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Cruzaron la puerta de Brandeburgo, forrada aún de carteles gigantescos de los Tres Grandes.

– No hay árboles -dijo Lena-. Oh, Jake, volvamos.

– Iremos a Grunewald a dar un paseo por el bosque. ¿Te apetece?

– ¿No está como esto?

– No, y seguro que allí no hace tanto calor -dijo mientras se enjugaba el sudor de la cara.

– ¿Algo para la dama? -preguntó un alemán con abrigo y sombrero tirolés que se les había acercado desde el Reichstag.

– No -dijo Lena-. Váyase.

– Tejido de antes de la guerra -dijo el hombre, abrió el abrigo y sacó una prenda doblada-. Muy bonito. De mi esposa. Casi no se lo ha puesto. ¿Ven? -Desdobló el vestido.

– No, por favor. No me interesa.

– Piense en lo guapa que estará -le dijo a Jake-. Para el verano, fresco. Tenga, toque.

– ¿Cuánto cuesta?

– No, Jake, no lo quiero. Mira qué viejo, es de antes de la guerra.

Sin embargo, eso era lo que había llamado la atención de Jake, era como los vestidos que solía llevar ella.

– ¿Tiene cigarrillos? -preguntó el hombre con avidez.

Jake sostuvo el vestido frente a Lena. La cintura fruncida, la parte de arriba ablusada; tal como Lena había vestido siempre.

– Es bonito -dijo-. No te vendría mal.

– No, de verdad -insistió Lena, azorada, como si la estuvieran vistiendo en público y todo el mundo pudiera verla. Miró en derredor con la esperanza de ver a la policía militar con sus silbatos-. Lléveselo.

– Te sentaría muy bien.

Jake sacó un paquete de cigarrillos. ¿Cuál había dicho Hannelore que era la tarifa? Sin embargo, justo entonces apareció la policía militar, soldados británicos con porras blancas que dispersaban a la multitud como si fueran gallinas. El alemán agarró el paquete y le tiró el vestido a Jake.

– Mil gracias -dijo a toda prisa-. Una ganga, no lo lamentará. -Y echó a correr hacia el gran arco con el abrigo ondeando al viento.

– Oh, qué estupidez. Además, es demasiado. Un paquete entero.

– No pasa nada. Me siento rico. -La miró-. Hacía mucho que no te compraba nada.

Lena dobló el vestido.

– Mira, está arrugado.

– Te lo plancharé, estarás preciosa. -Le puso la mano en el pelo-. Con la melena suelta.

Ella lo miró.

– Ya no lo llevo así.

– A lo mejor un día, con horquillas -dijo, quitándole una.

Ella le apartó la mano.

– Ay, eres imposible. Ya nadie lo lleva así.

Regresaron al jeep. Pasaron por Charlottenburg, recorrieron largas avenidas en ruinas y con el aire lleno de polvo, hasta que al final vieron los árboles de las lindes de Grunewald y, más allá, el agua, donde el río se ensanchaba y formaba los lagos. Allí hacía menos calor, aunque no mucho menos. Las nubes cubrían el sol y el agua parecía una pizarra. La atmósfera seguía cargada de apático bochorno. En el viejo club de yates había banderas británicas, pero la leve brisa no lograba moverlas. Vieron dos barcas en el agua, quietas, con las velas tan inmóviles como dos pinceladas blancas en un cuadro. Sin embargo, por fin habían dejado atrás la ciudad. Frente a ellos no sólo estaban los amplios lagos y, al otro lado, las villas residenciales de Gatow, que se vislumbraban entre los árboles. Siguieron la carretera que bordeaba la orilla sin prestar atención a las zonas carbonizadas del bosque, oliendo los pinos, el aire limpio de antes.

– Esas barcas deberían volver, va a caer una tormenta. Dios santo, qué calor. -Lena se secó el rostro con un pañuelo.

– Vamos a meter los pies.

Sin embargo, el pequeño tramo de playa desierta estaba lleno de botellas y trozos de proyectiles que habían quedado varados en la orilla, una marea de escombros, así que cruzaron la carretera hacia los bosques. El aire era bochornoso pero apacible, no había excursionistas gritándose ni caballos chacoloteando por los caminos de montar. Estaban solos como nunca antes lo habían estado, siempre escondiéndose del gentío de los domingos. Una vez habían hecho el amor allí, detrás de unos arbustos, entre el trotar de los caballos a sólo unos metros de distancia y el peligro de ser descubiertos, que los excitaba tanto como la desnudez.

– Recuerdo aquel día… -empezó a decir él.

– Sí. Ya sé en qué piensas. Estaba muy nerviosa.

