Jake cambió de postura en el borde de la bañera, desconcertado. La voz que hablaba no era la del alcohol, sino la que había tras él, de pronto desnuda, ni siquiera consciente de haber quedado al descubierto, como una persona que se desviste junto a una ventana. ¿Qué le pasa a uno por la cabeza cuando se lleva una cuchilla al cuello? Sin embargo, allí estaba Gunther, deslizando la hoja con calma y buen pulso hacia arriba, sobre el jabón, con la mano tranquila de un superviviente.
Jake empezó a hablar. Sus palabras seguían el movimiento rítmico de la cuchilla, que intentaba seguir el camino lógico del afeitado, mejilla abajo, trazando una curva en las comisuras de los labios, pero el relato no tardó en tomar sus propios derroteros y saltar de un lado a otro, tal como había ido sucediendo. Había mucho que Gunther no sabía. La raya del número de serie. Kransberg. Frau Dzuris. Incluso el joven Willi, que pasaba las horas muertas en la calle del profesor Brandt. A veces Jake pensaba que Gunther había dejado de escucharlo, que se estiraba la piel para pasar la cuchilla más cerca del nacimiento del pelo sin cortarse, pero entonces gruñía, y Jake sabía que estaba registrando todos los puntos clave, que su mente se iba despejando con cada pasada de cuchilla por su rostro enjabonado.
Bernie llegó con más café y se quedó con ellos, inclinado en la puerta y mirando la expresión de Gunther en el espejo. Por una vez, no interrumpió. Un ruso arrodillado delante de un Horch apuntando con un arma. Meister Sobornos. Gunther aclaró la hoja y se lavó la cara.
– ¿Te parezco lo bastante respetable? -le preguntó a Bernie.
– Como nuevo. Aquí tienes una camisa -dijo al tiempo que se la alcanzaba.
– Bueno, ¿qué le parece? -preguntó Jake.
– Que está todo mezclado -dijo Gunther, distraído, mientras se secaba la cara.
– Lo he confundido.
– Me parece que más bien se ha confundido usted.
Jake se lo quedó mirando.
– Herr Geismar, no se puede realizar una labor policial por intuición. Hay que ir punto por punto, como un contable. Tiene usted dos problemas, así que haga dos columnas y conserve esa separación, no salte de una columna a otra.
– Pero es que están relacionadas.
– Sólo en Kransberg. ¿Quién sabe? A lo mejor es una coincidencia. Verá, la clave más evidente es que Tully no estaba buscando a Herr Brandt. Los demás, sí. Él, no. -Negó con la cabeza mientras se ponía la camisa-. Ordene sus números, cada uno en su columna correspondiente. Sólo tendrá una conexión, sólo habrá relación, cuando el mismo número aparezca en ambas.
– Quizá la conexión es Potsdam. Parece que todo sucede allí.
– Sí, y ¿por qué? -preguntó Gunther, abotonándose-. Nunca he entendido lo de Potsdam. ¿Qué hacía allí? Ese día, además, con la ciudad acordonada.
– Me pediste que comprobara los permisos para entrar en el complejo americano -dijo Bernie-. Cero. Ningún Tully.
– Pero lo encontraron allí -dijo Jake-. En el sector ruso, con dinero ruso.
– Sí, el dinero. Es una clave útil. -Gunther volvió a coger el café y bebió-. Si tenía dinero ruso, tuvo que estar allí, pero me parece que no fue a que ningún Iván le vendiera un reloj. ¿Quién cuenta con sumas tan grandes? ¿Alford le ha dicho algo?
– No.
– Vuelva a intentarlo. ¿También la corbata? -le preguntó a Bernie.
– Tienes que estar lo más elegante posible para el juez -repuso éste.
Jake suspiró, exasperado.
– Con Danny no llegaremos a ninguna parte. Tenemos que encontrar a Emil.
Gunther se volvió hacia el espejo y se pasó la corbata por debajo del cuello de la camisa.
– No mezcle las columnas. Todavía no están relacionadas.
– Y supongo que el tiroteo de Potsdam tampoco estaba relacionado con nada.
– Sí, ahí coincide un número.
– Se refiere a Shaeffer.
