Levantó una sopera con asas de bordes dorados y rosadas flores de manzano, algo que habría encontrado a montones en Karstadt antes de la guerra. La demacrada y encorvada alemana que la vendía cobró vida de repente.
– Meissen, ja. Natürlich.
– ¿Qué vas a hacer con eso? -preguntó Jake-. ¿Sopa?
– Es bonita.
– Lucky Strike -dijo la mujer con un fuerte acento-. Camel.
Liz le dio la sopera y le indicó por gestos que posara. Cuando la cámara disparó, la mujer sonrió con nerviosismo sosteniendo la sopera, esperando venderla aún. Jake se apartó, incomodado. Se sentía avergonzado, como si le estuvieran robando algo, igual que en esos pueblos primitivos donde creían que la cámara capturaba el alma.
– No deberías hacer eso -dijo cuando se fueron.
La mujer, decepcionada, les gritaba en alemán.
– Colorido local -dijo Liz con despreocupación-. ¿Por qué todas llevan pantalones?
– Son uniformes viejos. A los hombres no les está permitido, así que los llevan las mujeres.
– Ellas no -repuso, señalando a dos chicas con vestidos de verano que hablaban con unos soldados franceses cuyas boinas rojas relucían como plumas de pájaro entre todo ese caqui y ese gris.
– Ellas venden otra cosa.
– ¿En serio? -preguntó Liz con curiosidad-. ¿Sin esconderse de nadie?
Sin embargo, las chicas posaron para ella con un brazo alrededor de la cintura de los soldados, menos tímidas que la mujer de la porcelana.
Habían recorrido un semicírculo alrededor del obelisco, pasando por delante de vendedores de cigarrillos, relojes y montones de latas del economato militar. Un hombre había extendido varias alfombras en los escalones de la iglesia de San Nicolás, un irreal toque de Samarcanda. No muy lejos había un veterano con un solo brazo; ofrecía una caja de herramientas que ya no le eran útiles. A su lado, una mujer con dos niños sostenía un par de zapatos de bebé.
Encontraron a Shaeffer cerca del extremo norte de la columnata, mirando unas cámaras.
– ¿Recuerdas a Jake? -preguntó Liz despreocupadamente-. Te buscaba.
– ¿Ah, sí?
– ¿Has encontrado algo? -se interesó Liz al tiempo que le cogía una cámara de las manos y se la llevaba a la cara.
– Sólo una Leica vieja. Nada que valga la pena. -Se volvió hacia Jake-. ¿Buscas una cámara?
– No, a menos que tenga una lente de Zeiss -dijo Jake mientras señalaba con la cabeza a la cámara de Liz-. ¿La conseguiste en la fábrica?
– Esa fábrica está en zona soviética, que yo sepa -repuso Shaeffer, mirándolo con atención.
– Tenía entendido que una de nuestras unidades técnicas les había hecho una visita.
– ¿Ah, sí?
– Pensaba que a lo mejor se habían llevado unos cuantos recuerdos.
– ¿Por qué iban a hacer eso? Aquí puede uno encontrar lo que quiera. -Extendió la mano en dirección a la plaza.
– ¿Así que no has estado allí?
– ¿Qué es esto, el juego de las mil preguntas?
– No te embales -le dijo Liz al devolverle la Leica -. Jake siempre hace preguntas. A eso se dedica.
– ¿Sí? Bueno, pues vete a preguntar a otra parte. ¿Estás lista? -le dijo a Liz.
– El bombón de la cámara. -Dos soldados estadounidenses corrían hacia ellos-. ¿Se acuerda de nosotros? ¿Del despacho de Hitler?
– Como si fuera ayer -dijo Liz-. ¿Cómo os va, chicos?
– Ya tenemos las órdenes -dijo uno de ellos-. Nos vamos a finales de semana.
– Qué suerte -dijo Liz, sonriendo-. ¿Queréis una foto para la vuelta? -Y levantó la cámara.
– Eh, genial. Que salga el obelisco, si puede.
Jake siguió la mirada de la cámara hacia los soldados; tras ellos, el mercado girando tras ellos. Se preguntó cómo explicarían aquello en casa: rusos llevándose relojes de muñeca al oído para comprobar que funcionaban, alemanas exhaustas con soperas de porcelana. En la iglesia, dos rusos alzaban una alfombra y un general con medallas se apartaba hacia un lado. Un tranvía llegó a la plaza dividiendo en dos al gentío, y el ruso volvió el rostro hacia la columnata. Sikorsky, con un cartón de cigarrillos. Jake sonrió para sí. Incluso el jefazo iba a sacarse algún extra el día de mercado. ¿O acaso era día de pago para los informantes?
