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– Frena un poco -dijo Danny-. No cuentes batallitas.

Gunther, que no le hizo caso, levantó el vaso.

– Vestirás a la mitad de las mujeres de Berlín. Te aplaudo. Paracaídas.

– No hay seda de mejor calidad -repuso Danny.

Sin embargo, la seda todavía no había llegado a la pista de baile, allí sólo había baratos estampados de algodón del último suministro de guerra. El vestido de Lena había desaparecido de la pista y se había escondido entre las concurridas mesas. La banda tocaba una versión jazz de Chicago.

– ¿Tiene el informe de balística? -preguntó Gunther.

Jake se sacó la copia del bolsillo de la pechera y vio cómo Gunther lo examinaba, dando algún trago mientras leía.

– Una Colt -dijo, asintiendo, fan de los westerns-. Modelo 1911.

– ¿Eso es especial?

– No, es muy corriente. Calibre cuarenta y cinco. Muy corriente.

Le devolvió el papel.

– ¿Y ahora qué?

– Ahora buscamos una bala americana. Eso lo cambia todo.

– ¿Por qué?

– No por qué, Herr Geismar. Dónde. Potsdam. Eso ha sido un problema desde el principio. Los rusos cerraron el mercado, pero en Potsdam hay dos cosas. El mercado, sí, pero también la conferencia. Con muchos americanos.

– No estaba en la conferencia.

– Pero a lo mejor sí en el recinto de Babelsberg. Invitado. ¿Qué otra cosa podría ser? Todos los americanos están allí, incluso Truman. Sólo hay que bajar por la carretera desde el emplazamiento de la conferencia. En el mismo lago de hecho. -Miró a Jake fijamente-. Lo encontraron en Cecilienhof, pero ¿le dispararon allí? ¿La noche anterior a la conferencia? ¿Cuando no había nadie, sólo los guardias? -Sacudió la cabeza-. Los cadáveres flotan. Una clave muy evidente.

– Como esos cabrones de Scotland Yard, ¿eh? -dijo Danny, admirándolo con sinceridad-. Eres un tío raro, Gunther. No cabe duda.

– Pero lo que no es tan evidente es el dinero -dijo Jake.

– Usted siempre con el dinero -dijo Gunther.

– Porque lo llevaba. Digamos que tenía un pase para entrar en el recinto y que se reunió con un norteamericano. Aun así, cogió diez mil dólares. Esa cantidad sólo se gana en el mercado negro. Así que tenemos a un americano del mercado… ¿que también está en la conferencia? La mayoría de ellos acaban de aterrizar. No se les permite salir. Aquí no se ve a ninguno. -Hizo un gesto con la mano en dirección a la sala ruidosa.

– Cosa que dice mucho y bien de ellos -comentó Gunther con sequedad-. Aun así, estaba en Potsdam. Como la bala americana.

– Sí -dijo Jake.

– Bien, ¿a quién tenemos en la conferencia? Podemos ahorrarnos a Herr Truman.

– Gente de Washington. Del Departamento de Estado. Ayudantes -enumeró Jake.

– No en la reunión. En Babelsberg.

– De todo -dijo Jake, pensando en la lista que le había enseñado Brian. La última gran juerga de la guerra-. Cocineros. Camareros. Vigilantes. Incluso tienen a alguien para podar el césped. De todo menos periodistas.

– Una red muy amplia -adujo Gunther sombríamente-. Tendremos que ir eliminando. No todo el mundo puede conceder un pase. Primero hay que descubrir quién le proporcionó los papeles. Después… -Se quedó ensimismado con su propia lista.

– Pero eso sigue sin aclararme qué fue lo que vendió.

– O compró -terció Danny como si nada.

– ¿Qué has dicho? -preguntó Gunther, muy despierto, con la mano en el brazo de Danny.

– Bueno, en cualquier transacción siempre hay dos partes, ¿no?

Por un instante Gunther no dijo nada, después le dio unas palmaditas en el brazo.

– Gracias, amigo. Una clave simple. Sí, dos partes.

– Quiero decir -prosiguió Danny, envalentonado- que es normal que llevara dólares, ¿no? Era estadounidense. ¿Qué…?

– No eran dólares -corrigió Jake-. Eran marcos. Marcos de la ocupación.

– Ah, podrías haberlo dicho. ¿Rusos o americanos?

– Pensaba que eran iguales.

Las mismas planchas de impresión.

