– Sí, bien. ¿No le ha dicho nada… de lo que le dije? A veces es un tema delicado, después de lo que han sufrido. Sus novios regresan, creen que todo el mundo espera. Es difícil.
– A mí no me importa.
– ¿No? No siempre es el caso.
Otra historia de Berlín que no llegaría a imprenta, discusiones y lágrimas. Pensó en los soldados que cruzaban el Landwehrkanal aquel día, casi en casa.
Esta vez Rosen había traído un termómetro.
– Está algo mejor -dijo-. La penicilina debe de estar haciendo efecto. Un fármaco milagroso. Extraído del moho. Imagínese.
– ¿Hasta cuándo lo necesitará?
– Hasta que mejore -repuso el médico con vaguedad-. La infección no se cura con una única inyección, por muy milagrosa que sea. Y usted, gnädige Frau, beba, y duerma, nada de salir de compras. -Una afable frase para reconfortar a una enferma, como si aún quedaran tiendas-. Piense en cosas bonitas. A veces eso es lo mejor.
– El me cuida -dijo Lena-. Ha cambiado las sábanas.
Sí se había dado cuenta.
– Vaya -dijo Rosen, asombrado, alemán después de todo.
Jake le dio el dinero en el salón.
– ¿Quiere algo de comida? -preguntó, y señaló las latas que había en la encimera-. Del economato.
– Quizás algo de carne enlatada, si puede.
Jake le ofreció una lata.
– Las recuerdo -dijo Rosen, mirándola-. Los americanos nos dieron de éstas cuando nos sacaron de allí. No podíamos digerir, la comida era demasiado fuerte. No se quedaba dentro. Lo devolvíamos todo, allí, delante de ellos. Creo que se ofendieron. ¿Cómo iban a saberlo? Discúlpeme por ayer noche. A veces no sólo vomita el cuerpo, al espíritu también le pasa.
– No tiene que explicarme nada. Estuve en Buchenwald.
Rosen asintió y se dirigió a la puerta.
– Siga con las pastillas, no se olvide.
Lena insistió en levantarse para cenar, así que los tres se sentaron a la mesa. Hannelore rebosaba buen humor, como si el bocadillo de jamón también hubiese sido una inyección para ella.
– Espera a ver lo que he conseguido en Zoo Station, Lena. Por diez cigarrillos. La mujer quería la cajetilla entera, y yo le he dicho: «¿Quién cambia una cajetilla por un vestido?» Diez ya me parecían muchos, pero no he podido resistirme. Además, está en buen estado. Te lo enseñaré.
Se levantó y se pegó el vestido al cuerpo.
– ¿Ves qué buen corte? Creo que esa mujer conocía a alguien. Ya sabes. Mira cómo me sienta. No es nada estrecho por aquí.
Se desnudó sin una pizca de pudor y se puso el vestido nuevo encima de la combinación.
– ¿Ves? A lo mejor se podría meter un poco de aquí, pero por lo demás es perfecto, ¿no te parece?
– Perfecto -dijo Lena, tomándose la sopa. Ya tenía mejor color.
– No me creo la suerte que he tenido. Me lo puedo poner esta noche.
– ¿Vas a salir? -preguntó Jake.
Un regalo inesperado, el piso para ellos solos.
– Claro que voy a salir. ¿Por qué no? Han abierto un cine nuevo en Alexanderplatz.
– Los rusos -dijo Lena con gravedad.
– Bueno, algunos son simpáticos. Además, tienen dinero. ¿A quién más tenemos?
– A nadie, supongo -dijo Lena con indiferencia.
– Exacto. Los americanos son más agradables, claro, pero no hablan alemán, sólo los judíos. ¿Vas a terminarte eso?
Jake le pasó su pedazo de pan.
– Pan blanco -dijo, como una niña con un dulce-. Bueno, será mejor que me arregle. Van con el horario de Moscú y lo hacen todo muy temprano. ¿No es una locura, con todos esos relojes que tienen? Deja los platos, ya lo haré yo después.
– No pasa nada -repuso Jake, que sabía que no lo haría.
Al cabo de un minuto oyeron el grifo del baño, después un pulverizador de perfume. Al terminar, Lena se recostó en la silla y miró por la ventana.
– Voy a hacer café -dijo Jake-. Tengo un regalo para ti.
Lena le sonrió y luego volvió a mirar por la ventana.
– No hay nadie en Wittenbergplatz. Antes estaba llena de gente.