El soldado garabateó algo en un trozo de papel.
– Puede enviarla aquí.
– Vaya, Saint Louis -dijo Liz.
– ¿Usted también?
– De Webster Groves.
– ¡No me diga! Estamos lejos de casa, ¿eh? -comentó el chico mirando al palacio bombardeado.
– Saluda a la gente de allí de mi parte -dijo Liz mientras se alejaban, y luego se dirigió a Shaeffer-: ¿Qué te parece?
– Vamos -dijo, aburrido.
– ¿Una pregunta más? -dijo Jake.
Pero Shaeffer ya había echado a andar.
– ¿Por qué estás buscando a Emil Brandt?
Shaeffer se detuvo y se volvió. Se quedó inmóvil un instante, mirándolo con expresión interrogadora.
– ¿Qué te hace pensar que ando buscando a nadie?
– ¿Porque también yo fui a ver a Frau Dzuris?
– ¿A quién?
– A la vecina de Pariserstrasse.
Otra mirada cruda.
– ¿Qué quieres?
– Soy un viejo amigo de la familia. Al intentar localizarlo me he encontrado con tus huellas en la puerta. ¿Por qué?
– Un viejo amigo de la familia -repitió Shaeffer.
– De antes de la guerra. Trabajaba con su mujer. Así que permíteme que te lo vuelva a preguntar: ¿por qué lo estás buscando?
Shaeffer no dejaba de mirar a Jake, intentaba interpretar su expresión.
– Porque ha desaparecido -dijo por fin.
– De Kransberg, ya lo sé.
Shaeffer parpadeó, sorprendido.
– Entonces, ¿cuál es la pregunta?
– La pregunta es por qué. ¿Por qué lo buscas?
– Si sabes qué es Kransberg, también sabrás eso. Es un huésped del gobierno americano.
– Con una estancia prolongada.
– Eso es. Todavía no hemos acabado de hablar con él.
– Cuando acabéis, ¿podrá marcharse libremente?
– Eso no lo sé. No es mi departamento.
– ¿En qué departamento estás exactamente?
– Eso no es asunto tuyo, joder. ¿Qué coño quieres?
– Yo también quiero encontrarlo. Igual que tú. -Lo miró-. ¿Ha habido suerte?
Shaeffer volvió a mirarlo con gran dureza, después se relajó y respiró hondo:
– No, y ya hace varios días. Nos iría bien un cable. A lo mejor puedes ser tú, un amigo de la familia. No sabemos nada sobre su vida personal, sólo lo que guarda en su cabeza.
– ¿Que es?
Shaeffer miró al suelo.
– Mucho. Es una maldita bomba andante, si habla con quien no debe.
– Te refieres a los rusos.
Shaeffer asintió.
– ¿Dices que conocías a su mujer? ¿Sabes dónde está ahora?
– No -mintió Jake, evitando la mirada de Liz-. ¿Por qué?
– Suponemos que está con ella. No dejaba de hablar de su mujer. Lena.
– ¿Lena? -preguntó Liz.
– Es un nombre muy corriente -le dijo Jake, una señal que dio resultado, porque Liz apartó la mirada y guardó silencio. Jake se dirigió otra vez a Shaeffer-: ¿Y si no quiere que lo encuentren?
– Esa opción no existe -repuso Shaeffer con severidad. Miró su reloj-. Aquí no podemos hablar. Ven a la sede central a las dos.
– ¿Es una orden?
– Lo será si no te presentas. ¿Quieres ayudar o no?
– Si supiera dónde está, no te lo habría preguntado.
– Su pasado, puedes informarnos sobre eso. Tiene que haber alguien a quien haya ido a ver. A lo mejor eres el cable que necesitamos -repitió, después meneó la cabeza-. Joder, nunca se sabe, ¿no?
– Ha pasado mucho tiempo. No sé quiénes eran sus amigos, eso puedo decírtelo ya. Ni siquiera sabía que había sido nazi.
– ¿Y qué? Todo el mundo ha sido nazi. -Shaeffer miró a Jake otra vez con recelo-. ¿Eres uno de ésos?