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– Esto es absurdo -comentó Lena, sin hacerle caso-. ¿Qué va a pensar?

– ¿Qué te importa?

– No es agradable -repuso Lena y, entonces, al oírse, se echó a reír también-. Soy una mujer respetable.

– Lo eras.

Lena se llevó una mano a la boca para ocultar una sonrisa, un gesto infantil, después le tiró los pantalones a la cama y empezó a vestirse.

– ¿Qué vas a decirle?

– Que la próxima vez llame más veces -dijo Jake, que ya se había levantado y se estaba poniendo los pantalones.

– Pasa a menudo, ¿es eso?

– No -repuso él, acercándose para besarla-. Sólo esta vez.

– Vístete -insistió Lena, pero con una sonrisa. Se volvió hacia el espejo-. Oh, mírame. Llevo el pelo hecho un desastre. ¿No hay un peine?

– En el cajón. -Jake hizo un gesto en dirección al tocador de volantes. Se abotonó la camisa y empezó a atarse los cordones de los zapatos mientras la miraba en el espejo con la misma concentración absorta de siempre. Lena abrió el cajón y buscó dentro-. A la derecha -comentó él.

– No deberías dejar el dinero por aquí -advirtió Lena-. No es seguro.

– ¿Qué dinero?

Lena le enseñó el billete de cien marcos de Tully.

– Y sin cerrojo. Cualquiera podría…

Jake se acercó al tocador.

– Ah, eso. No es dinero. Es una prueba -dijo sin más, una palabra que quedaba tan lejos de su pensamiento como Tully y todo lo sucedido.

– ¿Qué quieres decir con una prueba?

Sin embargo, Jake ya no la escuchaba, miraba el billete. ¿Qué había dicho Danny? Una raya antes del número. Lo giró. Una raya, dinero ruso. Se quedó de pie un segundo, intentando pensar qué podía significar, después se rindió, todavía tenía la mente adormilada y no quería que nada le estropeara el día. Volvió a guardar el billete en el cajón y se inclinó para darle un beso a Lena en la cabeza. Aún olía a lavanda, mezclada con el aroma de ambos.

– Bajaré dentro de un par de minutos -dijo ella, ansiosa por marcharse, como si estuvieran en una habitación de hotel que habían reservado esa la tarde.

– Está bien. Nos iremos a casa -dijo Jake, contento al oír cómo sonaba eso.

Recogió los zapatos de Liz al salir. Llamó a su puerta y esperó en el pasillo a que le abriera.

– Hola, Jackson -dijo ella, aún avergonzada-. Lo siento mucho. La próxima vez cuelga una corbata en el pomo.

– Tus zapatos -dijo él al tiempo que se los devolvía-. Te los he cogido prestados.

– Seguro que estabas fenomenal con ellos.

– Los suyos estaban mojados.

Liz lo miró.

– Te has saltado las reglas de la casa, lo sabes, ¿no?

– No es lo que crees.

– ¿No? Podrías haberme mentido.

– Bueno, ¿qué era lo que querías? -preguntó, se sentía demasiado bien para querer explicar nada.

– Sobre todo, saber si estabas vivo. Todavía vives aquí, ¿verdad?

– He estado ocupado.

– Ajá. Y yo aquí, preocupada. Hombres. Ha venido gente preguntando por ti, por cierto.

– Después -repuso él, despreocupado-. Gracias por los zapatos, de verdad.

Liz se llevó uno a la frente a modo de saludo.

– Cuando quieras. Eh, Jackson -dijo, y lo retuvo un instante sin dejarlo marchar-. No te dejes acaramelar, es…

– No es lo que piensas -repitió él.

Liz sonrió.

– Pues deja de sonreír.

– ¿Eso hago?

– De oreja a oreja.

¿Eso hacía? Bajó la escalera preguntándose si su rostro sería como un letrero luminoso que los delataba. Qué descuidados. Aunque ¿qué importaba?

Apagó el fonógrafo y por fin se fumó ese cigarrillo, de pie en lugar de en la cama; el ritual de siempre pero reinventado, como todo lo demás. ¿Cuánto había tardado Lena en bajar vestida así, deseándolo? Fuera, las hojas mojadas brillaban con la nueva luz, relucientes como monedas. Dinero ruso. Tully llevaba dinero ruso. Su mente, aún algo ida, jugaba con esa idea cuando oyó fuertes pisadas en la entrada. Era Bernie, que se limpiaba los pies en la estera y sacudía un paraguas, un chico cuidadoso que practicaba al piano.

