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– Lo sé.

– «Quédate en Berlín, es mejor», me dijo. No quería que participara en todo aquello, pero los bombardeos se hicieron tan terribles que al final dejaron que las mujeres nos fuéramos con ellos. Para que los maridos no se preocuparan. Pero ¿cómo iba a irme entonces? -dijo, mirando la taza mientras los ojos se le llenaban de lágrimas-. ¿Qué importaba? No podía irme de Berlín. No después de lo de Peter… -Se le ahogó la voz, perdida en algún pensamiento íntimo.

– ¿Quién es Peter?

Lena lo miró.

– Se me olvidaba. No lo sabes. Peter era nuestro hijo.

– ¿Un hijo? -preguntó Jake, herido aun a su pesar. Una familia, con otro hombre-. ¿Dónde está?

Lena volvió a mirar a la taza.

– Murió -dijo sin emoción en la voz-. En un bombardeo. Con casi tres años. -Volvieron a afluirle lágrimas a los ojos.

Jake le cogió la mano.

– No tienes por qué explicármelo.

Sin embargo, ella no lo oía. Las palabras salían solas, como si fuera una purga.

– Lo dejé en la guardería. ¿Por qué lo hice? Lo había tenido toda la noche en el refugio conmigo. Dormía en mi regazo, no lloraba como los demás niños. Bueno, pensé, ya se ha acabado, una noche más, pero llegaron los americanos. Fue entonces cuando empezó: los británicos de noche, los americanos de día. Sin tregua. Eran las once, lo recuerdo. Estaba comprando cuando sonó la alarma y, por supuesto, volví corriendo, pero los guardias me detuvieron, todo el mundo al refugio. Pensé que en la guardería estaría a salvo, tenían un sótano profundo. -Calló unos instantes, mirando por la ventana-. Después del bombardeo fui allí. Todo había desaparecido. No quedaba nada. Todo estaba derruido. Las madres… tuvimos que desenterrarlos. Pasamos todo el día cavando, aún quedaba una posibilidad. Luego todos esos gritos cuando los íbamos sacando, uno a uno. Tuvimos que identificarlos, ¿sabes? Entre gritos. Perdí la cordura. «Calma, calma, los vais a asustar.» Imagínate, decir algo así. Lo más descabellado fue que… Peter no tenía ni un rasguño, nada de sangre, ¿cómo podía estar muerto? Pero estaba muerto, claro. Estaba azul. Después me explicaron que había sido por asfixia, que dejas de respirar, sin dolor. ¿Cómo lo sabían? Me quedé sentada en la calle con él todo el día. No podía moverme, aunque me lo ordenaran los guardias. ¿Por qué? ¿Sabes lo que es perder a un hijo? Mueres con él. Nada vuelve a ser lo mismo.

– Lena -la interrumpió.

– Lo único que piensas es: «¿Por qué lo dejé allí? ¿Por qué lo hice?».

Jake se levantó, se quedó de pie detrás de ella y le pasó las manos por los hombros para tranquilizarla.

– Pasará -dijo con calma.

Ella sacó un pañuelo y se sonó la nariz.

– Sí, ya lo sé. Al principio no lo creía, pero está muerto, lo sé, y eso es todo. A veces ya ni siquiera lo pienso. ¿No te parece horrible?

– No.

– No pienso en nada. Así es ahora. ¿Sabes qué solía pensar durante la guerra? Que vendrías y me rescatarías, de las bombas, de todo esto. ¿Cómo? No sé. Que caerías del cielo, a lo mejor, alguna locura semejante. Que aparecerías en la puerta, como ayer, y me llevarías contigo. Un cuento de hadas. Como la princesa del castillo. Ahora estás aquí y es demasiado tarde.

– No digas eso -repuso Jake. Volvió la silla y se inclinó para mirarla de cerca-. No es demasiado tarde.

– ¿No? ¿Todavía quieres rescatarme? -Le pasó los dedos por el pelo.

– Te quiero.

Lena se detuvo.

– Volver a oír eso. Después de todos estos horrores.

– Se ha terminado. Ya estoy aquí.

– Sí, estás aquí -dijo Lena, con las manos en las mejillas de él-. Creía que nunca volvería a pasarme nada bueno. ¿Cómo voy a creerlo? ¿Aún me quieres?

– Nunca he dejado de quererte. Es imposible.

