El fiscal empezó llamando a Gunther al estrado, pero, antes de que pudiera sentarse, el abogado defensor se puso en pie de un salto y al fin se dispuso a hacer algo.
– ¿Podría acercarme a hablar al tribunal? ¿Qué fin tienen estos testimonios? Este sentimentalismo. Aquí no se cuestiona la naturaleza del trabajo de la prisionera. Ella misma lo ha descrito ante el tribunal. -Sostuvo en alto una transcripción-. Un trabajo, añadiré, que realizó bajo amenaza de muerte. Recordemos también que nos ha ayudado a identificar a sus superiores, que ha ofrecido toda su cooperación para que el pueblo soviético pueda hacer justicia con los auténticos fascistas. ¿Cuál es su recompensa? ¿Esta? Éste es un asunto que debe decidir el pueblo ruso, no la prensa occidental. Pido que prescindamos de este teatro y prosigamos el juicio con seriedad.
El discurso fue tan claramente inesperado que, por un instante, los jueces, se quedaron sin expresión. Después se miraron unos a otros. Lo que pidieron, no obstante, fue que el abogado repitiera el discurso en ruso, y Jake volvió a preguntarse cuánto estaban entendiendo de todo el juicio. Renate permaneció de pie, impasible, mientras el abogado pronunciaba su alegato otra vez en ruso. Toda su cooperación. ¿Conseguida a golpes? ¿O se había sentado por propia voluntad a llenar papeles con nombres? Un nuevo encargo, perseguir a los perseguidores. Cuando el abogado terminó, el juez le dirigió una mueca.
– Siéntese -dijo, y luego miró a Gunther-. Proceda.
El abogado agachó la cabeza como un escolar al que han reñido por hablar cuando no le tocaba, y Jake comprendió que su alegato había sido desestimado. El tribunal se había organizado precisamente por todo aquel teatro. ¿Qué venía ahora, una vez pasado todo, el verano de después de la guerra? No la limpieza de los escombros ni el traslado de los desplazados… Eso eran historias secundarias. Lo que venía eran unos meses de denuncias, represalias personales, reparaciones morales imposibles. Tribunales, cabezas afeitadas, dedos que señalaban: autos de fe para purgar el alma. Todos, igual que Gunther, ajustarían cuentas.
Empezaron el testimonio con cautela; una lenta descripción de sus años de servicio en la policía, con una voz calma y monótona, un reencuentro con el orden después de los gritos de Frau Gersh. Bernie conocía a su público. Podía ablandarlos con unas muletas, pero al final claudicarían ante Gunther, la sobria afirmación de la autoridad. Los jueces escuchaban con educación, como si, irónicamente, por fin hubiesen reconocido a uno de los suyos.
– ¿Sería justo decir que esos años de servicio lo han convertido en un buen observador?
– Tengo ojo de policía, sí.
– Descríbanos, entonces, lo que vio aquel día en… -Se interrumpió para comprobar sus anotaciones-… en el Café Heil de Olivaerplatz. -Al final de la calle de Lena, donde una vez el mundo girara alrededor de ambos-. ¿Conocía usted ese café?
– No. Por eso me fijé con especial atención. Para ver si era seguro.
– Para su esposa, quiere decir.
– Sí, para Marthe.
– Que se estaba escondiendo.
– En aquella época tenía que pasar el día caminando para que su casera creyera que iba a trabajar. Lugares públicos, donde la gente no se fijara en ella. Zoo Station, por ejemplo. El Tiergarten.
– ¿Y usted se encontraba con ella durante esos paseos?
– Dos veces por semana. Los martes y los viernes -explicó Gunther con exactitud-. Para asegurarme de que estaba bien y darle comida. Yo tenía cupones. Cada semana, durante años, esperaba un roce en el hombro.
– ¿Dónde sucedía eso?
– Normalmente en Aschinger's. Junto a la estación de Friedrichstrasse. Allí siempre había mucho gentío. -La gran cafetería a la que el propio Jake había ido tantas veces a comer algo de camino a la radio. Jake los imaginó fingiendo que se encontraban por casualidad entre los empujones de la gente que iba a comer los especiales en plato azul en las mesas altas sin sillas-. Pero era importante ir cambiando de lugar antes de que su rostro acabara sonándole a alguien. Por eso aquel día fue en Olivaerplatz.
