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Hannelore lo fulminó con la mirada y fue a la cocina.

– A lo mejor está bien que hayas aparecido, ahora la alimentarás tú. Yo ya he hecho bastante.

– Una buena chica -comentó Jake cuando salió-. ¿Amiga tuya?

Steve se encogió de hombros.

– De vez en cuando. No está mal.

Jake lo miró.

– Seguro que sí.

– Toma -dijo Hannelore, alcanzándole un vaso de agua.

Jake le levantó la cabeza a Lena y la obligó a beber, después mojó su pañuelo en el agua y se lo puso en la frente. Lena abrió los ojos.

– Has vuelto -dijo-. Jamás creí que…

– Ahora está todo bien. Te traeré a un médico.

– No, no te vayas -dijo Lena, aferrando aún su mano.

Jake miró a Steve.

– Oye, necesito que me ayudes. Tenemos que encontrar a un médico.

– Es alemana, ¿verdad? Los médicos del ejército no tratan a civiles.

– En Ronny's hay un hombre que me conoce. Pregunta por Alford.

– ¿Alford? Yo conozco a Alford -dijo Hannelore.

– Bien, pues ve con él. Dile que es urgente… esta misma noche, y que su médico traiga medicamentos. Penicilina, supongo, todo lo que tenga. Dile que es un favor especial para mí. -Se levantó y sacó la cartera-. Ten. Dile que es un anticipo. Si cuesta más, se lo pagaré mañana. Lo que él quiera.

Los ojos de Hannelore se abrieron mucho al ver el dinero.

– Ni se te ocurra -apuntó Jake-. Ni un solo marco. Lo comprobaré.

– Vete al cuerno -dijo la chica, ofendida-. Ve a buscarlo tú.

– Escucha, Hannelore, te delataría por dos céntimos, y ellos te convertirían en una dama de los escombros. Es un infierno para las uñas. -Miró su manicura roja-. Vístete y ve.

– Eh, no puedes hablarle así…

– Y a ti te denunciaré por confraternizar con una nazi y asaltar a un oficial. Eso también puedo hacerlo.

Steve se lo quedó mirando.

– Qué tipo más duro.

– Por favor -pidió Jake-. Está enferma, por el amor de Dios, ¿no lo ves?

Steve miró la cama, asintió con la cabeza y empezó a ponerse los pantalones.

– Yo no soy nazi -adujo Hannelore-. Nunca fui nazi. Nunca.

– Calla y vístete -dijo Steve lanzándole el vestido.

– Siempre me trajiste problemas -le dijo a Jake, aún contrariada, mientras se ponía el vestido-. Siempre. ¿Qué te hacía tan perfecto? Siempre a escondidas con ella por todas partes. Lo supe desde el principio. Todos lo sabíamos.

– Toma -dijo Jake tendiéndole el dinero a Steve-, llévalo tú. Es un chico joven con el pelo alisado hacia atrás. -Se sacó una llave del bolsillo-. Tengo el jeep allí, por si quieres volver en coche.

Steve negó con la cabeza.

– Hannelore puede caminar.

– ¿Qué quieres decir con que puedo caminar? ¿Adonde vas? -preguntó la chica, discutiendo con él, mientras salían por la puerta.

– No te enfades con ella -dijo Lena en el repentino silencio-. Lo ha pasado muy mal.

Jake se sentó en la cama, mirándola, sin poder creerlo aún.

– Estabas aquí. Todo este tiempo -dijo, como si fuera algo extraordinario-. El otro día pasé…

– Sabía que Hannelore tenía el piso. No sabía adonde ir. Las bombas…

Jake asintió.

– Pariserstrasse, lo sé. Te he buscado por todas partes. Vi a Frau Dzuris. ¿Te acuerdas?

Lena sonrió.

– Pasteles de semillas de amapola.

– Ahora ya no está gorda. -Le limpió la frente y dejó la mano sobre su mejilla-, ¿Has comido algo?

– Sí, me trata bien. Comparte su ración, y además consigue algo más de los soldados.

– ¿Desde cuándo lo hace?

Lena se encogió de hombros.

– Comemos.

– ¿Cuánto hace que estás enferma?

– Un tiempo. No sé. La fiebre, esta semana.

– ¿Quieres dormir?

– No puedo dormir. Ahora no. Quiero oír… -Pero se le cerraban los ojos-. ¿Cómo me has encontrado?

