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La rubia se volvió entonces y el vestido quedó oculto por el uniforme. Jake sólo veía el hombro, lleno de lentejuelas relucientes. Al ver que la rubia alzaba la mirada con expresión de alarma, Jake comprendió la impresión que debía de dar: un borracho que avanzaba pesadamente entre la gente con paso resuelto y seguro, igual que un sonámbulo. La chica miró a otro lado, asustada. No, no estaba asustada, lo había reconocido. No estaba tan regordeta como en los tiempos de la Columbia, pero seguía siendo una chica robusta. Fräulein Schmidt. Mala mecanógrafa, espía de Goebbels.

– Hannelore -dijo Jake al acercarse.

– Vete. -Brusca, nerviosa. -¿De dónde has sacado el vestido? -preguntó Jake en alemán.

El soldado, molesto, había dejado de bailar.

– Eh, usted, piérdase.

Jake la cogió del brazo.

– El vestido. ¿De dónde lo has sacado? ¿Dónde está ella?

La chica se zafó de él.

– ¿Qué vestido? Déjame.

– Es de ella. ¿Dónde está?

El soldado se interpuso entre ambos y agarró a Jake del hombro.

– ¿Qué le pasa, es usted sordo o algo así? Largo.

– La conozco -dijo Jake, intentando quitarlo de en medio.

– ¿Sí? Bueno, pues ella no quiere verlo. Aire -dijo el soldado, y le dio un empellón.

– Que te jodan.

Jake lo empujó también, y el soldado se tambaleó un poco. Jake volvió a coger a la chica del brazo.

– ¿Dónde está?

– Déjame en paz. -Un alarido lo bastante fuerte para llamar la atención. La gente que estaba alrededor se detuvo a medio paso de baile. La chica alargó un brazo hacia su soldado-. ¡Steve!

El soldado cogió a Jake de un hombro y le hizo girar sobre sí mismo.

– Esfúmate o te dejo KO, capullo.

Jake le apartó la mano y volvió a avanzar hacia la chica.

– Sé que es de ella.

– ¡Es mío! -gritó la muchacha, alejándose.

Jake no dejaba de mirarla, por lo que no vio venir el puñetazo, un golpe directo al estómago que lo hizo doblarse, sin respiración.

– Y ahora largo.

Detrás de ellos se oyó cómo corrían sillas. La boca de Jake se llenó de un sabor a whisky amargo. Sin pensarlo, se abalanzó sobre el soldado para intentar empujarlo, pero el chico lo estaba esperando. Se hizo a un lado, le plantó el puño en la cara y lo envió hacia atrás. Jake oyó gritos a su alrededor mientras estiraba los brazos intentando asirse al aire. Una ingravidez pasmosa, mientras caía. Y sintió que su cabeza golpeaba contra el suelo. Oyó otro golpe cuando la gente se retiró contra una mesa, después todos se inclinaron sobre él y apartaron al soldado con el puño aún alzado. Cuando Jake intentó levantar la cabeza, la boca se le llenó de sangre y sintió náuseas, cerró los ojos para controlarlas. «No te desmayes.» La banda dejó de tocar. Más gritos. Unos hombres se llevaban al soldado a rastras. Otro soldado se inclinó sobre él.

– ¿Está bien? -Después se dirigió a la gente-: Dejen que corra el aire, por el amor de Dios. -Jake intentó levantarse otra vez y volvió a cerrar con fuerza la boca sobre otra bocanada de bilis, mareado-. Tranquilo.

Rostros inclinados hacia éclass="underline" una chica con pintalabios rojo, pero no era Hannelore.

– Espere. No los dejen marchar -dijo Jake, intentando ponerse de pie-. Tengo que…

El soldado lo retuvo.

– ¿Está loco o qué?

– Ha empezado él -dijo alguien-. Yo lo he visto.

Entonces llegó Gunther, alerta, y le limpió la comisura de los labios con un pañuelo. Se levantó, cogió una botella de la mesa de al lado y empapó la tela con whisky.

– Eh. Malgasta tu propia bebida, joder.

Un latigazo intenso y cauterizante, tan sorprendente como el primer puñetazo. Jake se estremeció.

– Heroicidades -dijo Gunther mientras le limpiaba la boca-. ¿Puede mover la cabeza?

Jake asintió, otro dolor agudo, después se agarró al brazo de Gunther para levantarse.

