– ¿Qué quieres decir?
Bernie se volvió hacia él.
– Ha desaparecido. Hace unas dos semanas. Un buen día se marchó. Los tiene a todos subiéndose por las paredes. Por lo visto era uno de los elegidos de Von Braun -dijo, mirando a Lena-. No podía prescindir de él. He querido hacer unas averiguaciones rutinarias y medio Francfort se me ha echado encima. Por lo visto creen que ha venido a buscarla a usted -le dijo a Lena-. Por lo menos Von Braun. Dice que ya lo había intentado antes, que estaban en Garmisch, seguros y a salvo, esperando el desenlace, y él vino a Berlín para sacar de aquí a su esposa antes de que llegaran los rusos. ¿Es eso cierto?
– No me sacó de aquí -repuso Lena con calma.
– Pero ¿estuvo aquí?
– Sí. Vino a por mí… y a por su padre, pero ya era demasiado tarde. Los rusos… -Miró a Jake-. No consiguió entrar. Pensé que lo habían matado. Esos últimos días… Era una locura arriesgarse así.
– A lo mejor él creyó que valía la pena -dijo Bernie-. De todas formas, eso es lo que creen ahora. De hecho, la buscan a usted.
– ¿A mí?
– Por si están en lo cierto. Quieren dar con él.
– ¿Quieren detenerme a mí también?
– No, creo que la idea es que sea usted el señuelo. El vendrá a buscarla. ¿Para qué otra cosa querría salir de allí? Todos los demás intentan entrar. Kransberg está reservado a huéspedes especiales. Nos gusta tener cómodos a los grandes nazis.
– El no es un nazi -dijo Lena sin entusiasmo.
– Bueno, eso es cuestión de opiniones. No se preocupe, no puedo tocarlo. Los de las unidades técnicas han restringido el acceso a Kransberg. Los científicos resultan demasiado valiosos para ser nazis. No importa lo que hicieran. Debería haberse quedado donde estaba, a gusto y bien cómodo. Jugando al ping-pong por las tardes, según me han dicho. Da que pensar, ¿verdad?
– Bernie… -empezó a decir Jake.
– Sí, ya lo sé, que lo deje. No se puede luchar contra ellos. Cada vez que nos acercamos a algo, los chicos de las unidades técnicas nos quitan el expediente de las manos y dicen que es un caso especial. He oído que ahora quieren llevárselos a Estados Unidos, a todo el condenado equipo. Negocian sueldos. Sueldos. No me extraña que quisieran rendirse. -Le hizo un gesto a Lena-. Esperemos que la encuentre pronto, no querrá usted perder el barco. -Hizo una pausa-. O a lo mejor sí -dijo, mirando a Jake.
– Eso está totalmente fuera de lugar-dijo Jake.
– Lo siento. No me haga caso -le dijo a Lena-. Son gajes del oficio, nos falta personal. -Volvió a mirar a Jake-. Aunque, las unidades técnicas son otra cosa. Allí les sobra gente. -Se dirigió otra vez a Lena-. Si aparece, llame a alguno de ellos. Se alegrarán de recibir noticias.
– ¿Y si no aparece? -preguntó Jake-. Has dicho que hace ya dos semanas.
– Pues empezad a buscar. Supongo que queréis encontrarlo.
Jake lo miró con desconcierto.
– ¿De qué lo acusan exactamente?
– En sentido estricto, de nada. Sólo de marcharse de Kransberg. Una falta de respeto, viniendo de un huésped honorable. Sin embargo, ha hecho que los demás se pongan algo nerviosos. Les gusta estar juntos, supongo que porque así tienen una posición más fuerte para negociar. Además, los chicos de las unidades técnicas han tenido que reforzar la seguridad, claro, lo cual va en detrimento de la atmósfera de club de campo que exuda el lugar. Así que les gustaría que volviera.
– ¿Se fue sin más?
– No. Esa es la parte que te interesará. Tenía un permiso, todo era oficial.
– ¿Por qué va a interesarme?
Bernie se acercó al piano y abrió un expediente.
– Mira la firma -dijo mientras le pasaba a Jake una copia de papel carbón.
– Teniente Patrick Tully -leyó Jake en voz alta, con gran esfuerzo.
Alzó la vista y vio que Bernie lo estaba mirando.
– Me preguntaba si lo sabías -dijo Bernie-. Veo que no. Por tu cara. ¿Te interesa ahora?
