Lena volvió de nuevo la cara para besarlo, su respiración seguía siendo irregular, abrió los ojos. Te veo. Cuando se besaron, él empezó a moverse otra vez, todavía despacio porque no había prisa, allí estaban los dos, y sintió que jamás tendrían que separarse si él no aceleraba el ritmo, que jamás tendrían que dejar escapar ese instante. Su rostro estaba ahora enmarcado por las manos de ella, que lo besaba, su cuerpo suspendido aún por encima, y entonces se dio cuenta de que Lena se movía más deprisa, lo apresuraba, cada vez más húmeda.
– Estoy bien -dijo ella-, estoy bien.
Casi un sollozo, pero sonriente, dándole libertad para disfrutar.
Pero aquello era ya todo cuanto Jake deseaba, esa intimidad, estar allí los dos, y siguió moviéndose igual, sin ser ni siquiera consciente de que tenía el miembro a punto de explotar. «Sigue moviéndote. No pares.» Sintió las manos de ella en las nalgas, aterrándolo, empujándolo más al fondo porque también ella se movía, se balanceaba, algo que Jake no había esperado, y entonces tuvo que aguantar porque oyó unos tenues gritos y sintió que ella se envolvía a su alrededor. Una sensación que ya no era individual, que se extendía a ambos y. así, cuando Lena volvió a correrse con una serie de estremecimientos, también él estalló y vio que lo que había creído desear no lo era todo, a fin de cuentas, que también deseaba aquello, por fugaz que fuera.
No supo cuándo cayó junto a ella, abrazándola todavía, tampoco de cuándo salió su pene. Sólo veía los hombros de Lena, que temblaban a su lado.
– No llores -le dijo, acariciándole el pelo.
– No estoy llorando. No sé qué es. Nervios.
– Nervios.
– Hacía tanto tiempo…
Jake le pasó la mano por el hombro y sintió que los temblores empezaban a remitir.
– Te quiero. ¿Lo sabes?
Ella asintió mientras se frotaba los ojos.
– No sé por qué. Hago cosas horribles. ¿Cómo puedes querer a una persona que hace cosas horribles?
Balbuceos. Siguió acariciándole el hombro.
– Será por tus chistes -dijo él en voz baja.
– Mis chistes. Si dices que nunca hago chistes…
– Entonces no sé por qué.
Lena sonrió un poco, después estornudó.
– ¿Tienes un pañuelo?
– En los pantalones.
La vio levantarse, lánguida, caminar hasta la montaña de ropa, sacar su pañuelo y sonarse la nariz con delicadeza, con todo su cuerpo aún con partes enrojecidas, marcas del amor. Se quedó de pie un minuto, dejando que él la mirara, y luego sostuvo en alto los pantalones.
– ¿Quieres un cigarrillo? Siempre te gustaba fumarte uno.
– Me los he dejado abajo. No importa. Ven.
Se acurrucó junto a él, con la cabeza en su pecho.
– No te has dado cuenta de que las cortinas estaban abiertas.
– No, no me he dado cuenta -repuso ella, y tampoco hizo ningún movimiento para cubrirse ni intentar taparlos a los dos con la colcha.
– ¿Por qué has…?
– Cuando te he visto antes -contestó ella-. Tan blanco. Como un niño.
– Un niño.
– Mi amante -dijo, y le puso la mano sobre el pecho-. He pensado: «Lo conozco. Lo conozco, es mi amante».
– Sí.
– A lo mejor puedo volver a sentirlo. -Volvió la cabeza para mirarlo-. Cómo era estar contigo.
Esas palabras lo recorrieron por dentro en una oleada de bienestar tan completo que no deseó más que quedarse allí tumbado, abrazándola y escuchando la lluvia.
– Solía darme miedo -explicó Lena-, sentirme así. Pensaba que estaba mal. Quería tener una vida normal. Ser una buena mujer. Me criaron para eso.
– No -dijo él, acariciándola-. Para esto.
