía. El dónde es muy importante. -Le dio una taza a Jake-. ¿Dónde ha tenido lugar ese asesinato?

– En Potsdam -dijo Jake. mirando al mapa en un acto reflejo, como si el cuerpo fuese a aparecer en las líneas dibujadas por los lagos de la esquina interior izquierda.

– ¿En Potsdam? ¿Un americano? -Siguió la mirada de Jake hasta el borde del mapa-. ¿De la conferencia?

– No. Llevaba diez mil dólares encima -dijo Jake para cebar el anzuelo.

Gunther se lo quedo mirando, luego le hizo un gesto en dirección a una silla de la mesa.

– Siéntese. -Él se desplomo en el sillón, apartando el libro-. Cuénteme.

Tardó diez minutos. No había mucho que explicar, y la expresión de Gunther desalentaba cualquier especulación. Se había quitado las gafas y sus párpados habían quedado convertidos en ranuras. Escuchaba sin inmutarse, la única señal de vida que daba era el movimiento constante de su mano: de la taza de café al vaso de coñac.

– Sabré más cuado Bernie me dé noticias -terminó de relatar Jake.

Gunther se pellizcó el puente de la nariz y se lo frotó, reflexionando, después se puso otra vez las gafas.

– ¿Qué es lo que sabrá? -preguntó.

– Quién era, cómo era.

– Cree que eso será útil -comentó Gunther-. Quién era.

– ¿Usted no?

– Normalmente sí -dijo, y bebió-. Si esto fuera como antes. ¿Ahora? Deje que le cuente una cosa. Salvé el mapa. -Ladeó la cabeza en dirección a la pared-. Pero todo lo demás se perdió. Archivos de huellas dactilares. Archivos de fotografías de delincuentes. Archivos generales. En Berlín ya no se sabe quién es nadie. No hay archivos con direcciones. Se han perdido. Cuando roban algo, ya no se puede buscar en las casas de empeño ni en los lugares habituales. Han desaparecido. Si le venden la mercancía a un soldado, él la envía a su país. Sin dejar pistas. En Berlín ya no hay policías capaces de resolver un crimen. Ni siquiera uno retirado.