Jake apretó el paso sin hacer caso al dolor que sentía en el pie. Caminaban en dirección a Wittenbergplatz, la ruta que Jake solía seguir para ir a su casa, por delante de los escaparates del KaDeWe. No podía perderla. Habían ido a pie, de modo que no podían ir muy lejos. Quizá otro club. Hannelore Schmidt, espía de Goebbels, no quería reconocerlo. Cogida del brazo con el nuevo orden. Se preguntó qué habría explicado Hannelore en su Fragebogen. Seguro que no las llamadas a Nanny Wendt. ¿De dónde habría sacado el vestido? Desvalijando el viejo piso de Pariserstrasse. Quizá lo había cambiado por cupones de alimentos. La chica sabía algo. Esta vez no era una búsqueda ciega en los archivos de Bernie, sino una conexión real.
Jake los vio entonces cruzar la calle guiados por la zigzagueante luz de la linterna, que iluminó a un grupo de desplazados acurrucados en la plaza. Hannelore estaría a salvo con Steve, un hombre que resultaba útil en una pelea. Jake se tocó la comisura de los labios, dolorida, aún ensangrentada. Ya habían cruzado Wittenbergplatz.
Fue entonces cuando se detuvo frente al escaparate roto mirando cómo el pequeño haz de luz avanzaba hacia la conocida puerta maciza. Casi le pareció un chiste; iban precisamente allí. Su viejo piso, por el que había pasado todo el personal de la Columbia, hasta que al final también Hal Reidy se había marchado. ¿Se lo habría pasado Hal como gratificación de despedida? ¿O se habría instalado ella sin más, haciéndose con otro botín, como con los coñacs franceses y los jamones daneses que habían llegado en grandes cantidades a la ciudad aquel último año? Los mansos heredaban, al fin y al cabo, incluso Hannelore Schmidt. ¿Y ahora qué? ¿Subía corriendo la escalera para tener otra sesión de boxeo con Steve? Ya sabía dónde vivía la chica. Podía regresar al día siguiente, llevarle café como ofrenda de paz y hablar con ella de forma serena. Se encendió una luz en la ventana. La ventana de Jake. Imaginó a Hannelore tendida con el soldadito en su sofá, el vestido de Lena tirado por ahí, las lentejuelas por el suelo. ¿De dónde lo habría sacado?
Cruzó la plaza teniendo cuidado de evitar a los desplazados y entró en su calle, un camino que había recorrido un millón de veces. Abrió la gran puerta de madera. Reinaba una oscuridad total, la luz del vestíbulo había desaparecido, o la habían robado. Oyó agua goteando en un cubo en un rincón, pero era su casa, una escalera que podía subir con los ojos cerrados. Fue caminando a tientas, rozando la barandilla. Un giro en el descansillo, luego su piso y siguiendo la barandilla hasta la puerta. Llamó, no muy fuerte, la fuerza de la costumbre. El sonido más aterrador de toda Alemania, un golpe en la puerta. Esta vez más fuerte.
– Hannelore.
¿Y si se negaba a abrir? Intentó con el pomo. Cerrado. Su piso. Volvió a llamar, aporreó la puerta con toda la palma de la mano, unos golpes constantes.
– ¡Hannelore!
Por fin el sonido de la cerradura que se abría, la puerta que abría una rendija, luego más ancha. Una mujer de mirada asustada, a contraluz. No era Hannelore, sino una mujer demacrada, de pelo ralo, palidez, enfermiza, otra ruina. Sin embargo, sus ojos se abrieron más sobre las oscuras ojeras.
– Lo siento -dijo Jake, abochornado, y dio media vuelta.
– Jacob -susurró ella.
Jake volvió a mirar, desconcertado. Esa voz. También el rostro, familiar, iba cobrando forma bajo esa piel pálida. No fue como Jake había imaginado. De nuevo la sensación de ingravidez que había sentido al caer entre las mesas de Ronny's.
– Lena. Dios mío. -También su voz fue un susurro, como si el sonido pudiera hacerla desaparecer, un fantasma, no del todo real.
– Jacob. -Alzó una mano y le tocó la sangre de la boca, y entonces Jake se dio cuenta de que el fantasma era él, ensangrentado y con ojos desorbitados, venido de otro mundo-. Has vuelto.
