– El habla alemán -le dijo Tommy Ottinger a un policía mientras le hacía señas a Jake para que se acercara.
– Dígales en kartoffel que no pueden entrar -dijo el policía militar, frustrado-. Ya se ha desplomado un piso y el resto está a punto de caer.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Jake a Tommy.
– Una bomba debilitó la parte de atrás del edificio y ahora toda la estructura es inestable. El techo de la cocina acaba de derrumbarse, hay otra pared a punto de caer y ellas aún intentan entrar.
Las dos mujeres se pusieron a gritar a Jake.
– Quieren recuperar sus cosas -tradujo éste-. Antes de que se venga abajo.
– No puede ser -dijo el policía-. Joder, no saben la suerte que han tenido. Podrían haber estado ahí dentro. Hay que darles en la cabeza para lograr que comprendan cualquier cosa.
– Mi ropa -decía una de las mujeres en alemán-. Tengo que recuperar mi ropa. ¿Cómo voy a vivir sin ropa?
– Es peligroso -le dijo Jake-. Espere a que se asiente. A lo mejor no pasa nada.
La casa respondió con un quejido, un sonido casi humano, las vigas aplastadas por el peso. Dentro cayó un trozo de yeso que provocó otra nube de polvo.
– Helmut -exclamó la otra mujer, conteniéndose, esta vez alarmada de verdad.
– ¿Quién es, su perro? -preguntó el policía militar.
– No lo sé -dijo Jake-. ¿Va a venir alguien a ayudar?
– ¿Está de broma? ¿Qué cree que vamos a hacer?
– Apuntalar las paredes.
Había visto hacerlo en Londres. Se colocaban vigas de soporte contra una casa dañada, como arbotantes improvisados. Sólo unas piezas de madera.
– Amigo… -dijo el policía, y se detuvo ahí, le parecía una idea demasiado absurda para merecer contestación.
– Entonces, ¿qué están haciendo? -pregunto Jake señalando a los soldados.
– ¿Esos? Iban de camino al partido. ¿Por qué no se relaja un poco y les dice a estas kartoffel que se aparten de ahí antes de que nadie se haga daño? Que les jodan a sus pertenencias.
Jake miró hacia el camión y vio a Ron con los brazos en jarras, claramente molesto por el retraso.
– Vamos a llegar tarde -les dijo a los hombres.
– ¿Qué partido?
– El de fútbol americano -respondió Ron-. Venga, chicos. Vámonos.
Unos cuantos se movieron y subieron al camión a regañadientes.
– Los ingleses esperarán -dijo Tommy.
– No puedo dejarlo ahí-dijo la mujer.
– Esto podría llevarnos todo el día -adujo Ron, pero la casa volvió a gemir, tan fascinante como una hoguera, avanzando hacia algún fin.
– Helmut -dijo la mujer al temer el derrumbe y, antes de que nadie pudiera detenerla, echó a correr por la acera hacia la puerta y entró.
– ¡Eh! -gritó el policía militar, pero nadie se movió, petrificados como si los amenazaran a punta de pistola-. Joder -dijo al verla desaparecer-. Bueno, una menos de la que preocuparse.
Esas palabras parecieron empujar a Jake por los hombros. Fulminó con la mirada al policía y luego, sin pensarlo, echó a correr tras la alemana. La entrada estaba llena de yeso.
– Meine Dame! -gritó-. Vuelva, no es seguro.
No hubo respuesta. Se detuvo en la casa quejumbrosa intentando oír el gemido de algún animal, el aterrado Helmut al que iban a rescatar. En lugar de eso, oyó un tranquilo «Un momento» desde el salón. La mujer estaba en el centro de la sala, mirando en derredor con un marco de fotografía en las manos.
– Tiene que salir -le dio Jake con dulzura mientras se le acercaba-. No es seguro.
Ella asintió.
– Sí, lo sé. Es todo lo que tengo, ¿sabe? -dijo mirando la fotografía. Un chico con uniforme de la Wehrmacht.
Jake la agarró del codo.
– Por favor -dijo, llevándosela de allí.
La mujer empezó a caminar con él, pero se detuvo en una mesa cerca de la puerta y cogió una figurita de porcelana, una de esas pastorcillas de mejillas sonrosadas que acumulan polvo en los salones.
– Para Elisabeth -dijo, como si se disculpara por recoger sus propias cosas.