– Valen lo mismo, claro, pero no son iguales. Mira. -Danny cogió uno de los billetes que había dejado Sikorsky-. ¿Ves? Este es ruso. ¿Ves esa pequeña raya delante del número de serie? Los americanos no la llevan.

Al final resultaba que en el Departamento del Tesoro alguien había ido con cuidado. Jake se preguntó si Muller lo sabía.

– ¿Estás seguro?

– Estas cosas se ven -dijo Danny-. Al principio pensaba que eran falsos, ¿sabes?, por eso pregunté. En realidad no influye en nada, sólo sirve para seguirles la pista, supongo.

– ¿Quién tiene el dinero? -le preguntó Gunther a Jake.

– Yo tengo un billete, pero no lo llevo encima. -Estaba en el cajón del tocador con volantes rosa, junto a una postal de Viktor Staal.

– Pues compruébelo -dijo Gunther.

– Pero pasan de un lado al otro, ¿no?

Gunther asintió.

– Podría indicarnos algo, no obstante. -Se volvió hacia Danny y levantó el vaso-. Bien, amigo mío, por tu buen ojo. Nos ha sido de gran ayuda.

– Invita la casa, Gunther, invita la casa -dijo Danny, satisfecho consigo mismo, mientras hacían chocar los vasos.

– Pero, si iba a comprar, ¿qué compraba? -preguntó Jake con insistencia.

– Interesante pregunta -repuso Gunther mientras Danny les llenaba los vasos-. Más compleja.

– ¿Por qué?

– Porque, fuera lo que fuese, no lo consiguió. Aún tenía el dinero -dijo Gunther, como si repitiera un punto anterior a un pupilo lento.

Jake sintió que se cerraba una puerta. ¿Cómo podía seguirse la pista de algo que no había llegado a cambiar de manos?

– Y ahora ¿qué?

– Averiguaremos quién era, qué querría comprar. ¿Teitel ha hablado ya con Francfort?

– No lo sé.

– Entonces esperaremos -dijo Gunther, reclinándose y entrecerrando los ojos-. Un poco de paciencia.

– De modo que no hacemos nada.

Gunther abrió un ojo.

– No, usted jugará a policías. Descubra quién autorizó ese pase. Yo estoy retirado. Voy a tomarme un coñac.

Jake dejó el vaso, dispuesto a irse. La sala estaba aún más llena, casi no se veía la barra tras el muro de personas, y el ruido aumentaba con el humo y ahogaba a la banda. Sleepy Time Down South, otra vez el clarinete, pero con más garra, luchando por hacerse oír. En alguna parte chilló una chica, que después se echó a reír. Jake tomó aliento, sentía claustrofobia. Sin embargo, a nadie más parecía pasarle. Todos eran jóvenes, algunos tanto como Danny, que daba golpecitos en la mesa al ritmo de la música. Jake nunca había sacado a Lena a bailar con su vestido azul. Los clubs, por entonces, se habían convertido ya en algo oscuro, apagado por los nazis, que tomaban notas entre el público durante los números cómicos. Ya no era divertido, sólo algo que enseñar a los turistas que querían ver el Femina, con los teléfonos en las mesas. Nadie había podido ser joven entonces, no así, y eso sólo sucedía una vez.

– Enseguida vuelvo -dijo Danny mientras se levantaba-. Hay que ir a vaciar el depósito, ¿verdad? Vigílame a Gunther… Se descontrola cuando se queda medio dormido.

Jake vio cómo la cabeza de pelo alisado avanzaba entre la muchedumbre. ¿Cuántas noches pasaría Gunther allí sentado, finalmente ajeno incluso al olor? Los contornos de las parejas de la pista se habían vuelto borrosos. Quizá fuera eso lo que veía, siluetas saltando entre la bruma, la música casi reducida a un eco. Jake pensó entonces que a lo mejor también él estaba un poco borracho. Otra canción de ensueño, I’ll Get By. Allí volvía a estar el vestido azul, inclinado en un soldado. La rubia entrada en carnes.

Entornó los ojos. Si cerraba los ojos a todo lo demás, tal vez pudiera ver el vestido tal como había sido, sin esas protuberancias ni esas tiranteces, moviéndose con ella. Recordó aquella fiesta del Club de Prensa en la que él la había estado mirando desde otra sala, su vestido se volvió al fin y sus ojos le sonrieron en secreto con un fugaz destello, como las lentejuelas.