Esa sensación de incomodidad lo siguió por las calles. Las montañas de escombros ya no eran un paisaje impersonal, sino el Berlín que él había conocido. También una parte de su vida había quedado arrasada. En la esquina se veía Unter den Linden, gris de ceniza. Incluso el Adlon había sido bombardeado.
– No -corrigió Ron-. Lo incendiaron los rusos después de la batalla. Nadie sabe por qué. Seguramente estarían borrachos.
Apartó la mirada, aunque ¿qué era un solo edificio en comparación con todo lo demás, todas esas manos que no podías quitarte de encima? La puerta de Brandeburgo seguía en pie al otro lado de la plaza, pero la cuadriga se había salido de su montura, un carro volcado en plena carrera. Banderas rojas y carteles con la efigie de Lenin cubrían las columnas y ocultaban algunos agujeros de proyectil. Cuando cruzaron hacia el Tiergarten, vieron una gran muchedumbre reunida alrededor del Reichstag: soldados estadounidenses que intercambiaban sus botellas de Canadian Club, soldados rusos que examinaban relojes de pulsera. Algunos alemanes, como las dos mujeres que habían visto cerca de Tempelhof, llevaban abrigos pese al calor de la tarde, seguramente para esconder lo que fuera que habían ido a vender. Cigarrillos, alimentos enlatados, antiguos relojes de porcelana. El nuevo Wertheim. Unas cuantas muchachas con vestidos de verano iban colgadas del brazo de unos soldados. Los soldados posaban para sacarse una foto frente al Reichstag, con sus paredes carbonizadas cubiertas de pintadas en cirílico, otra parada obligada en el nuevo circuito turístico.
En el parque, Jake se quedó sin aliento. Los edificios eran bajas esperables en cualquier guerra, igual que los soldados, pero los árboles también habían desaparecido. Todos. El frondoso bosque del Tiergarten y las sinuosas sendas con sus curiosas estatuas medio escondidas se habían quemado y habían quedado convertidos en un extenso campo repleto de basura, oscuros tocones carbonizados y el metal retorcido de las farolas. El jeep se dirigía al oeste por el Eje, y a lo lejos, más allá de Charlottenburg, los últimos rayos del sol enrojecían el cielo, de modo que por un momento Jake imaginó los incendios ardiendo aún e ilumi nando la noche para guiar a los bombarderos. Un fragmento de uno había caído en el parque y una única hélice sobresalía clavada en la tierra, un despojo surrealista, como esos viejos frigoríficos y esas partes de tractor oxidadas que a veces se ven en los patios delanteros de las granjas pobres.
– Por Dios santo -dijo Liz-. Míralos.
Un paisaje repleto de gente que se movía despacio a su alrededor. Maletas. Prendas de ropa convertidas en hatillos. Unas cuantas carretillas y cochecitos de bebé. Movimientos exhaustos, un paso cada vez. Ancianos y familias sin equipaje. «Desplazados», el nuevo eufemismo. Nadie les suplicaba ni les gritaba nada, sólo avanzaban penosamente junto a ellos. ¿Adonde irían? ¿Al sótano de unos parientes? ¿A otro campo, un despioje y un cuenco de sopa, sin dirección futura? Personas estupefactas al encontrar en pleno centro de la ciudad una devastación mayor que la que acababan de dejar atrás. Aun así, avanzaban hacia algún lugar, una expedición de supervivientes como los de los grabados antiguos, vagando por el paisaje arrasado de la guerra de los Treinta Años.
«No debía haber terminado así», pensó Jake. Sin embargo, ¿qué había esperado? ¿Desfiles? ¿Un Berlín tan animado como siempre, ahora que habían quitado de en medio a los nazis? ¿Cómo sí no? Lo extraño era que jamás había imaginado que habría un final. La vida después de la guerra no había existido para él, tan sólo una historia que lo llevaba a la siguiente, y luego a otra más. De pronto tenía ante sí la última, ¿qué sucedería cuando se hubiera acabado? «Volverás a Estados Unidos», había dicho Hal. Adonde hacía diez años que no iba. En lugar de eso había regresado a Berlín, un desplazado más en el Tiergarten. Sólo que él iba en un jeep y pasaba a toda velocidad junto a los rezagados, con una chica descarada que sacaba fotografías y un chófer que encendía otro cigarrillo que para ellos valía lo mismo que una comida. Todas aquellas personas se limitaban a mirarlos sin expresión y seguían andando. Con un repentino estremecimiento, Jake se dio cuenta de que lo que veían en él era un conquistador, uno de esos fogosos adolescentes en busca de souvenirs, y no un berlinés que regresaba a casa. También esa ilusión había desaparecido ya, igual que todo lo demás.
