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– También quieres hacer negocios por tu cuenta. ¿Qué vendes?

Jake volvió a negar con la cabeza.

– Quiero saber qué fue lo que vendió.

Tras ellos sonó un aplauso cuando la banda paró para hacer un descanso, el vacío del repentino silencio se llenó de conversaciones a mayor volumen.

– ¿Por qué has venido a verme? Diez mil. Con las chicas no se gana eso, imposible.

– Gunther me ha dicho que sabes cosas.

– No había oído hablar de nada así -dijo Danny con firmeza, y aplastó el cigarrillo en el cenicero.

– ¿Querrías preguntar por ahí? Puedo pagar.

Danny lo miró de reojo.

– También puedes descolgar un teléfono y llamar a Francfort.

– No. Está muerto.

El inglés se lo quedó mirando.

– Podrías haberlo dicho, eso demuestra falta de confianza. Será mejor que te largues. No quiero problemas.

– Nada de problemas. Mira, empecemos otra vez. Un hombre al que conocía vino a Berlín el lunes para cerrar un negocio, y lo mataron. Quiero descubrir quién fue.

– ¿Gunther también lo conoce?

– No. Me está ayudando. El hombre sólo hablaba inglés. Gunther ha creído que a lo mejor tú sabías algo. Muere un hombre, la gente habla.

– Conmigo no ha hablado nadie. Largo.

– Sólo quería saber si habías oído algo.

– Pues ya lo sabes. -Danny sacó otro cigarrillo-. Oye, aquí me gano la vida más o menos bien. Un poco de esto, un poco de aquello. Sin problemas. No tengo diez mil dólares y no mato a nadie. Tampoco me meto donde no me llaman. Aquí hay gente de toda clase. Vive y deja vivir, así vivirás más. ¿Verdad que sí, Ilse?

La chica alzó la mirada y sonrió sin comprender nada.

– Si alguien tuviera diez mil dólares, ¿qué podría comprar? -preguntó Jake, cambiando de táctica.

– ¿De una sola vez? No sé, nunca he tenido tanto. -Sin embargo, ya estaba intrigado-. Con la mercancía grande se hacen trueques, sobre todo. Un amigo mío consiguió una remesa de fábrica de una tela preciosa, calidad de paracaídas, y enseguida tuvo camiones bajando desde Dinamarca. Jamón enlatado. Ahora sí que tiene algo bueno. Eso puede venderse en cualquier lado. Pero de dinero nada hasta que se llega a la calle, ¿entiendes lo que quiero decir? ¿En metálico? Antigüedades, quizá, pero yo no sería capaz de distinguir una buena de una falsa, así que me mantengo al margen.

– ¿Qué más?

– Medicamentos, se pagan en metálico. Pero eso es algo sucio. Yo no lo tocaría.

Jake lo miró con fascinación. Jamón sí, pero penicilina no; una nueva clase de sutileza.

– Lo llevaba encima, lo que fuera -explicó Jake-. Nada de camiones, ni siquiera una caja. Era lo bastante pequeño para llevarlo consigo.

– Joyas, entonces. Eso sí que es algo especial -dijo Danny, como si se estuviera refiriendo a una de sus chicas-. Hay que saber qué tiene uno entre manos.

– ¿Preguntarás por ahí?

– Podría. Como favor a Gunther, cuidado. Ahí van de nuevo -dijo al ver subir a los músicos al escenario. Le sirvió otro trago a Jake y siguió entrando en materia-: ¿Lo bastante pequeño para llevarlo consigo? Oro no… Pesa demasiado. Papel, quizá.

– ¿Qué clase de papel?

La banda se arrancó con Elmer's Tune y provocó un nuevo asalto a la pista de baile. Alguien empujó la silla de Jake por detrás. Un ruso pasó maniobrando con la mano firmemente pegada al trasero de una chica. Otro se acercó a la mesa, sonrió a Ilse e hizo girar un dedo, el signo internacional del baile.

– Largo, amigo. ¿No ves que la señorita está comiendo?

El ruso retrocedió, sorprendido.

– No se ha dado cuenta de que estaba con usted -dijo en inglés una voz con acento-. Discúlpelo. -Jake se volvió-. Ah, señor Geismar.

– General Sikorsky.

– Sí, qué buena memoria. Disculpen a mi amigo. Creía…

– ¿Lo conoces? -le preguntó Danny a Jake-. Bueno, entonces está bien. Ilse, sé buena chica y dale unas vueltas.

– ¿Baila? -le dijo la chica al ruso mientras se levantaba y lo cogía del brazo.