Jake le apartó la mano de la herida ensangrentada y se la llevó a la boca, la besó, acarició sus dedos, todavía incapaz de asimilar nada más. Sólo los dedos, reales, vivos.
Ella recorrió sus labios como si leyera Braille, intentando comprender sus relieves.
– Has vuelto.
Él asintió, demasiado feliz para decir nada, ingrávido pero aún en pie. Esta vez flotaba, como un globo, al ver que los ojos de ella se llenaban de lágrimas, demasiado asombrada aún para sonreír.
– Estás herido -dijo, tocándolo, pero él le apartó los dedos y los apretó en su mano mientras negaba con la cabeza.
– No, no. No importa. Lena, Dios mío.
La abrazó, la estrechó contra su pecho, la estrechó entre sus brazos. Le besó las mejillas, moviendo su cabeza con la de ella, besándola por todas partes como si todavía tuviese miedo de que fuera a evaporarse en cuanto dejara de tocarla.
– Lena.
No podía decir otra cosa.
Entonces la estrechó con fuerza, hundió su rostro en la melena de ella y sintió cómo Lena se apretaba contra él, cómo lo sostenía, hasta que de pronto, se desplomó como un peso muerto, y Jake comprendió que Lena se había desmayado.
7
Jake la llevó dentro. Había un cojín en el sofá en el que Hal solía tumbarse; la cama de Lena, sin duda. Pasó por delante del baño con ella a cuestas y llegó a la puerta del dormitorio. No tenía manos para abrirla, así que dio una patada. Steve abrió la puerta de golpe, en placas de identificación y calzones, con los calcetines aún puestos. Detrás de él, Hannelore, en combinación, soltó un gritito.
Steve avanzó hacia él.
– ¿Es que no te rindes?
– Se ha desmayado. Ayúdame a dejarla en la cama.
Steve no salía de su asombro.
– No pasa nada, soy un viejo amigo. Pregúntale a ella. -Inclinó la cabeza hacia Hannelore-. Venga, échame una mano.
Steve se hizo a un lado.
– ¿Quién es? -le preguntó a Hannelore.
– Lo conozco de antes de la guerra. No -le dijo a Jake, que entraba con Lena-. Ésa es mi cama. Ella está en el sofá. Dijo que serían sólo unos días, y mira ahora.
– Por mí podéis iros a joder al descansillo. Está enferma, necesita la cama. -La dejó con cuidado, pisando el vestido azul que estaba en el suelo-. ¿Tienes coñac?
– ¿Coñac? ¿De dónde voy a sacar coñac?
Steve sacó una petaca de su uniforme y se la dio. Unas gotas en los labios de Lena, un pequeño ahogo, los ojos medio abiertos. Jake le enjugó el sudor de la frente. Febril.
– ¿Vas a explicarme qué está pasando aquí? -dijo Steve.
– ¿Qué le pasa a Lena? -le preguntó Jake a Hannelore.
– No lo sé. Dejé que se quedara, estaba bien. Bueno, pensé que tendríamos dos raciones. Una ayuda. Y ahora esto. Se pasa el día ahí tumbada. Siempre pasa lo mismo cuado se tiene buen corazón. La gente se aprovecha. -Su voz sonaba dura y ofendida.
– ¿La ha visto un médico?
– ¿Quién tiene dinero para médicos?
– Parece que te va bien.
– No me hables así. ¿Qué sabes tú de nada? Te presentas así, ya no es tu piso. Ahora es mío.
– ¿Ésta casa es tuya? -preguntó Steve.
– Lo era. Ella trabajaba para mí -dijo Jake, mirando a Hannelore-, y para el doctor Goebbels. ¿Ya te lo ha dicho?
– Eso no es verdad. No puedes demostrar nada. -Miró a Steve, después se acercó a la mesita de noche y encendió un cigarrillo en actitud desafiante-. En cuanto te he visto he sabido que traerías problemas. Nunca te caí bien. ¿Qué mal he hecho? Acoger a una amiga, con buen corazón, y ahora me vas a meter en un lío.
– Jacob -dijo Lena sin apenas voz, después le apretó la mano y se la sostuvo con los ojos cerrados.
– Tráele algo para beber. Está ardiendo. Un poco de agua. Eso sí puedes permitírtelo, ¿verdad?