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– Yo también estaba aquí.

– Pero no eras alemán. Para ti siempre había algo más, pero ¿para Emil? No sé, no puedo responder por él. A lo mejor su padre tiene razón, pero tu amigo quiere convertirlo en un criminal. Nunca lo fue. No fue de las SS.

– Le dieron una medalla. Está en su expediente. Lo he visto. Por servicios prestados al Estado. ¿Lo sabías?

Lena negó con la cabeza.

– ¿No te lo dijo? Pero ¿es que no hablabais? Estabais casados. ¿Cómo puede ser que no hablarais?

Lena se detuvo, miró hacia Olivaerplatz, vacía e iluminada por la luz de la luna.

– De modo que quieres hablar de Emil. Sí, ¿por qué no? Está con nosotros. Como en la película de hoy, es el fantasma que regresa. Siempre está en la habitación. No, nunca me dijo nada. A lo mejor creyó que era mejor así. Servicios prestados al Estado. Dios mío. Por sus números. -Alzó la mirada-. No lo sabía. ¿Qué quieres que te diga? ¿Cómo se puede vivir con alguien y no conocerlo? ¿Crees que es duro? Es fácil. Al principio hablas, pero luego… -Perdió la voz, volvió a sumirse en el recuerdo-. No sé por qué. Porque era trabajo, supongo. No hablábamos de eso. ¿Cómo íbamos a hacerlo? Yo no lo entendía, pero él vivía para su trabajo. Luego, cuando empezó la guerra, todo era secreto. Secreto. No se lo permitían. Así que hablas de cosas cotidianas, minucias, y al cabo de un tiempo ni siquiera de eso, porque ya has perdido la costumbre. No tienes nada de qué hablar.

– Teníais al niño.

Lena lo miró, incómoda.

– Sí, teníamos al niño. Hablábamos de él. A lo mejor por eso no me di cuenta. Emil pasaba mucho tiempo fuera y yo tenía a Peter. Así eran las cosas entre nosotros. Luego, después de lo de Peter… dejamos incluso de hablar. ¿Qué había que decir? -Se apartó-. No le culpo. No podría. Fue un buen padre, un buen marido. ¿Y yo? ¿Fui una buena esposa? Una vez lo intenté. Durante todo el tiempo que estuvimos… -Volvió a mirarlo-. No fue él. Fui yo. Yo dejé de hablarle.

– ¿Por qué te casaste con él?

Lena se encogió de hombros y esbozó una amarga sonrisa.

– Quería casarme. Tener mi propia casa. En aquellos tiempos no era tan fácil, ¿sabes? Si eras una buena chica, te quedabas en casa. Cuando llegue a Berlín tuve que vivir con Frau Willentz, que conocía a mis padres, y eso era peor, siempre estaba esperándome en la puerta cuando llegaba. Verás, a esa edad… -Se interrumpió-. Ahora parece una tontería. Quería mi propia vajilla. Platos. Además, le tenía cariño a Emil. Era agradable, de buena familia. Su padre era profesor, ni siquiera mis padres podían oponerse. A todo el mundo le parecía bien y yo conseguí mis platos. Tenían flores, amapolas. Los perdí en el primer ataque aéreo. Así sin…

Miró a los edificios desmoronados y luego retomó el hilo de la conversación:

– Ahora me pregunto por qué quería eso. Toda esa vida. No sé, ¿quién sabe por qué hacemos lo que hacemos? ¿Por qué me fui contigo?

– Porque te lo pedí.

– Sí, me lo pediste -dijo ella, mirando aún a los edificios-. Lo supe, incluso esa primera vez. En esa fiesta del Club de Prensa. Recuerdo que pensé que nadie me había mirado nunca así. Como si conocieras un secreto mío.

– ¿Qué secreto?

– Que te diría que sí. Que yo era así, y no una buena esposa.

– No digas eso -repuso Jake.

– De modo que no pude serle fiel -dijo Lena como si no lo hubiera oído-. Pero no quiero hacerle daño. ¿No basta con abandonarlo? ¿Ahora también tenemos que hacer de policías y esperarlo aquí, como arañas, para atraparlo?

– Nadie intenta atraparlo. Según Bernie, quieren ofrecerle un trabajo.

– Van tras su cerebro. ¿Y después qué? Oh, vayámonos de aquí. Vayámonos de Berlín.

– Lena, no puedo sacarte de Alemania, ya lo sabes. Tendrías que ser…

– Tu mujer -terminó de decir ella con un ademán de resignación-. Y no lo soy.

– Aun no -dijo él, y la tocó-. Esta vez será diferente. -Le sonrió-. Compraremos platos nuevos. En Nueva York las tiendas están llenas.