– No los deje marchar -dijo mientras miraba desesperado en torno a él y se dirigía ya a la puerta.

Una docena de manos lo retuvieron por los brazos.

– Siéntese, joder. ¿Quiere que venga la policía militar?

Lo sentaron en una silla. Alguien le hizo una señal a la banda para que volviera a tocar.

– Era su vestido -le dijo Jake a Gunther, que lo miraba sin abrir la boca.

– ¿Está con usted? -le preguntó el soldado a Gunther-. Aquí no queremos problemas.

– No lo entiende -dijo Jake mientras se ponía en pie.

El soldado lo obligó a sentarse una vez más.

– No, el que no lo entiende es usted. Se acabó. Verstebenf. Como se mueva, también yo lo dejo KO.

– Lo llevaré a casa -dijo Gunther con calma, apartando la mano del soldado-. No dará más problemas.

Lo agarró del brazo y lo obligó a caminar despacio hacia la puerta. La gente los miraba mientras avanzaban entre las mesas.

– Tengo que encontrarla -dijo Jake.

Fuera, los mismos coches aparcados y los chóferes de antes, la calle negra. Jake miró en ambas direcciones, la oscuridad se lo había tragado todo.

– Bueno, amigo, ¿qué ha sucedido?

Jake se tocó la nuca, un reguero de sangre.

– No tengo mucho tiempo. Vuelva. Estaré bien. -Se acercó a uno de los chóferes-. ¿Ha visto a una rubia vestida de azul?

El chófer lo miró con recelo.

– Vamos, es importante. Una chica grande con un soldado.

– ¿A usted qué le importa?

– Dígaselo -ladró Gunther. De pronto le salía el policía.

El chófer apuntó con el pulgar hacia el este, hacia la iglesia de la Memoria. Gunther lo detuvo.

– Se han marchado -dijo sin más-. Es peligroso.

Sin embargo, Jake ya se había deshecho de su mano y había echado a correr. Oía a Gunther gritar detrás, pero también ese sonido se desvaneció enseguida, ahogado por el ruido irregular de su respiración.

Las nubes habían cubierto la poca luna que había, así que la oscuridad parecía tangible, como una niebla que se podía apartar con la mano. Se habían marchado hacía pocos minutos, no podían haber desaparecido, pero en la calle no había ni un alma. ¿Y si el chófer le había mentido? Corrió más deprisa, pero metió el pie entre unos adoquines sueltos del pavimento. El dolor lo recorrió de arriba abajo y se sumó a la sorda molestia de la cabeza. Se detuvo con las manos en el estómago para recobrar el aliento. No podían estar muy lejos. Se habrían quedado en la Ku'damm con la esperanza de encontrar las luces de un bar en algún sótano. Las calles laterales eran imposibles, impracticables, a causa de los escombros invisibles. Suponiendo que hubieran seguido ese camino.

Por delante, una pequeña luz titilaba en un umbral. Jake echó a andar de nuevo cojeando un poco, el pie dolorido lo frenaba.

– Hola, soldadito -llamó una voz melosa desde donde había visto la luz.

Después vio otro resplandor, una linterna debajo de la barbilla de la puta, que bañaba todo su rostro cansado con una luz fantasmal.

– ¿Has visto pasar a una pareja? -preguntó en alemán-. Una rubia.

– Ven conmigo. ¿Por qué no? Cincuenta marcos.

– ¿Los has visto? -repitió Jake con insistencia.

– Vete al cuerno.

La mujer apagó la linterna para ahorrar pilas y desapareció en la oscuridad.

Jake logró distinguir la silueta irregular de la iglesia bombardeada contra el cielo nocturno cuando un camión pasó por el cruce. El viejo corazón del oeste de la ciudad, lleno de luces de teatros que ahora eran sombras oscuras. Recordó Londres sumida en la oscuridad, autobuses que aparecían de la nada, con los faros reducidos a ranuras, como ojos de cocodrilo. Siempre había detestado esa ceguera, tropezar en las aceras, pero las ruinas lo hacían aún peor. Inquietantes y retorcidas formas de pesadilla. Un jeep salió desde la amplia Tauentzienstrasse e iluminó unos instantes la acera. Un grupo de soldados salían de un bar y, entre ellos, sosteniendo una linterna, vio a un soldado alto con una rubia.