– Demasiado. ¿Por qué no han avisado antes?
Era demasiado complicado de explicar, así que Jake se quedó allí de pie, no muy lejos.
– ¿Puedo hacer algo?
– Puede preparar café. No suelo estar despierto a estas horas.
Jake fue a la cocina, el médico se lo había quitado de encima como a un impaciente futuro padre que está de más. Llenó el hervidor y oyó la pequeña explosión del gas al encenderse. En el salón, Hannelore protestó y se dio la vuelta.
Jake regresó al dormitorio, pero se detuvo en la puerta. Rosen le había abierto la bata, así que estaba desnuda sobre la cama, y las manos del médico le separaban las piernas para examinarla con una inesperada intimidad. El cuerpo que Jake había visto tantas veces, al que había acariciado para despertarlo, estaba siendo manipulado como en una mesa de autopsias. «¡No es una de las chicas de Danny!», quería gritar, pero Rosen ya había reparado en su mirada de consternación.
– Ya lo llamaré -dijo con brusquedad-. Vaya a hacer café.
Jake se apartó del umbral. ¿Por qué la examinaba ahí abajo? Debía de ser lo único que hacía el médico de Danny, pero ¿a quién más podría haber avisado? Vio las manos sobre sus muslos blancos.
En la cocina se puso a darle vueltas al sucedáneo de café en una taza. Sin azúcar, sin nada. Los oía desde el pasillo; preguntas, las débiles respuestas de Lena. Cogió la taza para llevársela al médico, pero Rosen no lo quería allí. Jake dejó el café en la mesa y se sentó a mirar cómo se enfriaba. Hannelore se había despeinado, era una chica descuidada incluso durmiendo.
Cuando Rosen salió por fin, volvió a lavarse las manos en el grifo de la cocina. Jake se acercó al dormitorio.
– No. Le he dado algo para que duerma. -Vertió un poco de agua del hervidor en una taza y metió dentro una aguja hipodérmica-. Debería estar en un hospital. ¿Por qué ha esperado?
– ¿Qué le sucede?
– Estas chicas -dijo Rosen, negando con la cabeza-. ¿Quién le practicó el aborto?
– ¿Qué aborto? -dijo Jake, perplejo.
– ¿No lo sabía? -Se acercó a la mesa y dio un sorbo al café-. No tendrían que esperar tanto.
– ¿Está bien?
– Sí, ya ha pasado, pero tiene una infección. Falta de higiene, seguramente.
Jake se sentó, mareado. Otra cama y otras manos que la examinaban, no tan limpias.
– ¿Qué clase de infección?
– No se preocupe. No es venérea. Podrá volver a trabajar.
– No lo entiende. Ella no…
Rosen levantó la mano.
– Eso es cosa suya. Yo no hago preguntas, pero necesitará más penicilina. Sólo me quedaba una dosis. ¿Sabe poner inyecciones? No, eso pensaba. Volveré. Mientras tanto, déle esto. -Dejó unas pastillas en la mesa-. No son tan fuertes, pero hay que bajarle la fiebre. Que se las tome, no importa cómo sepan.
– Gracias -dijo Jake, y las guardó.
– Son caras.
– Eso no importa.
– Una chica valiosa -dijo Rosen con ironía.
– No es lo que cree.
– No importa lo que yo crea. Déle las pastillas. -Miró al sofá-. ¿Tiene a dos?
Jake apartó la mirada. Se sentía como Danny, insultado por el dinero de Sikorsky. Aunque ¿a quién le importaba lo que pensara Rosen?
– ¿Le ha dicho ella lo del aborto? -preguntó Jake.
– No ha sido necesario, me dedico a eso.
– ¿Es médico de verdad?
– Menudo es usted para pedir credenciales -dijo Rosen, después suspiró y bebió algo más de café-. Estudiaba medicina en Leipzig, pero me echaron, claro. Me hice médico en el campo. Allí nadie me pedía el título. No se preocupe, sé lo que me hago.
– Y ahora trabaja para Danny.
– Hay que ganarse la vida. Eso también se aprende en el campo. -Dejó la taza, preparado para irse-. Bien, las pastillas, no se olvide -dijo mientras se levantaba-. Vendré mañana. ¿Tiene algo para darme a cuenta?
Jake le dio algún dinero.