– No, eso sólo se quiere una vez. Ahora es algo distinto.

– ¿Qué?

Lena volvió la cabeza sin responder y se apoyó en él.

– Sólo querernos. Con eso me basta -dijo-. Sólo eso. -Echó a andar otra vez mientras le estrechaba la mano con fuerza-. Mira dónde estamos.

Habían llegado sin darse cuenta al final de Pariserstrasse: los montículos de escombros eran como pozos de sombras en la calle iluminada por la luna. El lavamanos seguía en lo alto de un montón de ladrillos, justo donde se había levantado el edificio de Lena, su porcelana parecía gris en la luz tenue. El cartel de Frau Dzuris se había caído, y la tinta se había corrido con la lluvia.

– Deberíamos poner otro cartel -dijo Jake-. Por si acaso.

– ¿Por qué? Sabe que no estoy aquí. Sabe que lo bombardearon.

Jake la miró fijamente.

– El americano que fue a ver a Frau Dzuris no lo sabía. Primero vino aquí.

– ¿Y qué?

– Pues que no había hablado con Emil. ¿Adonde fuiste después?

– A casa de una amiga del hospital. A veces nos quedábamos en el trabajo. Allí los sótanos eran seguros.

– ¿Qué le sucedió?

– Murió. En el incendio.

– Tiene que haber alguien. Piensa. ¿Adonde iría Emil?

Lena meneó la cabeza.

– A casa de su padre. Iría allí. Como siempre.

Jake suspiró.

– Entonces no está en Berlín. -Se acercó y enderezó el poste del cartel Calzándolo con ladrillos-. Habrá que hacerlo por ella, para que sus amigos la encuentren.

– Amigos -dijo Lena casi en un bufido-. Todos los demás nazis.

– ¿Frau Dzuris?

– Por supuesto. Durante la guerra siempre llevaba la insignia, la de la esvástica. Justo aquí. -Se tocó el pecho-. Le encantaban los discursos. Solía decir que eran mejor que ir al teatro. Subía el volumen de la radio para que los oyéramos todos los del edificio. Si alguien se quejaba, decía: «¿No quiere oír al Führer? Le denunciaré». La entrometida de siempre. -Apartó la mirada de los escombros-. Bueno, también eso se ha acabado. Al menos ya no hay discursos. ¿No lo sabías?

– No -respondió, desconcertado.

Una mujer que adoraba los pasteles de semillas de amapola.

Un camión pasó rugiendo por la calle e iluminó a Lena con los faros.

– Cuidado. -Jake la cogió de la mano y tiró de ella hacia los ladrillos.

– Frau! Frau! -Gritos guturales, seguidos de risas. En la parte de atrás del camión iba un grupo de soldados rusos con botellas en la mano-. Kommen! -gritó uno de ellos mientras el camión aminoraba la marcha.

Jake sintió cómo Lena se tensaba. Todo su cuerpo estaba rígido. Dio unos pasos en la calle para que vieran su uniforme.

– Largo -dijo mientras les enseñaba un dedo.

– Amerikanski -gritó uno de ellos, pero el uniforme había surtido efecto.

Los hombres que habían empezado a bajar se detuvieron, uno de ellos levantó entonces una botella para brindar por Lena, propiedad de otro hombre. Un chiste en ruso recorrió todo el camión. Los hombres saludaron a Jake y rieron.

– Largo -repitió, esperando que el tono de su voz bastara como traducción.

– Amerikanski -repitió el soldado, echándose un trago, y de pronto señaló detrás de Jake y gritó algo en ruso.

Jake se volvió. A la luz de la luna, una rata se había parado sobre el lavamanos con el morro levantado. Antes de que pudiera moverse, el ruso sacó un arma y disparó, el sonido estalló a su alrededor y obligó a Jake a contraer el estómago. Se agachó. La rata se escabulló, pero ya había más armas disparando, una práctica de tiro improvisada que fue alcanzando la porcelana con una serie de tintineos hasta que se partió, toda una pieza se elevó y salió volando, igual que la rata. Jake sintió a Lena agazapada detrás de él, tirando de su camisa. Unos pocos pasos y estarían en la línea de fuego, tan imprevisible como la puntería de un borracho. De súbito, los hombres dejaron de disparar y se echaron a reír otra vez. Uno de ellos dio unos golpes en el techo de la cabina para que el camión arrancara de nuevo y, mirando a Jake, le lanzó una botella de vodka mientras se alejaban. Jake la cogió con ambas manos, como una pelota de fútbol americano, y se quedó mirándola. La arrojó contra los ladrillos.