La casa, que llevaba unos minutos conteniendo el aliento, espiró entonces de nuevo con un fuerte golpetazo procedente de la parte de atrás. La mujer se sobresaltó y Jake la cogió del hombro para hacerla avanzar, de modo que cuando salieron encorvados a la calle la rodeaba con su brazo.
– ¡Alto! -Una extraña voz de policía deteniendo a unos saqueadores.
Sin embargo, era Ron, que estaba junto a un cámara de noticiario. En ese instante, aún encorvado, Jake se dio cuenta de que la cámara estaba en marcha y, peor aún, que habían esperado grabar su muerte. «Periodista americano muerto en Berlín», al fin algo que merecía la pena filmar.
– ¡Anna! -gritó la otra mujer, histérica-. ¿Estás loca? ¿Estás loca?
Sin embargo, nada podía perturbar a Anna, que aferraba la fotografía contra su pecho. Se apartó de Jake, bajó con calma los escalones y le dio la figurita a la otra mujer.
– Boy scout de mierda -dijo el policía militar.
– ¿A que sí? -comentó Tommy-. Seguramente haría lo mismo por un gato.
– ¿Y dónde está Helmut, joder? -preguntó el policía, asqueado.
– Es su hijo -contestó Jake. Se volvió hacia el camión-. ¿Has conseguido buenos planos? -le preguntó a Ron-. Siento que no se haya desplomado para que pudieras grabarlo.
– A lo mejor la próxima vez. -Ron esbozó una sonrisa burlona-. Vamos, salta. Próxima parada, los juegos de los Aliados. Los muchachos que luchan juntos juegan juntos. A Collier's le encantará.
Jake le lanzó una mirada fría. Lo cierto era que a Collier's le encantaría. Aliados en tiempos de paz; de la mesa de la conferencia al campo de juego. Nada de policías nazis y berlineses sin hogar. Podría entregarlo esa misma semana, antes de que empezaran a llegar los impacientes telegramas.
– ¿Los rusos también?
– Los hemos invitado.
– Eh, amigo -dijo el policía, ya más tranquilo-. Pregúnteles si tienen adonde ir.
Jake habló con las mujeres, que se habían dado del brazo y se apartaban de los soldados.
– Esa mujer tiene otra hermana en Hannover.
– Para eso necesitará un permiso de viaje. Dígale que la llevaremos al campo de desplazados de Teltowerdamm. No está mal.
Sin embargo, al traducir, la palabra hizo que se sobresaltaran como si oyeran el estrépito de la puerta de una celda al cerrarse.
– ¡A un campo no! -gritó la mujer de la figurita-. A un campo no. No pueden obligarnos.
Se aferró al brazo de Jake.
– ¿Qué quiere decir Lager? -preguntó el policía.
– Campo. Tienen miedo. Creen que es un campo de concentración.
– Sí, como los suyos. Dígales que es un campo americano -repuso, convencido de que eso las tranquilizaría.
– ¿Le parece que estas dos mujeres se dedicaran a eso?
– Qué cojones. Son kartoffel.
Antes de que Jake pudiera decir nada, el muro lateral de la casa cedió al fin, cayó hacia dentro y, con un rugido, se llevó consigo toda la débil estructura. Se oyó un estrépito, madera astillándose, mampostería derrumbándose. Sonidos propios de una explosión. Por eso, cuando la enorme nube de polvo se levantó desde el centro del edificio, pareció que acababan de bombardearlo. Una de las mujeres ahogó un grito y se llevó la mano a la boca. Todos se quedaron quietos, estupefactos. Las cámaras del camión volvieron a ponerse en marcha, agradecidas al tener un poco de espectáculo después del rescate fallido. Algunos vecinos habían llegado corriendo y se habían unido a la muchedumbre, algo apartados de las dos mujeres, como si su mala suerte fuera contagiosa. Nadie decía nada. Una parte de la pared trasera se combó. Otro estruendo, más polvo, después una serie de sacudidas, como réplicas, a medida que pedazos de la casa se separaban y resbalaban hacia el montón del centro. Al final el ruido cesó; ante sí, tras la fachada, que aún seguía en pie, tenían otra de las muelas putrefactas de Ron. La mujer de la figurita se echó a llorar, pero Anna simplemente se quedó mirando el desastre sin ninguna expresión en el rostro y después dio media vuelta.