– ¿Bastará?
El médico asintió.
– La penicilina costará más.
– Lo que sea. Consígala. Pero ¿se pondrá bien?
– Si la mantiene alejada de las calles. Al menos de los rusos. Están todos enfermos.
– No es una prostituta.
– Bueno, tampoco yo soy médico. Sutilezas. -Se dispuso a marchar.
– ¿Mañana, a qué hora?
– Por la noche, pero no tan tarde como hoy, por favor. Ni siquiera por Danny.
– ¿Cómo puedo agradecérselo?
– No tiene que agradecerme nada. Págueme.
– Se equivoca con ella -dijo Jake, preguntándose por qué importaba-. Es una mujer respetable y la quiero.
Las facciones de Rosen se suavizaron ante esas inesperadas palabras de un idioma olvidado.
– ¿Sí? -Se volvió de nuevo con ojos cansados-. Entonces no pregunte por el aborto. Sólo déle las pastillas.
Jake esperó hasta que los pasos dejaron de oírse en la escalera y entonces cerró la puerta. «No pregunte.» ¿Cómo no iba a preguntar? Había puesto su vida en peligro. Cuestión de higiene. Dejó la taza en el fregadero, apagó la luz y cruzó el pasillo, agotado.
Lena estaba dormida, su rostro suave a la tenue luz de la lámpara. Tal como lo había imaginado, los dos en la cama, en su propia cama, abrazándose como si la guerra no hubiera sucedido. Pero todavía no. Se dejó caer en el sillón y se quitó los zapatos. Esperaría hasta que fuera de día, después despertaría a Hannelore para que la cuidara. Sin embargo, los muelles del sillón lo mortificaban tanto como sus pensamientos. Se levantó y se tumbó en su lado de la cama con el uniforme puesto. Por encima de la sábana, para no molestarla. Cuando alargó el brazo para apagar la luz, Lena se movió con inquietud, en sueños. Después, mientras miraba la oscuridad tumbado, ella le cogió la mano y se la sostuvo.
– Jacob -susurró.
– Chsss. No pasa nada, estoy aquí.
Lena se agitó un poco, su cabeza se movía a un ritmo lento, de modo que Jake se dio cuenta de que estaba dormida, de que él formaba parte del sueño.
– No se lo digas a Emil -dijo ella. Su voz perturbó el silencio de la habitación-. Lo del niño. Prométemelo.
– Te lo prometo -repuso él, y entonces el cuerpo de Lena se relajó, su mano aún en la de él, en paz, mientras Jake seguía mirando el techo, muy despierto.
Lena pasó casi todo el día siguiente dormida, como si el hecho de que Jake estuviera allí le hubiera permitido al fin enfermar de verdad y no tener que hacer el esfuerzo de levantarse. Jake aprovechó el tiempo para ir a buscar cosas: el jeep, que seguía allí milagrosamente; dinero de su cuenta del ejército; suministros en el economato militar, productos que abarrotaban los estantes y se apilaban en el suelo; una muda en Gelferstrasse. Recados cotidianos. Metió su maltratada máquina de escribir en la bolsa de la ropa, les dijo a los ancianos que estaría fuera un par de días y les pidió algo de comida para llevarse. Más latas. El anciano le dio algo del tamaño de una pastilla de jabón envuelto en papel.
– En Alemania hace mucho que nadie tiene mantequilla -dijo, y Jake asintió cual conspirador.
Fue al centro de prensa a recoger sus mensajes. Había bocadillos y rosquillas. Llenó otra bolsa.
– Vaya, veo que alguien ha tenido suerte -comentó Ron mientras le pasaba un comunicado-. El programa de hoy, por si te interesa, con detalles sobre la cena estadounidense: todos pasaron una agradable velada. Y así fue. He oído decir que Churchill se enfadó. Llévate bocadillos de jamón, es lo que más les gusta. Las Fräulein nunca se cansan del jamón. ¿Necesitas gomas?
– Alguien debería darte unos azotes.
Ron esbozó media sonrisa.
– Me lo agradecerás, créeme, no querrás volver a casa con pus entre las piernas. Por cierto, a los del noticiario les encantó tu actuación. A lo mejor aprovechan las tomas.
Jake se lo quedó mirando con desconcierto, pero después se encogió de hombros. No le apetecía discutir.