– De todas formas ahora, esa vida ha desaparecido. Ya no importa. -Echó la cabeza hacia atrás, se tumbó apaciblemente y miró la habitación por encima del pecho de él-. ¿Qué va a pasar ahora? -preguntó.
– Nos iremos a América.
– ¿Los alemanes son bien recibidos?
– La guerra ya ha terminado.
– Me parece que no para nosotros. Incluso aquí, los americanos te miran… ¿Qué creen que hicimos?
– No te preocupes por ellos. Iremos a alguna otra parte, donde nadie sepa quiénes somos. A África -dijo, medio en broma.
– África. ¿Qué harías allí?
– Esto. Todo el día. Si hace calor, cerraremos las persianas.
– Esto podemos hacerlo en cualquier lugar.
– Esa es la idea -dijo él.
La atrajo hacia sí y la besó. Ella se recostó sobre él y dejó caer la melena en su rostro.
– Un lugar nuevo -dijo.
– Eso es. -Le acarició las nalgas-. Sin más horrores.
Esas palabras ensombrecieron el rostro de Lena, que miró hacia la pared.
– Ese lugar no existe.
– Sí existe. -Le besó el hombro-. Olvidarás.
– No puedo -repuso ella, y volvió a mirarlo-. He matado. ¿Sabes lo que significa eso? No puedo olvidar la sangre. Estaba por todas partes, en mi pelo…
– Chsss -hizo él, y le puso la mano en la cabeza para acariciarla-. Ya no está ahí. Ha desaparecido.
– Pero es que maté a una persona…
– Tuviste que hacerlo.
– No. Ya había terminado. Ya no podía impedírselo y lo maté de todos modos. Con su pistola, mientras aún estaba encima de mí. Lo maté, y no tenía por qué hacerlo. Crees que soy la misma persona. -Ocultó el rostro-. Querría serlo. Querría fingir ser como antes, pero esto ya no es como antes.
– No, esto es ahora. Lena, escúchame. Te violó. Podría haberte matado. Todos hemos tenido que hacer cosas horribles en la guerra.
– ¿Tú también?
– Sí.
– ¿Qué cosas?
Jake tomó su rostro con ambas manos y la miró de frente.
– Las he olvidado.
– ¿Cómo puedes olvidar?
– Porque te he encontrado otra vez. El resto lo he olvidado.
Lena apartó la mirada.
– Y quieres que yo haga lo mismo.
– Lo harás. Seremos felices. ¿No es eso lo que quieres?
Ella esbozó una sonrisa.
– Empezaremos aquí. -Jake le cogió el rostro y empezó a besarlo, primero las mejillas, luego los labios, dibujando un mapa de ese nuevo lugar-. Ya hemos empezado. Todo se olvida cuando se hace el amor. Por eso lo inventaron.
Por fin se relajaron. No llegaron a dormirse pero sí se quedaron traspuestos, cobijados por el vapor que flotaba fuera después de la lluvia. Seguían allí tumbados, abrazados, cuando Jake oyó una puerta que se cerraba y pasos en la habitación de al lado. El mundo regresaba.
– Deberíamos vestirnos -dijo Lena.
– No, espera un poco -repuso él sin dejar de abrazarla.
– Tengo que lavarme -insistió, pero tampoco se movió, satisfecha con estar allí tumbada, aún medio dormida, hasta que oyeron unos breves golpes en la puerta.
– Oh -exclamó ella, y enseguida tiró de un extremo de la colcha para taparlos a los dos, aunque sólo a medias, cuando Liz abrió la puerta y se detuvo, sorprendida, avergonzada.
– Oh, lo siento -dijo, tragó saliva, retrocedió y cerró la puerta.
– Dios mío -dijo Lena mientras se levantaba de la cama, cogía su ropa y hacía con ella un bulto-. ¿No has cerrado con llave?
Jake la miró desde la cama con una sonrisa.
– ¿Cómo puedes reírte?
– Mírate, tapándote. Ven aquí.