– ¿Eso fue en 1944?
– El siete de marzo, a la una y media.
– ¿Qué importa todo eso? -espetó el abogado defensor, en pie.
– Siéntese -dijo el juez mientras hacía un gesto con la mano.
Las grandes redadas habían empezado en 1942. Dos años ocultándose entre la muchedumbre.
– Tiene una memoria extraordinaria, Herr Behn -dijo el fiscal-. Por favor, cuéntenos el resto de la historia.
Gunther miró a Bernie, que asintió con la cabeza.
– Yo llegué primero, como siempre, para asegurarme.
– ¿La prisionera estaba allí?
– Al fondo. Con un café, un periódico… nada fuera de lo normal. Entonces entró Marthe. Me preguntó si el asiento estaba libre. Verá, fingíamos para que no pareciera que íbamos juntos. Vi que la prisionera nos miraba y pensé que a lo mejor deberíamos marcharnos, pero volvió a leer el periódico, nada raro, así que pedimos un café. Volvió a mirarnos. Pensé, bueno, que me miraba a mí, que a lo mejor era alguien a quien había detenido, a veces pasa. Pero no, era muy curiosa. Entonces se fue al lavabo. Allí había un teléfono, eso lo vi después, así que fue entonces cuando llamó a sus amigos.
– ¿Y volvió?
– Sí, terminó su café. Después pagó la cuenta y pasó a nuestro lado de camino a la salida. Fue entonces cuando vinieron a por Marthe. Dos hombres, con esos abrigos de cuero. ¿Quién más tenía abrigos de cuero en el cuarenta y cuatro? Por eso lo supe.
– Perdone, Herr Behn. ¿Sabe sin lugar a dudas que los llamó la prisionera? ¿Cómo es eso?
Gunther bajó la mirada.
– Porque Marthe habló con ella. Un despiste muy tonto, después de haber tenido tanto cuidado. Aunque cómo cambió las cosas….
– ¿Habló con ella?
– La conocía. Del colegio, de pequeñas. «Renate, ¿de verdad eres tú?», le dijo. Así, sin más, sorprendida al verla. Marthe debió de pensar que también se estaba escondiendo. Otro submarino. «Cuántos años -dijo Marthe-, y estás igual.» Qué tontería.
– ¿Fräulein Naumann la reconoció?
– Oh, sí, por supuesto. «Se equivoca», le dijo, y está claro que en eso acertó. Marthe no debería haberle dicho nada. Era peligroso que alguien te reconociera. A veces torturaban a los submarinos para descubrir a otros, para conseguir nombres. Pero ella lo sabía. -Se detuvo, sus ojos miraron a otra parte, y siguió hablando más deprisa, quería terminar con aquello-. Intentó marcharse entonces, claro, pero ya llegaban los de los abrigos, así que no pudo salir. Yo los vi. La miraron, era una de ellos. Primero buscaron por todo el local y luego la miraron a ella. Para que les dijera quién era. Podría haberles dicho que se había ido, que ya no estaba allí. Podría haber salvado a su vieja amiga del colegio, pero no. «Es ésa -dijo-. Es judía.» Así que cogieron a Marthe. «Renate», dijo ella, nada más, sólo su nombre, pero la Greiferin ni siquiera la miró.
– ¿Y usted? -preguntó el abogado en la sala silenciosa-. ¿Qué hizo usted?
– En aquel momento la gente ya nos estaba mirando, por supuesto. «¿Qué sucede? -pregunté-. Tiene que haber un error.» Y ellos le dijeron, a la Greiferin : «¿Él también?». No tenían ni idea de quién era yo, también estaban dispuestos a llevarme a mí, pero Marthe me salvó. «No es nadie -dijo-. Sólo compartíamos mesa.» Nadie, y se fue con ellos para que no lo pensaran ni un momento más. Con calma, ¿sabe? Sin armar escándalo. Ni siquiera una mirada más que pudiera delatarme.
Jake se enderezó en la silla, los pensamientos se acumulaban en su mente. Claro. Si no conocían a su víctima, alguien tenía que señalarla. Podían cometerse errores. Una cafetería abarrotada. Un mercado abarrotado. Sin embargo, nadie había salvado a Liz.