Emil no aparecía. Pasaron los siguientes días sumidos en una especie de espera apática, mirando por la ventana y oyendo pasos en el silencioso descansillo. Cuando hacían el amor, se daban prisa, como si esperasen que alguien apareciera en cualquier momento en la puerta, que se les acabara el tiempo. Hannelore había vuelto, su ruso había seguido camino, y su presencia y su parloteo incesante, tan ajeno a la espera, acrecentaba la tensión. Jake tenía la sensación de estar caminando de un lado para otro incluso cuando estaba sentado, mirando cómo la chica se echaba las cartas en la mesa durante horas, hasta que el futuro le sonría.
– ¿Lo ves? Ahí vuelve a aparecer él. Las picas simbolizan fuerza, eso dice Frau Hinkel. Lena, tienes que ir a verla, no creerás todo lo que ve. Yo pensaba que, bueno, que sería divertido, pero esa mujer sabe cosas. Sabía lo de mi madre. ¿Cómo podía saberlo? Yo no le dije una palabra. Además, no es que sea una gitana… es alemana. Imagínate, todo este tiempo ha estado justo detrás del KaDeWe. Tiene un don. Mira, otra vez la jota. ¿Lo ves? Dos hombres, como dijo ella.
– ¿Sólo dos? -comentó Lena con una sonrisa.
– Dos matrimonios. Yo le digo que con uno basta, pero no, ella dice que siempre me salen dos.
– ¿De qué sirve saber todo eso? Durante el primer matrimonio no dejarás de preguntarte por el segundo.
Hannelore suspiró.
– Supongo que sí. Pero deberías ir.
– Ve tú -dijo Lena-. Yo no quiero saberlo.
Era cierto. Mientras Jake esperaba y trabajaba en el crucigrama que ocupaba su pensamiento -Tully vertical, Emil horizontal; cómo encajarlos-, Lena parecía extrañamente satisfecha, como si hubiese decidido dejar que las cosas se solucionasen solas. La noticia de sus padres la había entristecido, pero enseguida pareció olvidarla, con una especie de fatalismo que Jake suponía que había llegado con la guerra, cuando bastaba con despertar con vida. Por la mañana, Lena iba a una guardería de desplazados a ayudar con los niños; por la tarde, cuando Hannelore salía, hacían el amor; por la noche, convertía las latas de raciones en un banquete. Se mantenía ocupada con la vida cotidiana sin mirar más allá. Era Jake quien esperaba sin saber qué hacer.
Salieron. Había música en una iglesia sin tejado, la noche era húmeda y los cansados civiles alemanes movían la cabeza al ritmo de un rasgueante trío de Beethoven. Jake tomaba notas para un artículo, seguro que a Collier's le gustaría la idea de que surgiera música de entre las ruinas, una ciudad que revivía. Luego fueron a Ronny's para ver a Danny, pero cuando llegaron allí los gritos de los borrachos se oían hasta en la calle y Lena se plantó. Jake entró solo, pero no encontró a Danny ni a Gunther, así que siguieron camino a lo largo de la Ku'damm hasta un cine que habían abierto los ingleses. En la sala, calurosa y abarrotada, proyectaban Un espíritu burlón y, para su sorpresa, al público -todo soldados- le encantó. Clamaban cuando salía Madame Arcati, silbaban al ver el vaporoso camisón de Kay Hammond. Vestirse para la cena y luego tomar el café y el coñac en el salón… Todo aquello parecía salido de otro planeta.
No se sintieron otra vez en Berlín hasta que el exuberante color cambió al blanco y negro granulado del noticiario: Attlee llegaba para ocupar el lugar de Churchill, otra sesión fotográfica en Cecilienhof, los nuevos Tres dispuestos en la terraza igual que los antiguos Tres la primera vez, antes de que empezara a volar dinero por todo el jardín. Después se vio el partido de fútbol americano entre Aliados, con Breimer al micrófono, ganando la paz, y puños alzados al fondo cuando los británicos lograron su único tanto. Jake sonrió. En aquella amalgama de escenas empalmadas, al menos, habían ganado el partido. La siguiente escena era la de una casa derrumbándose. «Otra clase de touchdown: un periodista americano ha protagonizado un arriesgado rescate…»
– Dios mío, eres tú -dijo Lena mientras lo agarraba del brazo.