– ¿Dónde demonios te habías metido? -espetó, apremiándolo-. Hacía días que te buscaba. -Una pequeña acusación.

– He estado trabajando -dijo Jake, su única excusa legítima. ¿Sonreía?

– Tengo más cosas que hacer, ¿sabes?, aparte de ser tu chico de los recados. Y encima desapareces -dijo Bernie con una voz tan chirriante como un despertador.

– ¿Has recibido noticias de Francfort? -preguntó Jake, cayendo en la cuenta.

– Muchas. Tenemos que hablar. No me dijiste que las dos cosas estaban relacionadas.

Dejó los expedientes que llevaba encima del piano, como si estuviera a punto de arremangarse y ponerse a trabajar.

– ¿Puede esperar? -preguntó Jake, que seguía en otro planeta.

Bernie lo miró sin salir de su asombro.

– Está bien -cedió Jake-. ¿Qué te han dicho?

Sin embargo, Bernie seguía mirando fijamente a su espalda, a Lena, que bajaba la escalera con el pelo recogido otra vez, otra vez decente, aunque el vestido se balanceaba con ella: otra gran entrada. Se detuvo en la puerta.

– Lena -dijo Jake-. Quiero presentarte a alguien. -Se volvió hacia Bernie-. La he encontrado. Bernie, ésta es Lena Brandt.

Bernie no dejaba de mirarla, después asintió con torpeza, tan cohibido como Liz.

– Nos ha pillado la lluvia -dijo Jake, sonriendo.

Lena masculló un educado saludo.

– Deberíamos irnos -le dijo a Jake.

– Espera un momento, Bernie me ha estado ayudando con un artículo. -Lo miró-. ¿Qué te han dicho?

– Puede esperar -repuso Bernie sin apartar la mirada de Lena, azorado, como si hiciese semanas que no veía a una mujer.

– No, no pasa nada. ¿Que relación hay? -Ya sentía curiosidad.

– Hablaremos después -dijo Bernie, mirando a otro lado.

– Después no estaré aquí. -Entonces, al reparar en el azotamiento del fiscal de distrito, añadió-: No pasa nada. Lena… está conmigo. Vamos, habla. ¿Ha habido suerte?

Bernie asintió, muy a su pesar.

– Un poco -dijo, pero la miraba a ella-. Hemos localizado a su marido.

Por unos instantes, Lena permaneció inmóvil. Después se dejó caer en la banqueta del piano, sosteniéndose en el borde.

– ¿No está muerto? -dijo al fin.

– No.

– Pensaba que estaba muerto -dijo con una voz inexpresiva-. ¿Dónde está?

– En Kransberg. O allí estaba, al menos.

– ¿Es una cárcel? -preguntó Lena, con su voz aún impasible.

– Un castillo. Cerca de Francfort. No es exactamente una cárcel. Es más bien una casa de huéspedes, para gente con la que queremos hablar. El cubo de la basura.

– No lo entiendo -repuso ella, desconcertada.

– Así lo llaman. Hay otro cerca de París: Ashcan. Ambos de basura en los que han confinado a los científicos. ¿Sabe que formó parte del equipo de los misiles?

Lena negó con la cabeza.

– Nunca me hablaba de su trabajo.

– ¿De verdad?

Lo miró fijamente y repitió:

– Nunca. Yo no sé nada.

– Entonces le parecerá interesante -dijo Bernie con crudeza-. A mí me lo pareció. Se encargaba de los cálculos numéricos. Trayectorias. Capacidad de combustible. Todo excepto las bajas de Londres.

– ¿Lo culpa por eso? También hubo bajas en Berlín.

Jake estaba de pie, como si siguiera un partido de tenis, y en ese momento la miró a ella, sorprendido ante la firmeza de su réplica. Una guardería cubierta de lápidas de cemento.

– No causadas por proyectiles dirigidos -adujo Bernie-. Nosotros no contábamos con sus conocimientos.

– Pero ahora se los sacarán -dijo Lena con inesperada amargura-. En la cárcel. -Se levantó y caminó hasta la ventana-. ¿Puedo verlo?

Bernie asintió.

– Si lo encontramos.

Esa frase dejó a Jake atónito.