– Toma, prueba -dijo Jake dándole un café con una rosquilla-. Está mejor si la mojas.
– Es de mala educación -repuso ella, riendo, pero la hundió con delicadeza y dio un mordisco.
– ¿Ves? Jamás dirías que están secas.
– ¿Qué tal estoy? -preguntó Hannelore, peinada otra vez igual que Betty Grable-. ¿No me queda bien? Con una pinza aquí. -Se recogió el costado y luego cogió el bolso-. Que te mejores, Lena -dijo con despreocupación.
– No traigas a nadie -dijo Jake-. Lo digo en serio.
Hannelore hizo una mueca de adolescente rebelde y dijo:
– ¡Ja! -Demasiado engreída para molestarse-. Miraos, menuda pareja de viejos. No me esperéis levantados -dijo, y se fue.
– Pareja de viejos -repitió Lena mientras removía el café-. Aún no tengo treinta.
– Treinta no son nada. Yo tengo treinta y tres.
– Tenía dieciséis cuando llegó Hitler. Piénsalo. Toda mi vida, sólo nazis. -Volvió a mirar las ruinas de fuera-. Nos lo han robado todo, ¿verdad? -comentó con ánimo sombrío-. Todos estos años.
– Todavía no necesitas bastón -bromeó Jake y, cuando Lena logró sonreír, le cogió la mano desde el otro lado de la mesa-. Empezaremos de nuevo.
Ella asintió.
– A veces no es tan sencillo. Pasan cosas.
Jake apartó la mirada. ¿Por qué sacar el tema? Sin embargo, parecía una invitación.
– Lena -dijo, aún sin mirarla-. Rosen dice que te han practicado un aborto. ¿Era de Emil?
– ¿Emil? -Fue casi una carcajada-. No. Me violaron -se limitó a decir.
– Ah -repuso él, sólo un sonido.
– ¿Te molesta?
– No. -Una mentira instantánea, sin perder ni un solo segundo-. ¿Cómo…?
– ¿Cómo? Como siempre. Un ruso. Cuando atacaron el hospital, violaron a todo el mundo. Incluso a las embarazadas.
– Cielo santo.
– No es tan extraño. Al final era lo habitual. Qué aprensivos sois los hombres. Violan, pero nunca quieren hablar de ello. Las mujeres sí. Era lo único de lo que hablábamos por aquel entonces… ¿Cuántas veces? ¿Te han contagiado algo? Durante semanas tuve miedo de haberme contagiado de alguna enfermedad. Pero no, en lugar de eso tenía un pequeño ruso. Después, cuando me deshice de él, cogí otra clase de infección.
– Rosen dice que no es venérea.
– No, pero creo que no podré tener hijos.
– ¿Dónde te lo hicieron? -preguntó, imaginando un callejón oscuro, el tópico de su juventud.
– En una clínica. Éramos tantas que los rusos montaron una clínica. «Excesos de las tropas.» Primero violan y luego…
– ¿No había un médico?
– ¿En Berlín? No había de nada. Mis padres estaban en Hamburgo. Sabe Dios si seguirán vivos. No tenía adonde ir. Una amiga me habló de ese sitio y dijo que era gratis. Otro regalo de los rusos.
– ¿Dónde estaba Emil?
– No lo sé. Muerto. Aquí no, en cualquier caso. Su padre sigue vivo, pero no se hablaban. No podía acudir a él. Culpa a Emil de todo esto, ya puedes imaginarte.
– ¿Porque se afilió al partido?
Lena asintió.
– Por su trabajo. Sólo fue por eso, pero su padre… -Levantó la vista-. ¿Lo sabías?
– Nunca me lo dijiste.
– No. ¿Qué habrías dicho?
– ¿Crees que me habría importado?
– A lo mejor a mí sí, no sé. Esta habitación, además… Cuando veníamos aquí, estaba muy lejos de todo aquello. De Emil, de todo. Era un mundo aparte. ¿Lo entiendes?
– Sí.
– De todas formas no era uno de ellos. No estaba metido en política. El Instituto, eso era lo único que le importaba. Sus números.
– ¿Qué hizo durante la guerra?
– Nunca me lo dijo. No le permitían hablar de ello, pero está claro que eran armas. Es lo que hacían todos los científicos, fabricar armas. Incluso Emil, con la cabeza siempre metida en un libro. ¿Qué otra cosa podían hacer? -Levantó la mirada-. No lo disculpo. Era la guerra.