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– Muy bien, de acuerdo -dijo el policía militar, agitando su vara blanca-, todo el mundo a casa. El espectáculo ha terminado.

Jake miró a la casa. Cientos de miles de casas.

El conductor del camión puso el motor en marcha, una señal. Los soldados empezaron a subir entre bromas y empellones jocosos.

– ¿Y las mujeres? -dijo Jake al policía-. No puede dejarlas aquí.

– ¿Usted quién es, el Ejército de Salvación?

– Vamos, Jake -dijo Tommy-. Aquí ya no puedes hacer nada.

Era cierto. ¿Qué podía hacer? ¿Llevárselas a casa y pedirles que le explicaran sus problemas para Collier's? La pareja de ancianos de la casa donde se alojaba ya se las estaba llevando. Un par de noches en un sótano incómodo, tal vez, viviendo de las raciones B de los pisos superiores. Después un permiso para viajar a Hannover, y a otro sótano. O tal vez no. A lo mejor sólo les aguardaba caminar por el Tiergarten con los demás, desplazadas a causa de un breve derrumbe de yeso.

– Mire, nosotros no empezamos esta condenada guerra -dijo el policía, que había leído la expresión de su rostro.

– No. Fueron ellos -repuso Jake, desconcertándolo, y subió con Tommy al camión.

Se internaron en el sector británico, pasaron la torre de radio desde la que Jake había realizado retransmisiones para la Columbia, y llegaron al estadio olímpico. La zona presentaba los destrozos habituales, árboles convertidos en tocones, pero el estadio, pese a haber quedado marcado por el bombardeo, estaba tal como Jake lo recordaba. Puede que fuese la mejor de las monumentales construcciones nazis, engañosamente horizontal hasta que cruzaba uno la entrada y veía la larga escalera que bajaba hasta el anfiteatro hundido. Reconoció el lugar en el que había visto tantos partidos junto a los Dodd. Su primer trabajo en Berlín. Habían conectado kilómetros de altavoces que salían del estadio y recorrían toda la ciudad para anunciar las novedades de todos los eventos. Había sido idea de Goebbels, una maravilla de la modernidad para impresionar a los visitantes. Aquélla fue la primera vez que vio a Hitler, respondiendo al saludo desde su palco imperial. Recién llegado de Chicago, años antes de Lena.

Ahora había grupos de soldados sin camisa tumbados en la hierba estropeada, bebiendo cerveza y tomando un poco el sol antes del partido,. Las innumerables filas de asientos que antaño albergaran a miles de espectadores contenían sólo a unos cuantos cientos. Aun así, eran más de lo que había esperado Jake, más o menos como en un partido de instituto en Estados Unidos. Estaban todos reunidos en un extremo del gran óvalo, donde habían pintado con cal las líneas de un campo de fútbol americano. Británicos y estadounidenses juntos, y unos cuantos franceses al fondo, reconocibles por sus sombreros de borlas rojas. No había rusos. Unos cuantos soldados jugaban a las cartas sentados en círculo cerca de las bandas, y protestaron cuando tuvieron que moverse para dejar sitio a un equipo de cámaras de noticiarios. En el campo, los jugadores, con jersey y pantalón corto, saltaban de aquí para allá haciendo calentamientos. Un ejército de ocupación que no tenía nada que hacer más que ocupar.

– ¿Así que los rusos no se han presentado? -le dijo Jake a Ron-. ¿Quién juega contra los franceses?

– Han venido para las pruebas de atletismo. Es lo único a lo que se han apuntado también los rusos, así que seguramente aparecerán. ¿Quieres entrevistar a algún jugador?

– Sólo vengo a mirar. ¿Dónde han aprendido a jugar los ingleses?

Ron se encogió de hombros.

– Dicen que es parecido al rugby. Estamos mezclando los equipos, por si acaso. Para que sea justo.

– Eres un diplomático nato.

