– Lena, me alegro de que hayas venido -dijo, más con cortesía que con afabilidad, como si recibiera a una antigua alumna.
Entonces reparó en el uniforme de Jake y se le crispó la mirada.
– Está muerto -dijo sin ninguna emoción.
– No, no. Es amigo de Emil -explicó Lena, y los presentó.
El profesor Brandt ofreció una adusta mano.
– De días más felices, supongo.
– Sí, de antes de la guerra -repuso Jake.
– Entonces es usted bienvenido. Creía que se trataba de una visita oficial. -Un atisbo de alivio que ni siquiera su rostro contenido logró ocultar-. Lo siento, no tengo nada que ofrecerles. Ahora se hace difícil -dijo, y señaló a la sala apretada, donde la luz entraba en rayos irregulares a través de una ventana rota y parcheada con tablones-. ¿A lo mejor les gustaría dar una vuelta por el parque? Es más agradable, con este tiempo.
– No podemos quedarnos mucho.
– Un paseo corto, entonces -dijo, claramente abochornado por el aspecto que ofrecía la habitación e impaciente por salir de allí. Se dirigió a Lena-: Pero antes tengo que decirte lo mucho que lo siento. El doctor Kunstler estuvo aquí. Ya sabes que le pedí que hiciera averiguaciones en Hamburgo. Tus padres. Lo siento -dijo, pronunciando sus palabras con tanta formalidad como si fueran un panegírico.
– Oh -dijo ella. El sonido quedó atrapado en su garganta en forma de gemido-. ¿Los dos?
– Sí, los dos.
– Oh -repitió.
Se dejó caer en una silla y se cubrió los ojos con una mano.
Jake esperaba que el profesor Brandt se acercara a consolarla, pero el hombre, por el contrario, se apartó y la dejó a solas con la noticia. Jake la miró con torpeza, atrapado con impotencia en su papel de amigo de la familia, incapaz de hacer otra cosa que guardar silencio.
– ¿Un poco de agua? -ofreció el profesor Brandt.
Lena negó con la cabeza.
– Los dos. ¿Seguro?
– Los archivos… Había mucha confusión, ya puedes imaginarte, pero los identificaron.
– Así que ya no queda nadie -dijo para sí en voz baja.
Jake recordó a Breimer mirando por la ventanilla del avión aquel paisaje desolado. Su merecido. Edificios destrozados.
– ¿Estás bien? -preguntó Jake.
Lena asintió, después se puso en pie y se alisó la falda, para recuperar la compostura.
– Sabía que tenía que ser así. Pero al oírlo… -Se volvió hacia el profesor Brandt-: Quizá me vendría bien dar una vuelta. Un poco de aire.
El hombre cogió el sombrero con alivio y los hizo salir por el pasillo, pero en dirección contraria a la entrada principal. Lena iba algo rezagada y no hacía caso del brazo que le ofrecía Jake.
– Iremos por la parte de atrás. El edificio está vigilado.
– ¿Quién lo vigila? -preguntó Jake con sorpresa.
– El joven Willi. Le pagan, creo. Siempre está en la calle, él o alguno de sus amigos. Con cigarrillos. ¿De dónde los sacan? Ese chico siempre ha sido un chivato.
– ¿Quién le paga?
El profesor Brandt se encogió de hombros.
– Ladrones, quizá. Claro que puede que no me estén vigilando a mí, sino a alguien más del edificio. Esperan una oportunidad, pero yo prefiero que no sepan dónde estoy.
– ¿Está seguro? -comentó Jake mirando su pelo blanco. Imaginaciones de un anciano que protege su habitación de ventanas tapiadas.
– Señor Geismar, todos los alemanes somos expertos en estos temas. Hace doce años que vivimos vigilados. Lo sabría hasta con los ojos cerrados. Ya hemos llegado. -Abrió la puerta trasera y dejó pasar la luz cegadora-. Nadie, ¿lo ve?
– ¿Deduzco que Emil no ha estado aquí? -preguntó Jake, dándole aún vueltas a la cabeza.