Sin embargo, tenía que quedar algo. Años de su vida. La gente sobrevivía, incluso a aquélla. Le dijo a Ron que torciera por la columna de la Victoria y los llevó hacia las torres de fuego antiaéreo del zoo mientras seguía inventariando mentalmente todo lo que faltaba. La iglesia del Káiser Guillermo, cuyo chapitel había volado por los aires. El café Kranzler's hecho pedazos. Ahora se veía a más gente. La Kurfürstendamm destrozada aunque reconocible. Los aparadores y los escaparates de las aceras no tenían cristales, pero sí algún que otro edificio, los ganadores de la ruleta del bombardeo. A lo lejos, a la izquierda, Fasanenstrasse.
– Eso no nos queda de camino -dijo Ron.
– Ya lo sé, pero quiero ver una cosa -repuso Jake con la voz crispada, expectante.
A la derecha, después de la iglesia de San Luis, una ruta que habría podido seguir con los ojos vendados después de todas esas noches de caminar a oscuras, la ciudad oculta a los aviones enemigos. Como ya no había castaños, la calle irradiaba una especie de resplandor antinatural, despejada hasta Olivaerplatz.
– Pare aquí -dijo de repente.
Habían pasado de largo porque allí no había nada. Por un momento Jake se quedó mirando sin saber dónde, después bajó del jeep y caminó despacio por la montaña de escombros. Nada. Cinco pisos derrumbados; la fachada marrón claro yacía ahora en losas. Incluso la pesada puerta de hierro forjado y cristal había volado por los aires. Buscó como un loco las cariátides a su alrededor. Ni rastro. Había un lavamanos en lo alto de uno de los montones de yeso destrozado.
– ¿Es aquí donde vivías? -preguntó Liz con una voz que sonó estridente en medio de la calle desierta.
Jake oyó el clic de la cámara.
– Yo no -repuso-. Otra persona.
Sólo habían estado allí unas cuantas veces, cuando Emil no iba a estar. Por la tarde, las frondosas ramas de fuera dibujaban formas en las cortinas corridas. Las sábanas mojadas de sudor. El le tomaba el pelo porque, después de hacerlo, se tapaba con la sábana hasta los pechos, aunque su cabello yaciera todavía enredado y húmedo sobre el cojín, tan ilícito como el calor de la tarde en esa habitación en la que no debían estar, juntos.
– Antes no te importaba.
– Eso era antes. No puedo evitarlo, soy recatada. -Lo había mirado a los ojos y después se había echado a reír, una risa de cama, íntima como una caricia. Se había vuelto de lado-. ¿Cómo puedes hacer bromas?
El se había dejado caer a su lado.
– Se supone que es divertido.
– Divertido para ti -había dicho ella con una mano en la mejilla de él, pero sonreía, porque el sexo era un juego, formaba parte de la aventura, de su secreto.
Al principio, antes de la culpabilidad.
Jake avanzó por un estrecho sendero que encontró entre los escombros. A lo mejor aún vivía alguien en el sótano, pero el camino no llevaba a ninguna parte. No había más que cascotes y ese olor empalagoso. ¿De quién sería el cadáver? Vio un poste con un trozo de papel sujeto entre varios pedazos de yeso, como si fuera una lápida. Se inclinó para leerlo. Frau Dzuris, la señora oronda de la planta baja, seguía con vida y se había trasladado a una calle de Wilmersdorf que Jake no conocía. «Frau Dzuris reside ahora en…», lenguaje pomposo y formal de tarjeta de visita. Sacó su cuaderno de notas y apuntó la dirección. Una mujer agradable y con debilidad por los pasteles de semillas de amapola cuyo hijo trabajaba en Siemens e iba a comer con ella todos los domingos. Las cosas que se recuerdan. Regresó al jeep.