Lena temblaba de la cabeza a los pies, como si el estallido de la botella hubiese liberado todo lo que su miedo había mantenido callado.
– Cerdos -dijo, aferrándose a él.
– Sólo están borrachos -dijo Jake, aunque también él había perdido la calma.
Podía morir uno en cuestión de segundos, al antojo de un niño con gatillo fácil. ¿Y si él no hubiera estado allí? Se imaginó a Lena corriendo calle abajo, su propia calle, perseguida hasta las sombras. Mientras seguía al camión con la mirada, vio que en un sótano se encendía una luz; alguien había esperado en la oscuridad a que cesara el tiroteo. Sólo las ratas eran lo bastante rápidas.
– Volvamos a la Ku'damm -dijo Lena.
– No pasa nada. No volverán -la tranquilizó él mientras la abrazaba-. Casi hemos llegado a la iglesia.
Sin embargo, en realidad a él también le daba miedo esa calle, tan siniestra con aquella luz pálida, anormalmente tranquila. Pasaron junto a un muro que seguía en pie, la luna desapareció tras él durante unos instantes y volvieron a sentirse como en aquellos primeros días de oscuridad absoluta, cuando había que llegar a casa siguiendo el espeluznante resplandor de las ranuras luminiscentes de las ventanas tapadas. Pero entonces al menos había ruido, tráfico, silbatos y guardias gritando órdenes. Allí el silencio era absoluto, ni siquiera la radio de Frau Dzuris los perturbaba.
– No cambian -dijo Lena en voz baja-. Cuando llegaron, fue tan horrible que pensamos que sería el fin, pero no lo fue, y sigue siendo igual.
– Al menos ahora ya no disparan contra personas -repuso él con ligereza, para cambiar de tema-. Son soldados, nada más. Es su forma de divertirse.
– También entonces se divertían -disintió ella con voz amarga-. ¿Sabes que en el hospital violaron a las que acababan de dar a luz, a las embarazadas? No les importaba. Cualquiera valía. Les gustaban los gritos. Se reían. Creo que los excitaba. Jamás lo olvidaré. Gritos por todo el edificio.
– Eso ya pasó -dijo él, pero ella no parecía oírlo.
– Después tuvimos que vivir bajo su mando. Dos meses, una eternidad. Sabías lo que hacían y después los veías en la calle, y te preguntabas cuándo empezarían de nuevo. Cada vez que miraba a uno, oía los gritos. Pensé que no podría vivir así. Con ellos no…
– Chsss -hizo Jake, y le acarició el pelo igual que un padre que tranquiliza a su hija enferma, intentando hacer que todo pase-. Eso se acabó.
Sin embargo, en su rostro vio que no era así. Lena apartó la cara.
– Vayámonos a casa.
Jake la miró, de espaldas. Quería decirle algo más, pero los hombros de Lena se habían encorvado y lo habían dejado de lado, temerosos de encontrar más soldados en la calle oscura.
– No volverán -dijo, como si importara.
10
Como la fiesta de despedida de Tommy Ottinger coincidió en parte con el final de la conferencia y sin que fuera ésa su intención, se convirtió en una juerga de despedida a Potsdam. Al menos la mitad de la prensa acreditada se marchaba también de Berlín, y más o menos con la misma información sobre las negociaciones que cuando habían llegado. Después de dos semanas de comunicados insulsos y apretados alojamientos, estaban de sobra dispuestos a celebrar la marcha. Cuando Jake llegó al centro de prensa, ya reinaba un estruendo ensordecedor. Había botellas como para un banquete. Las mesas de las máquinas de escribir se habían apartado a un lado para hacerle sitio a un grupo de jazz, y unas cuantas soldados del Cuerpo Femenino y unas enfermeras de la Cruz Roja se turnaban como reinas del baile en la pista improvisada. Los demás sólo bebían, sentados en los escritorios o apoyados en la pared, gritándose unos a otros para oírse. En un extremo se jugaba una partida de póquer que había empezado hacía semanas, ajena al resto de la sala, aislada por su propia cortina de humo rancio. Ron, con un aspecto muy ufano, circulaba por allí con una carpeta sujetapapeles, apuntando a la gente para visitar Cecilienhof y el complejo de Babelsberg, abierto al fin a la prensa ahora que ya no quedaba nadie.