– No. Tenemos que pensar en los rollos de película ingleses -dijo, y señaló a otro equipo con trípodes-. No les gustará filmar cómo les dan una paliza a sus muchachos, ¿verdad? ¿Quién querría ver eso? Son los juegos de los Aliados, ¿recuerdas?

No obstante, de hecho, después del saque inicial se produjo un recital estadounidense. Los soldados americanos, como mariscales de campo, dirigían el juego mientras los británicos bloqueaban. Todos acabaron llenos de rasguños a causa de la dureza del terreno en los placajes. El público jaleaba todas las jugadas, incluso cuando los árbitros sacaban banderines rojos de falta. El dinero de las apuestas cambiaba de manos, se oían alaridos, al final la alegría resultaba tan contagiosa como en un sábado cualquiera de la liga estadounidense. Un pedazo de patria. También los jugadores, sanos y rosados al sol, parecían estar en un país diferente, a kilómetros de distancia de los cuerpos pálidos y sombríos de las calles de fuera.

Hacía años que Jake no veía fútbol americano, y en ese momento, de improviso, los sonidos del campo le trajeron a la memoria aquellas tardes soleadas en que sólo importaban las siguientes diez yardas y a quién vería después del partido. En Estados Unidos, donde todas las casas seguían intactas. Sin embargo, era la nostalgia de un exiliado: lo que echaba de menos no era un lugar, sino su juventud. Desde que se sentara por primera vez en ese estadio sólo había regresado una vez a Estados Unidos, una semana entre dos trabajos. Después de eso, sólo había recibido noticias del Estados Unidos de la guerra, al otro lado del océano, los envíos de alimentos y las películas para levantar la moral de las tropas. Allí ahora sería un extranjero.

¿Acaso no le sucedía eso a todo el mundo? Todos ellos llevaban fuera demasiado tiempo, habían cambiado mucho. Incluso el policía militar de aquella casa, tal vez un jugador de fútbol americano que ahora creía que una mujer muerta era un alemán menos del que preocuparse. Cambió de postura en su asiento, abochornado por su propia nostalgia. Que se quedara Quent Reynolds con toda la gloria. El lo veía claro. El Estados Unidos del que se había marchado, las ediciones de última hora y los policías dispuestos a dejarse sobornar, era la misma basura que se encontraba en cualquier otro lugar. Sin embargo, no podía evitar sentir ese anhelo inesperado, desencadenado por un partido de fútbol americano. Su identidad, tan ineludible y permanente como una marca de nacimiento.

Touchdown. El público saltó gritando y dándose palmadas en la espalda. Alguien le pasó una cerveza. Jake vio entonces que Ron se alejaba de los cámaras para ir a saludar al congresista Breimer. Se lo presentó a un pequeño grupo de soldados -chicos de Utica, por lo visto- que le dieron la mano y posaron para los fotógrafos del ejército. Souvenirs para los viejos. Después se llevó a Breimer ante los periodistas, lo dispuso frente al partido y comprobó el micrófono. Jake se levantó y avanzó por la banda. Breimer ya había empezado a hablar.

– En este estadio, donde el gran americano Jesse Owens demostró que la superioridad racial era un embuste nazi, vemos hoy la prueba de otra victoria. Esta gran coalición de Aliados que ha ganado la guerra está ahora ganando la paz, juntos aún, decididos aún a demostrarle al mundo que podemos trabajar unidos. Y también jugar un buen partido de fútbol. -Hizo una pausa mientras los soldados que había a su alrededor reían-. Nuestro cometido aquí no es sencillo, pero ¿acaso puede dudar nadie, al ver a estos espléndidos muchachos, de que lo vamos a conseguir? Ayudaremos a este país a resurgir de las cenizas, tenderemos las manos a los buenos alemanes que rezaron por la democracia durante todos esos años oscuros, y construiremos un mundo en el que la guerra no volverá a tener lugar. Por eso luchamos ahora. Hoy, estos hombres están jugando, pero mañana volverán al trabajo. Un trabajo duro. Construir nuestro futuro. Si pudieran verlos aquí, en Berlín, como yo, sabrían que también van a ganar esa batalla.