– No es un crimen alemán.
– Entonces, ¿por qué ha venido a verme?
– Porque usted conoce el mercado negro.
– ¿Eso cree?
– Tiene muchos regalos.
– Sí, nado en la abundancia -dijo el hombre, levantando una mano hacia la habitación-. Carne de ternera en conserva. Una fortuna.
– Usted sabe cómo funciona, o no tendría qué comer. Sabe cómo funciona Berlín.
– Cómo funciona Berlín -repitió Gunther, gruñendo de nuevo.
– Incluso ahora, el mercado lo dirigen alemanes. Seguramente los mismos que controlaban las cosas antes. Usted los conocerá. Así que ¿a quién conocía Tully? No iba a cerrar un trato cualquiera. No estaba destinado en Berlín, vino a Berlín.
Gunther sacó un cigarrillo, despacio, y miró a Jake mientras lo encendía.
– Bien. Ésa es la primera clave. Ya la ha encontrado. ¿Qué más?
Parecía un detective poniendo a prueba a un recluta. Jake se inclinó hacia delante.
– La clave es el dinero. Llevaba demasiado dinero.
Gunther meneó la cabeza.
– No, ahí no encontrará la clave. La clave es que aún lo llevaba encima.
– No le sigo.
– Herr Geismar. Un hombre vende algo. El comprador le pega un tiro. ¿No recuperaría el dinero? ¿Por qué iba a dejarlo allí?
Jake se reclinó en el respaldo, desconcertado. La pregunta más evidente, la que todos habían pasado por alto excepto un policía corrupto que seguía ejerciendo tras la bruma del coñac.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que el comprador y el asesino no tienen por qué ser la misma persona. De hecho, no lo son. ¿Cómo iban a serlo? Busca al hombre equivocado.
Jake se levantó y se acercó al mapa.
– Lo uno lleva a lo otro. Tiene que ser así. Aún está lo del dinero.
– Sí, el dinero -dijo Gunther, siguiéndolo con la mirada-. Eso le interesa a usted. A mí me interesa el otro punto clave. El dónde.
– Potsdam -dijo Jake sin entusiasmo, mirando el mapa.
– Potsdam -repitió Gunther-. Que está acordonado por los rusos. Hace días que nadie va allí. Ni siquiera la gente que cree usted que conozco. -Echó otro trago-. Para ellos es una verdadera molestia. Si no hay día de mercado, tienen muchas pérdidas. Pero no pueden entrar, y su soldado pudo. ¿Cómo?
– A lo mejor lo invitaron.
Gunther asintió con la cabeza.
– La clave definitiva. Para usted, también el final. ¿Un ruso? Niños con armas. No necesitan una razón para disparar. Nunca lo encontrará.
– El mercado negro no funciona por sectores. Está por toda la ciudad. Con tanto dinero, aunque fuera un ruso, alguien sabría algo. La gente habla. -Jake regresó a su silla y volvió a inclinarse hacia delante-. Con usted hablarían. Lo conocen.
Gunther alzó la cabeza.
– Puedo pagar -dijo Jake.
– No soy un soplón.
– No, es policía.
– Retirado -dijo Gunther con amargura-. Con pensión.
Levantó el vaso hacia las cajas del rincón.
– ¿Cuánto cree que le durará eso? En cuanto la policía militar empiece… Ha muerto un americano, tendrán que hacer algo al respecto. Limpiarán el mercado, al menos durante un tiempo. Le iría bien un pequeño seguro.
– De los americanos -dijo Gunther, inexpresivo-. Para encontrar a alguien que ellos no quieren que se encuentre.
– Sí querrán. Tendrán que encontrarlo si alguien se pone a armar jaleo. -Calló, sosteniéndole la mirada-. Nunca se sabe cuándo un favor puede resultar útil.