– He reconocido el vestido.

Lena sonrió con los ojos todavía cerrados.

– Mi vestido azul bueno.

– Lena -dijo Jake mientras le acariciaba el pelo-. Dios mío.

– Oh, debo de estar horrible. ¿Puedes siquiera reconocerme?

Jake le besó la frente.

– ¿Tú qué crees?

– Es una bonita mentira.

– Estarás mejor aún en cuanto el médico te cure. Ya verás. Mañana traeré comida.

Ella apretó la mano de él contra su cara, mirándolo.

– Pensaba que no volvería a verte. Nunca. -Reparó en el uniforme-. ¿Eres soldado? ¿Has estado en la guerra?

Jake se volvió un poco y señaló la charretera del hombro.

– Corresponsal.

– Dime… -Lena se interrumpió y parpadeó, como si hubiese sentido un dolor repentino-. ¿Por dónde empezar? Cuéntame todo lo que te ha pasado. ¿Volviste a América?

– No. Una vez, de visita. Después Londres y por todas partes.

– Y ahora aquí.

– Te dije que volvería. ¿No me creíste? -La cogió de los hombros-. Todo será como antes.

Lena apartó la cabeza.

– No es tan fácil que todo sea como antes.

– Sí lo es. Ya verás. Nosotros somos los de antes.

Sus ojos, brillantes a causa de la fiebre, se humedecieron más aún, pero sonrió.

– Sí, tú eres el de antes.

Jake se frotó la cabeza.

– Casi. -La miró-. Ya verás. Será igual.

Lena cerró los ojos y él mojó otra vez el pañuelo, desconcertado ante sus propias palabras. Nada era como antes.

– Así que encontraste a Hannelore -dijo Jake, intentando darle conversación. Luego preguntó-: ¿Dónde está Emil?

– No lo sé -respondió ella con una voz curiosamente impersonal-. Muerto, quizá. Esto fue horrible, al final.

– ¿Estaba en Berlín?

– No, en el norte. Con el ejército.

– Ah -repuso él sin atreverse a decir más. Se levantó-. Voy a por más agua. Intenta dormir un poco antes de que llegue el médico.

– Como una enfermera -dijo ella, y cerró los ojos.

– Eso es, voy a ocuparme de ti. Duerme. No te preocupes, estaré aquí.

– Me parece imposible. Sólo he abierto la puerta.

Su voz se fue desvaneciendo.

Jake se volvió para ir a la cocina, pero se detuvo.

– ¿Lena? ¿Qué te hace pensar que está muerto?

– Habría sabido algo. -Levantó la mano para taparse los ojos-. Todos están muertos. ¿Por qué no él?

– Tú no lo estás.

– No, aún no -dijo con cansancio.

Jake la miró.

– Hablas así por la fiebre. Ahora vuelvo.

Cruzó el salón y entró en la cocina. Todo estaba igual. En el dormitorio, con la ropa de Hannelore y frascos de loción por todas partes, podía imaginar que estaban en algún otro lugar, pero lo de ahí fuera seguía siendo su piso: el sofá contra la pared, la pequeña mesa junto a la ventana. Ni siquiera los habían cambiado de sitio, como si sólo hubiese estado fuera un fin de semana. Los estantes de la cocina estaban vacíos: tres patatas y unas cuantas latas de raciones C, un bote de sucedáneo de café. No había pan. ¿Cómo vivían? Al menos Hannelore cenaba en Ronny's. Sorprendentemente, el hornillo de gas funcionaba. Un hervidor para preparar café. No había té. La cocina misma parecía hambrienta.

– Está frío -comentó Lena cuando le puso otro paño húmedo en la frente.

– Te bajará la fiebre. Sostenlo ahí.

Se quedó sentado mirándola un minuto. Una vieja bata de algodón llena de manchas de sudor, las muñecas tan delgadas que parecían a punto de quebrarse. Era como los adustos desplazados que había visto caminar con esfuerzo por el Tiergarten. ¿Dónde había estado Emil?

– Fui al Elisabeth -dijo-. Frau Dzuris me dijo que trabajabas allí.

– Con los niños. No había nadie para ayudarlos, así que… -Se estremeció-. Fui.

– ¿Lograste salir? ¿Antes del bombardeo?

– No fueron bombas. Proyectiles. Los rusos. Después el fuego. -Volvió la cabeza, los ojos anegados en lágrimas-. Nadie pudo salir.