– Gracias -dijo Sikorsky-. Muy amable.

– No tiene importancia -repuso Danny, todo simpatía-. ¿Y usted?

– En otra ocasión -dijo el general mirando a la otra rubia-. Un placer volver a verlo, señor Geismar. Una fiesta de otra clase. -Miró hacia la pista de baile, donde Ilse y el ruso ya estaban abrazados-. Me gustó hablar con usted.

– La cueva de Aladino -dijo Jake, intentando recordar.

– Sí. A lo mejor podemos volver a discutirlo otro día, si le apetece visitar nuestro sector. No es tan animado como esto, me temo. Buenas noches. -Se volvió hacia Danny e hizo una pequeña reverencia, antes de irse-. Mi camarada le agradece su ayuda.

– Más le vale volver a traerla aquí -dijo Danny, por fastidiar.

Sikorsky lo miró, después sacó un fajo de billetes, desprendió unos cuantos y los dejó caer junto al vaso de Danny.

– Con eso debería bastar -apuntó, y se marchó.

Danny miró los billetes, resentido, como si le hubieran dado un bofetón. Jake apartó la mirada y siguió los movimientos de Sikorsky por la sala, hasta la barra, donde saludó al amigo de Gunther.

– Pues no basta, ni de lejos, joder -estaba diciendo Danny-. Rojos de mierda.

– ¿Qué clase de papel? -preguntó Jake al volverse otra vez.

– ¿Qué? Ah, de cualquier clase. Me preguntas qué compraría con diez mil dólares, y lo que pienso es: «Ya lo he hecho». Comprar papel. Ya sabes, escrituras.

– ¿Tienes propiedades aquí?

– Un cine. Eso fue lo primero. Después pisos. Claro que hay que es coger buenas zonas. Un cine, por el contrario, siempre vale algo. ¿No crees?

– ¿Qué pasará cuando vuelvas a Inglaterra? -preguntó Jake con curiosidad.

– ¿A casa? No. Esto me gusta. Aquí hay montones de chicas… que parece que nunca hagan bastante por ti. Y tengo propiedades. ¿Qué me espera en Londres? ¿Cinco libras semanales y gracias? En Londres no hay nada, y aquí tengo todas las oportunidades del mundo.

Jake se quedó sentado en silencio un minuto, sin palabras. Otro artículo que Collier's no querría: el soldado irreverente con mesa en un rincón de Ronny's.

– Dudo que vendiese escrituras -opinó.

– Es sólo un ejemplo, ¿no? Ten, bebe un poco más -dijo mientras le servía con entusiasmo-. Es pura malta, no como vuestras mezclas. -Dio un trago-. Hay muchísimas cosas de valor en papel. Documentos de identidad. Documentos exculpatorios que lo hacen a uno honorable. Falsos, pero ¿quién se va a enterar? Claro que los compradores son siempre alemanes.

– Persilscheine-dijo Jake-. Para lavar los pecados.

– Eso es. Se pueden pedir hasta dos mil por uno de ésos, si es bueno. Se venden unos cuantos y… -Se detuvo, dejó el vaso-. Espera un momento. Te diré lo que sí ha estado circulando. Yo no he visto ninguna, claro, pero he oído que… Y muy buenos precios, además.

– ¿Qué?

– Cartas de los campos. Testimonios personales. Un judío escribe que tal persona estaba en el campo con él, o que tal otra intentó evitar que se lo llevaran. El mejor Persilschein de todos, el que limpia todo el historial de un plumazo.

– Si es auténtico.

– Bueno, quienes las escriben lo son. La mayoría no quiere hacerlo, claro, es comprensible. Pero si de verdad necesitas el dinero, para salir del país, pongamos, o algo así, en fin, ¿qué es una carta?

Jake miró su vaso, abatido. Exonerar a tu propio asesino. Siempre hay algo peor.

– Dios santo -dijo, un suspiro de indignación casi inaudible a causa del ruido de la banda.

Danny cambió de postura, volvía a estar incómodo, como si Jake hubiese lanzado dinero a la mesa.

– Yo no lo veo así. En esta vida no puede guardarse rencor. Vamos, mírame a mí. Tres años en un campo de prisioneros de guerra, y puedo decirte que fue un infierno. Esto nunca será lo mismo. -Se tocó la oreja-. Sordo como una tapia. Me sucedió allí, pero también aprendí algo de alemán. Esa es la parte buena, no sabía que me sería útil, pero ahora todo ha terminado y está zanjado, ¿de qué sirve darle vueltas? Hay que seguir adelante, eso creo yo.