– Herr Geismar, tiene usted el don de no ver lo evidente, un don. -Se inclinó hacia el espejo para hacerse el nudo-. Hay tres personas en el mercado. Muy juntas. Cuando lo describe usted, se ve un arma que apunta a la fotógrafa, pero yo la veo a ella agachada y veo que el arma lo apunta a usted.
Por un instante, Jake se quedó mirando a Gunther y sus ojos perspicaces sin rastro ya de confusión, despejados por la cafeína.
– ¿A mí? -dijo, poco más que un suspiro de sorpresa.
– Un hombre que encuentra un cadáver, que investiga un asesinato. ¿Me está diciendo que no se le había ocurrido? ¿A quién, si no? ¿A un soldado, por haber asaltado la Zeiss? Tal vez. ¿A la dama? Podría ser, claro… Fue usted rápido al apartar la mirada de ella. La bala suele alcanzar a la persona a la que va dirigida, pero digamos que esta vez tiene usted razón, que fue cuestión de suerte. Suerte, para usted.
Liz se interpuso en la trayectoria de su bala, murió porque él había tenido suerte.
– No lo creo.
– ¿Cuándo vio el Horch por primera vez? Ha dicho que en la Avus. Poco después de salir de Gelferstrasse.
– Eso no quiere decir nada. Pruebe con esta clave: nadie empezó a disparar hasta que nos encontramos con Shaeffer.
– Lejos de la gente. ¿Y si los hubieran disparado a los dos? Un incidente. Ya no sería sólo usted.
– Pero ¿por qué…?
– Porque es usted peligroso para alguien, está claro. Un detective siempre lo es.
– No me lo creo -repuso Jake, su voz sonaba cada vez menos segura.
Gunther cogió un cepillo y se lo pasó hacia atrás por las sienes.
– Piense lo que quiera, pero le sugiero que haga algún movimiento. Si conocen la dirección de Gelferstrasse, pueden conocer la otra. Supongo que es allí donde vive su otra amiga, ¿la buena de Lena? Una cosa es que se ponga usted en peligro…
Jake lo interrumpió.
– ¿De verdad lo cree?
Gunther se encogió de hombros.
– Por precaución.
– ¿Por qué habría de estar en peligro Lena?
– ¿Por qué la buscaba un ruso? ¿Esa clave no le ha parecido interesante? El ruso que fue a casa del profesor Brandt preguntó por ella, no por el hijo.
– Para encontrar al hijo -explicó Jake sin dejar de mirar a Gunther.
– Entonces, ¿por qué no preguntó por él?
– Muy bien, ¿por qué no? ¿Otra clave evidente?
Gunther negó con la cabeza.
– Más bien una posibilidad que se desprende de ello. -Miró a Jake-. Que ya sepan donde está el hijo.
Jake no contestó nada, esperaba oír más. Gunther, sin embargo, se volvió, cogió la taza de café y se fue a la otra habitación.
– ¿Ya es la hora? -le preguntó a Bernie.
– ¿Estás sobrio? Extiende las manos.
Gunther estiró un brazo: un ligero temblor.
– O sea que ahora es a mí a quien juzgan -comentó.
– Queremos un testigo creíble, no un borracho.
– Soy policía, ya he estado más veces en un tribunal.
– No como éste.
Jake los había seguido sin dejar de darle vueltas a la cabeza.
– Eso no tiene sentido -le dijo a Gunther.
– Todavía no. Como digo, es una posibilidad. -Dejó la taza-. Pero yo trasladaría a la chica, la escondería.
Jake lo miró con inquietud.
– Todavía quiero hablar con Shaeffer -explicó-. Es a él a quien dispararon, y estaba impaciente por alejarse de allí. Incluso herido, era lo único en lo que podía pensar. -Calló un instante-. De todos modos, ¿adonde podríamos ir? No es fácil moverse por Berlín.
– No. A menos que no tenga más remedio. Yo trasladé a Marthe catorce veces -explicó Gunther mirando al suelo-. Catorce. Recuerdo cada una de ellas. Eso no se olvida. Güntzelstrasse. Blücherstrasse. Todas ellas. ¿Me preguntarán por eso? -le dijo a Bernie.
– No -contestó él-. Sólo por la última vez.
– Con la Greiferin -repuso Gunther, asintiendo-. Un café. Creímos que era seguro. Marthe tenía documentación. Era seguro.