– Es usted el alborotador, ya veo. -Gunther miró hacia otro lado y se quitó otra vez las gafas-. ¿Y yo qué salgo ganando? Por mis servicios. ¿Un Persilschein?
– ¿Persil? -preguntó Jake, desconcertado, intentando traducir-. ¿Como el detergente?
– Persil lo lava todo -explicó Gunther, limpiando las gafas con la. chaqueta-. ¿Recuerda los anuncios? El Persilschein también lo lava todo, incluso los pecados. Un norteamericano firma un certificado y… -chasqueó los dedos-… la hoja de servicio queda limpia. Sin pasado nazi, podría volver a trabajar.
– Eso no puedo conseguirlo -dijo Jake, aunque luego dudó-. A lo mejor podría hablar con Bernie.
– Herr Geismar, no lo digo en serio. No me hará un Persil. Pertenecí al partido y él lo sabe. Ahora estoy metido en… negocios. Mis manos están… -Se interrumpió, se las miró-. Sea como sea, no quiero volver a trabajar. Esto está acabado. Cuando se vayan ustedes, los rusos se harán con el control. Ni siquiera un Persilschein me haría trabajar para ellos.
– Pues trabaje para mí.
– ¿Por qué? -preguntó el hombre, más como declinación que como pregunta.
Jake contempló la habitación mal ventilada. No estaba muy lejos de su antigua oficina; los teletipos y las llamadas de la radio ya no eran más que un mapa en la pared.
– Porque aún no está para retirarse, y sin usted pasaré por alto todas las claves. -Hizo un gesto en dirección al libro-. Puede quedarse sentado todo el día leyendo a Karl May. Ya no escribe libros.
Gunther lo miró un instante con el ceño fruncido de agotamiento, después se puso las gafas y cogió el libro.
– Déjeme en paz -espetó, y volvió a retirarse tras la bruma.
Sin embargo, Jake permaneció sentado, esperando. Durante unos minutos sólo se oyó el sonido del quedo tictac del reloj de pared, un silencio de callejón sin salida, como el de la portada del libro, con un revólver de seis tiros. Al fin, Gunther miró por encima de las gafas.
– Puede que haya otra clave.
Jake enarcó las cejas, seguía esperando.
– ¿Hablaba alemán?
– ¿Tully? No lo sé. Lo dudo.
– Sería una dificultad añadida en una transacción de ese tipo -dijo Gunther con cautela, como si comprobara puntos de una lista-. Si iba a ver a un alemán. Que son quienes dirigen el mercado. Según usted.
– Está bien. ¿Quién más?
– Esta conversación ¿es privada? Tengo que proteger mi pensión -comentó el hombre.
– Como en un confesionario.
– ¿Conoce Ronny's? ¿En la Ku'damm?
– Puedo encontrarlo.
– Vaya allí esta noche. Pregunte por Alford -dijo, pronunciando correctamente en inglés-. Le gusta ir a Ronny's.
– ¿Americano?
– Inglés. No es alemán, así que a lo mejor se ha enterado de algo. Quién sabe. Es un comienzo. Déle mi nombre.
Jake asintió.
– Pero usted estará allí.
– Eso depende.
– ¿De qué?
Gunther miró a la página y dejó de hacerle caso.
– De si termino el libro.
Al regresar a Gelferstrasse se encontró con una muchedumbre a mitad de la manzana de su alojamiento. Había policía militar en jeeps y un camión lleno de soldados reunidos alrededor de dos mujeres que estaban de pie mirando una casa con las manos en las mejillas, como si estuvieran presenciando un accidente. En la parte de atrás del camión también estaba Ron, de pie junto a unos cuantos cámaras de noticiarios, abandonado por el resto de los reporteros, que contemplaban el espectáculo desde la acera. Los policías militares intentaban sin mucho éxito que las mujeres se apartaran, les gritaban en inglés mientras ellas se lamentaban en alemán. De las ventanas salía polvo de yeso flotando como si fuera humo.