– Pero todo este horror… y ahora soy una vieja.

Jake alargó una mano y le tocó el pelo.

– Somos una pareja de viejos.

Esa noche durmieron muy juntos. Jake la abrazó como si fuera un escudo que ni siquiera las pesadillas podían atravesar.

8

Lena mejoraba día a día, así que el siguiente fin de semana ya pudo salir. Hannelore había encontrado «temporalmente» un nuevo amigo, y Jake y Lena habían pasado días enteros solos, en un feliz aislamiento que al final se había convertido en reclusión. Jake había escrito un segundo artículo -«Aventuras en el mercado negro», rusos y relojes de Mickey Mouse, la escasez de alimentos, siempre omitiendo con discreción a Danny y a sus chicas-, y Lena había dormido y leído mientras se recuperaba.

Sin embargo, los días se habían vuelto bochornosos; el húmedo verano berlinés que solía llevar a todo el mundo a los parques arremolinaba el polvo de los escombros y cubriría las ventanas de arenilla. Incluso Lena estaba inquieta.

Ninguno de los dos había visto el sector ruso; Lena se negaba a ir allí sola. Así que Jake la hizo subir al jeep y fueron en dirección este, cruzando el barrio de Mitte, por Gendarmenmarkt y luego Opernplatz, donde habían tenido lugar las quemas de libros. Todo había desaparecido. Al ver la catedral de Berlín desplomada a lo lejos, se desalentaron tanto que decidieron cambiar de planes y dar un paseo por Unter den Linden, la vieja actividad de los domingos. Nadie paseaba ya. Encontraron una cafetería improvisada entre las ruinas, justo antes del tramo en que Friedrichstrasse se llenaba de rusos sudando al sol.

– No se irán nunca -dijo Lena-. Todo se ha acabado.

– Los árboles volverán a crecer -comentó Jake mirando los tocones negros.

– Dios mío, mira el Adlon.

Jake, sin embargo, miraba al personaje que cruzaba la puerta del hotel. Por lo visto el edificio sólo estaba medio derruido. Sikorsky lo vio a él en ese mismo instante y se les acercó.

– Señor Geismar, al final se ha decidido a hacernos una visita -dijo mientras le daba la mano-. Para el té de la tarde, quizá.

– ¿Todavía lo sirven?

– Por supuesto, es una tradición, según me han dicho. Ahora no es tan elegante, pero sí más democrático, ¿verdad?

De hecho, todos los hombres que Jake veía en la puerta lucían refulgentes medallas y condecoraciones. Un paraíso de generales.

– En la parte de atrás aún quedan algunas habitaciones. Desde la mía se ve el jardín de Goebbels, o eso me han dicho que era. Discúlpeme -dijo, volviéndose hacia Lena-. Soy el general Sikorsky. -Una cordial reverencia.

– Lo siento -dijo Jake-. Fräulein Brandt. -¿Por qué no Frau?

– ¿Brandt? -repuso el general, mirándola con atención-. Es un nombre muy común en Alemania, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Es berlinesa? ¿Tiene familia aquí?

– No. Murieron todos. Cuando llegaron los rusos -dijo Lena, una inesperada provocación.

Sin embargo, Sikorsky se limitó a asentir con la cabeza.

– Los míos también. Mi esposa, dos hijos. En Kiev.

– Lo siento mucho -dijo Lena, avergonzada esta vez.

El general respondió con otro gesto de la cabeza.

– La suerte de la guerra. ¿Cómo es que una mujer tan hermosa sigue sin casarse?

– Estuve casada. El murió.

– Entonces, lo siento. Bueno, disfruten del paseo. Una triste vista -dijo Sikorsky mirando a la calle-. Hay mucho que hacer. Adiós.

– Hay mucho que hacer -repitió Lena cuando el general se hubo alejado-. ¿Quiénes lo han dejado así? Los rusos. ¿Has visto cómo me ha mirado?

– No le culpo, sabe reconocer a una chica guapa. -Jake se detuvo, le puso la mano en la mejilla y le tocó el pelo-. Eres guapa, ¿sabes? Mírate. Te ha vuelto el color a la cara. Como antes.

Lena lo miró y luego negó con la cabeza, tímida otra vez.

– No, no es eso. Recelo. Los rusos lo miran todo con recelo.

– Me han dicho que era de los servicios secretos. Miran a todo el mundo así. Vamos.