– ¿Quién es? -preguntó Lena.
– Un soldado al que mataron la semana pasada -dijo Jake sin dejar de mirar el documento.
– ¿Y está acusando a Emil? -le preguntó angustiada a Bernie.
Él se encogió de hombros.
– Lo único que sé es que dos hombres desaparecieron de Kransberg y que uno de ellos está muerto.
Jake meneó la cabeza.
– Te equivocas. Lo conozco.
– Ah, eso lo hará todo mucho más agradable.
Jake lo miró, pero lo dejó correr.
– ¿Por qué le firmaría Tully un permiso para salir?
– Ésa es la cuestión, ¿no te parece? Se me había ocurrido que un documento así debe de ser muy caro. El único problema es que los huéspedes de Kransberg no tienen dinero, o al menos no deberían. ¿Quién necesita dinero en metálico cuando se tiene servicio de habitaciones por cortesía del gobierno de Estados Unidos?
Jake volvió a negar con la cabeza.
– El dinero no era de Emil -dijo pensando en la raya de delante del número de serie, pero Bernie ya había pasado a otra cosa.
– Pues sería de otro, pero entre ellos había negocios. Tully no era un filántropo. -Abrió otra carpeta-. Toma, para antes de dormir. Se metió en un chanchullo tras otro desde que cruzó el Canal. Claro que, por este informe, nadie lo diría. Sólo aparecen una serie de traslados. La habitual solución del GM: pasarle el problema a otro.
– Entonces, ¿por qué lo enviaron a un sitio como Kransberg?
Bernie asintió con la cabeza.
– Ya lo he preguntado. Querían apartarlo de los civiles. Fue el representante del GM en una ciudad de Hesse, y las cosas se pusieron tan feas que los alemanes llegaron a presentar quejas. Hauptmann Sobornos, lo llamaban… Una locura. Se paseaba por ahí con sus botas, y hasta con una fusta. La gente creía que habían vuelto las SS. Así que el GM tuvo que llevárselo a otra parte. Después lo castigaron al campo de detenidos de Bensheim. Allí no había mercado negro, puede que sólo unos cuantos cigarrillos, pero ¿qué demonios? Según me han dicho, empezó a vender papeles de descargo. No te molestes en leer nada, el informe sólo dice que lo «relevaron». Precioso. Lo descubrieron porque se quedó sin clientes y empezó a arrestarlos de nuevo cuando ya estaban fuera. Creía que volverían a pagarle. Uno de ellos puso el grito en el cielo y, de pronto, ya lo habían trasladado a Kransberg. Seguramente pensaron que allí no podría hacer de las suyas. Nadie quiere largarse de Kransberg.
– Excepto Emil -apuntó Jake.
– Evidentemente.
– Pero ¿qué dijeron cuando vieron que Emil no estaba? ¿La gente va y viene como si nada?
– Como tenía los papeles en regla, los guardias no creyeron que hubiera nada raro. Además, el propio Tully lo sacó en coche. Verás, la idea es que no se trata de una cárcel, y de vez en cuando los científicos van a la ciudad escoltados. Así que nadie pensó que hubiera nada extraño. Después, al ver que no volvía, Tully dijo que él era el primer sorprendido.
– ¿No tendría que haberlo vigilado?
– ¿Qué se le va a hacer? Tully tenía un permiso de fin de semana, no quería hacer de niñera. Dijo que confiaba en él, que Emil le dijo que era algo personal, un asunto de familia, y él no quiso entrometerse -explicó Bernie, y miró de nuevo a Lena.
– ¿Y nadie dijo nada?
– Sí, claro, pero no se le puede montar un consejo de guerra a un hombre por ser estúpido. No si cree que le está haciendo un favor a un huésped respetable. Lo mejor es trasladarlo a otra parte. Me jugaría un buen dinero a que sólo era cuestión de tiempo que le cambiaran el destino, pero entonces se fue a Potsdam. Y ahí entras tú.
Jake había abierto el expediente y estaba mirando la fotografía grapada en la primera hoja: un rostro joven, y no abotargado tras una noche flotando en el Jungfernsee. Intentó imaginar a Tully paseándose por un pueblo de Hesse con una fusta, pero su rostro era anodino y franco, como el de los chicos que se ven en los taburetes de las cafeterías de Natick, Massachusetts. La guerra, no obstante, cambiaba a todo el mundo.