Jake se vio en la entrada de la casa con el brazo alrededor de la alemana, como si acabasen de salir del derrumbe, y por un instante él mismo llegó a olvidar lo que había sucedido en realidad, pues la cronología de la película resultaba más convincente que el recuerdo.
– No me lo habías dicho.
– No sucedió así -susurró él.
– ¿No? Pero si se ve…
¿Qué iba a decirle? ¿Que sólo parecía que estuviera allí? La película lo hacía real. Cambió de postura en el asiento, incómodo. ¿Y si nada era lo que parecía? Un partido, un héroe del noticiario. La forma en que se miraban las cosas determinaba lo que eran. Un cadáver en Potsdam. Un fajo de billetes. Una cosa llevaba a la otra, pieza a pieza, pero ¿y si estaban mal ordenadas? ¿Y si la casa se había derrumbado después?
Cuando se encendieron las luces, Lena tomó su silencio por modestia.
– Y no me lo habías dicho. De modo que ahora eres famoso -dijo, sonriendo.
Jake la llevó hasta el enjambre de uniformes caquis británicos del pasillo.
– ¿Cómo la sacaste de allí? -preguntó Lena.
– Salimos andando. Lena, eso no sucedió.
Sin embargo, en la expresión de ella vio que sí había sucedido, y se rindió. Llegaron al vestíbulo, junto al grupo de oficiales británicos y sus Hannelores.
– Vaya, el hombre del momento en persona. -Brian Stanley, tirándole de la manga-. Un héroe, nada menos. No salgo de mi asombro.
Jake esbozó una sonrisa.
– Yo tampoco -dijo, y le presentó a Lena.
– Fräulein -dijo Brian mientras le daba la mano-. ¿Qué pensamos ahora de él? Muy de héroe de película, debo decir. ¿Os apetece una copa?
– En otra ocasión -dijo Jake.
– Ah, conque ésas tenemos. ¿Te ha gustado la película? Aparte de tu aparición, quiero decir.
Cruzaron la puerta para salir al tibio aire nocturno.
– Claro. ¿A ti te ha puesto nostálgico?
– Querido chaval, ésa es la Inglaterra que nunca existió. Ahora somos la tierra del hombre de a pie, ¿no te habías enterado? El señor Attlee insiste en ello. Claro que yo mismo soy muy de a pie, así que no me importa.
– Aun así, en la película se ve una Inglaterra bastante fastuosa -dijo Jake.
– Como ha de ser. La filmaron antes de la guerra, ¿no lo sabías? No podían estrenarla mientras la estuvieran representando en el teatro y, como estuvo una eternidad en cartel, ahora empiezan a proyectarla. Ya ves lo joven que se ve a Rex.
– Cuánto sabes -apuntó Jake. Otro truco cronológico.
Brian encendió un cigarrillo.
– ¿Cómo llevas tu caso del chico de las botas?
– No lo llevo. He estado entretenido.
Brian miró a Lena.
– Con la conferencia no, desde luego. Nunca te veo por allí. El caso es que has logrado que le dé vueltas a la cabeza. Sobre el equipaje y todo eso. Lo que me intriga, para empezar, es cómo subió al avión.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, las plazas estaban muy disputadas, como recordarás. Había que mover todos los hilos posibles para subir a ese trasto.
– ¿Qué hilos movió él? -dijo Jake para terminar el razonamiento.
– Algo así. Allí estábamos todos como sardinas en lata. El Honorable y todos los demás. De repente sube uno más. En el último momento. Sin maletas, como si no hubiese esperado viajar. Más bien como si lo hubiesen convocado, no sé si me sigues.
Sin embargo, Jake ya había ido mucho más allá, hasta algo completamente diferente: ¿cómo lo había logrado Emil? Nadie subía a un avión como si tal cosa, y menos aún un alemán.
– Supongo que no encontrarían órdenes de viaje -estaba diciendo Brian.
– No que yo sepa.
– Claro que pudo recurrir a la vieja treta de untar a alguien… Yo mismo lo he hecho. Pero ¿y si alguien lo hubiera autorizado? Si tanta curiosidad sientes, a lo mejor te sería útil saberlo.
– Sí-dijo Jake.