– Te gustó.

– Y a ti.

– Sí -repuso él, mirándola, sorprendido al sentirse excitado sólo con recordarlo.

– Seguro que nos vieron.

– Ahora no hay nadie -dijo Jake, e impulsivamente la apoyó contra un árbol y la besó.

– Oh, Jake -lo reprendió ella-, aquí no. -Pero dejó que la besara otra vez. Abrió la boca y de pronto lo sintió contra su cuerpo, ahogó un suspiro y se apartó-. No, no puedo.

– No pasa nada. No hay nadie…

– No es eso -dijo Lena, negando con la cabeza, angustiada-. Cualquiera que me toque…

– Yo no soy cualquiera.

– No puedo evitarlo. -Agachó la cabeza-. Da igual. Por favor.

Jake le acarició la mejilla.

– Lo siento.

– No sabes cómo fue -dijo, aún mirando al suelo.

– No será así -repuso él con suavidad, pero ella se apartó y se alejó del árbol.

– Como un cuchillo -dijo, asfixiándose-. Desgarrador…

– Calla.

– ¿Cómo voy a callar? Tú no lo sabes. Crees que todo acaba pasando. Pues no pasa. Aún veo su cara. Me tocas y veo su cara. ¿Es eso lo que quieres?

– No -dijo él despacio-. Quiero que me veas a mí.

Lena no dijo nada más, corrió hacia él y le puso la mano en el pecho.

– Te veo, pero es que… no puedo. -Jake asintió-. No me mires así.

¿Cómo la miraba? ¿Con un arrebato de vergüenza y decepción? El primer día soleado después de su enfermedad se había vuelto tenebroso como el cielo encapotado.

– No es importante -dijo Jake.

– No lo crees.

El le puso un dedo bajo la barbilla y se la levantó.

– Quiero hacer el amor contigo, es diferente. Esperaré.

Lena apoyó la cabeza en su pecho.

– Lo siento. Es que aún…

– Iremos poco a poco. -Un beso suave-. ¿Ves? -Paró y la cogió por los hombros-. No será así.

– Para ti no -espetó ella, hiriéndolo, y así consiguió que se apartara un poco.

Una voz nueva, que Jake nunca le había oído, pero ¿quién la conocía mejor que él, quién conocía cada pequeña parte de ella?

– Poco a poco -repitió, y le dio otro beso para tranquilizarla.

– ¿Y después qué? -preguntó ella, de mal humor.

– Después un poco más -repuso él. Sin embargo, antes de poder besarla, en el cielo estalló al fin un estruendoso trueno seguido de un destello de luz. Jake sonrió, qué oportuno-. Después esto. Esto es lo que pasa. ¿Ves?

Lena lo miró.

– ¿Cómo puedes bromear con algo así?

Jake le acarició el rostro.

– Se supone que es divertido. -Empezaron a caer las primeras gotas-. Vamos, no deberías mojarte.

Lena miró al suelo y se mordió el labio.

– ¿Y si nunca ocurre? -Se detuvo y lo cogió de la camisa sin hacer caso de la lluvia-. Lo haré si tú quieres -dijo, sin ninguna emoción-. Aquí mismo, como la otra vez. Si quieres.

– Con los ojos cerrados.

– Lo haré.

Jake negó con la cabeza.

– No quiero que veas la cara de otro.

Lena miró hacia otro lado.

– Te has enfadado. Pensaba que querías…

– Como antes, no así. -Le pasó un dedo por el pelo-. De todas formas, me estoy mojando, y no hay nada como una ducha fría para quitarse esas ideas de la cabeza -dijo en un intento de quitarle hierro al asunto, aunque todavía la notaba incómoda.

– Lo siento -dijo Lena, cabizbaja.

– No lo sientas -repuso él, limpiándole la lluvia de las mejillas-. Tenemos mucho tiempo. Todo el tiempo que queramos. Vamos, estás empapada.

Lena seguía con la cabeza gacha, ensimismada, mientras él la llevaba de vuelta a la carretera. La lluvia arreciaba, había inundado el jeep y azotaba sus rostros cuando se pusieron en marcha. Jake salió de la carretera principal y se internó en los bosques, como si los árboles fueran a cobijarlos, menuda locura, olvidando que en esa parte del parque los caminos eran de tierra, llenos de surcos y charcos. Cuando llegaron a la carretera recta que iba al este aceleró más, le preocupaba que Lena cogiera frío con la lluvia y enfermara otra vez. Ella iba agachada tras el parabrisas, acurrucada para evitar la lluvia, la excusa perfecta para recluirse en sí misma.