– ¿Quieres ver el escenario de la conferencia? -le preguntó a Jake-. Claro que tú ya has estado allí.
– Dentro no. ¿Qué hay en Babelsberg?
– Se puede ver dónde dormía Truman. Muy bonito.
– Paso. ¿Qué te tiene tan contento?
– Lo hemos superado, ¿verdad? Harry ha vuelto con Bess. El tío Stalin está… Bueno, quién coño sabe. Y todo el mundo se ha portado bien. Al menos casi todos -dijo, y miró a Jake antes de esbozar una sonrisa-. ¿Has visto el noticiario?
– Sí. De eso quería hablarte.
– Es sólo parte del servicio. Creo que saliste muy bien.
– Vete a la mierda.
– ¿Así me lo agradeces? Cualquier otro estaría encantado. Por cierto, deberías comprobar tus mensajes. Hace días que tengo esto para ti. -Sacó un telegrama y se lo dio.
Jake lo desdobló. «Noticiario por todas partes. ¿Dónde estás? Envía relato primera persona sobre rescate enseguida. Exclusiva Collier's. Enhorab. Qué hazaña.»
– Joder -dijo Jake-. Deberías contestarles tú.
– ¿Yo? No soy más que un chico de los recados. -Volvió a sonreír-. Usa la imaginación, ya se te ocurrirá algo.
– Me preguntó qué harás cuando se acabe la guerra.
– ¡Eh, estrella del celuloide! -Tommy se acercó y le puso a Jake una mano en el hombro-. ¿Y tu copa?
Ya tenía toda la calva reluciente de sudor.
– Aquí -dijo Jake al tiempo que le quitaba el vaso de la mano-. Parece que estés bebiendo por dos.
– ¿Por qué no? Auf wiedersehen a este infierno. Bueno, Ron, ¿quién se queda con mi habitación? Lou Aaronson me lo ha preguntado.
– ¿Qué soy, el recepcionista? Tenemos una lista así de larga. Claro que hay quien no usa la suya. -Otra mirada a Jake.
– He oído decir que Breimer sigue por aquí -dijo Jake.
– Hará falta que aprueben una ley en el Congreso para sacar de aquí a ese gilipollas -repuso Tommy, atragantándose un poco con las palabras.
– Bueno, bueno -terció Ron-. Un poco de respeto.
– ¿Qué está tramando? -preguntó Jake.
– Nada bueno -contestó Tommy-. No ha tramado nada bueno desde que ese Harding era presidente, joder.
– Ya estamos otra vez -dijo Ron, torciendo el gesto-. El viejo lobo de Tinturas de Estados Unidos. Déjalo ya de una vez, ¿quieres?
– Vete a cagarte en tu sombrero. ¿Qué sabes de eso?
Ron se encogió de hombros con afabilidad.
– No mucho. Sólo que nos han hecho ganar la guerra.
– ¿Ah, sí? Bueno, pues yo también, pero yo no soy rico y ellos sí. ¿Qué te parece eso?
Ron le dio un palmetazo en la espalda.
– Rico de espíritu, Tommy, rico de espíritu -dijo, sirvió una copa y se la dio-. Invita la casa. Hasta luego. Allí hay una enfermera que quiere ver dónde dormía Truman.
– No te olvides de la habitación -exclamó Tommy a su espalda mientras Ron se perdía ya en el gentío. Bebió un poco-. Y pensar que no es más que un crío, con años por delante…
– Bueno, ¿y tú qué sabes, Tommy? Brian me ha dicho que a lo mejor tenías una historia para mí.
– ¿Conque sí? ¿Te interesa?
– Te escucho. ¿Qué pasa con Breimer?