– ¿Por eso ha venido? Lo siento, no sé dónde está. Quizá muerto.
– No, está vivo. Ha estado en Francfort. El profesor Brandt se detuvo.
– Vivo. ¿Con los americanos?
– Sí.
– Gracias a Dios. Pensaba que los rusos… -Echó a andar de nuevo-. Así que logró salir. Dijo que el puente de Spandau seguía abierto. Pensé que estaba loco. Los rusos estaban…
– Se fue de Francfort hace dos semanas -lo interrumpió Jake-. Vino a Berlín. Esperaba que hubiera venido a verlo.
– No, a mí no vendría a verme.
– Para encontrar a Lena, quiero decir -añadió Jake con torpeza.
– No, sólo el ruso.
– ¿Lo buscaba un ruso?
– A Lena -respondió el hombre con ciertas dudas-. Como si yo fuera a ayudarlo. El muy cerdo.
– ¿A mí? -terció Lena, que sí seguía la conversación. El profesor Brandt asintió con la cabeza, pero evitó su mirada.
– ¿Para qué? -preguntó Jake.
– No hice preguntas -contestó el profesor con voz casi remilgada.
– Pero no quería nada de Emil -insistió Jake, pensando en voz alta.
– ¿Por qué habría de querer a Emil? Pensaba que…
– ¿Dejó algún nombre?
– No dan nombres. Ellos no.
– ¿Usted no preguntó? ¿Un ruso que hace averiguaciones en el sector británico?
El profesor Brandt se detuvo, molesto, como si lo hubieran pillado haciendo algo indecente.
– No quería saberlo. Verá… Creía que era personal. -Miró a Lena-. Lo siento, no te ofendas. Pensé que a lo mejor era amigo tuyo. Hay tantas alemanas que… Se oye todos los días.
– ¿Qué creías? -preguntó ella, enfadada.
– No soy quién para juzgar estas cosas -repuso el hombre en un tono correcto y distante.
Lena se lo quedó mirando con una expresión dura.
– No, pero las juzgas. Lo juzgas todo. Ahora a mí. ¿Eso pensaste? ¿La puta de un ruso? -Apartó la mirada-. Oh, no sé de qué me sorprendo. Siempre piensas lo peor. Mira cómo juzgaste a Emil, tu propia sangre.
– Mi propia sangre. Un nazi.
Lena hizo un gesto con la mano.
– Nada cambia. Nada -dijo, y echó a andar por delante de ellos para calmar su enfado.
Cruzaron la calle con tranquilidad. Jake se sentía como un intruso en una pelea familiar.
– Ella no es así -dijo al fin el profesor Brandt-. Debe de ser por las malas noticias. -Miró a Jake-. ¿Ha pasado algo? Ese ruso… ¿Tiene que ver con Emil?
– No lo sé, pero avíseme si vuelve.
El profesor Brandt miró a Jake con atención.
– ¿Puedo preguntar qué hace usted exactamente en el ejército?
– No estoy en el ejército. Soy reportero. Nos hacen llevar uniforme.
– Por su trabajo. Eso es también lo que decía Emil. ¿Lo está buscando como amigo? ¿Nada más?
– Como amigo.
– ¿No está arrestado?
– No.
– Pensé que a lo mejor… esos juicios. ¿No van a juzgarlo?
– No, ¿por qué iban a hacerlo? Que yo sepa, no ha hecho nada.
El profesor Brandt lo miró con curiosidad y luego suspiró.
– No, sólo esto -dijo, y señaló en dirección al palacio derruido-. Esto es lo que han hecho, él y sus amigos.
Se estaban acercando al palacio desde el oeste, donde el terreno seguía cubierto de añicos de cristal del invernadero destrozado. El Versalles de Berlín. El edificio había recibido un impacto directo, el ala este había quedado demolida y los pálidos muros amarillentos que seguían en pie estaban tiznados de negro. Lena caminaba por delante, hacia los jardines que ahora eran irreconocibles: un lodazal yermo lleno de restos de metralla.