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– Herr Behn, siento preguntárselo otra vez. Para que no haya lugar a confusión: afirma usted sin lugar a dudas que vio y oyó a la acusada identificar a su mujer para que la deportaran. Una mujer que la conocía. ¿No hay duda posible?

– No hay duda, yo lo vi. -Miró a Renate-. Ella la envió a la muerte.

– No -dijo Renate en voz baja-. Decían que los enviaban a campos de trabajo.

– A la muerte -repitió Gunther, después volvió a mirar al fiscal-. Y se marchó con ellos en el coche, en su mismo coche. Todos los Greiferin juntos.

– Yo no quería -dijo Renate, un detalle sin importancia.

– Gracias, Herr Behn -dijo el abogado dando por concluido el testimonio.

– Entonces… ¿Sabe una cosa? -prosiguió Gunther.

Bernie alzó la cabeza con asombro, se estaba saliendo del guión.

– ¿Qué? -preguntó el abogado con vacilación.

– ¿Quiere saber cómo fue? ¿Cómo eran en aquellos días? La camarera se acercó. «¿Piensa pagar por los dos? -preguntó-. Han pedido dos cafés.» -Hizo una pausa-. Así que pagué.

El final de la columna, su clave final.

– Gracias, Herr Behn -repitió el fiscal.

El abogado defensor se levantó.

– Una pregunta. Herr Behn, ¿fue usted miembro del Partido Nacional Socialista?

– Sí.

– Que quede constancia de que el testigo se ha reconocido como fascista.

– Toda la policía tenía que estar afiliada al partido -alegó el fiscal-. Es irrelevante.

– Lo que insinúo es que este testigo no es imparcial -dijo el abogado defensor-. Un oficial nazi. Que hizo cumplir las leyes criminales del régimen fascista. Que testifica por motivos personales.

– Esto es absurdo -se defendió el fiscal-. El testimonio es auténtico. Pregúntenle a ella. -Señaló a Renate. Los dos abogados estaban en píe, todos los procedimientos formales se habían perdido en un fuego cruzado que iba de los abogados al testigo y, de él, a la acusada-. ¿Estuvo usted en el Café Heil? ¿Delató a Marthe Behn? ¿La identificó? Conteste.

– Sí -dijo Renate.

– No era una extraña, sino una mujer a quien conocía -insistió el fiscal subiendo el tono de voz.

– Tuve que hacerlo. -Bajó la mirada-. No lo entienden. Necesitaba a uno más esa semana. La cuota. Ya no quedaban muchos. Necesitaba a uno más.

Jake sintió que se le revolvía el estómago. Una cuota para llenar el camión.

– Para salvarse.

– No lo hacía por mí -dijo, negando con la cabeza-. Por mí no.

– Fräulein Naumann -dijo el defensor, recuperando la serenidad-. Explique al tribunal, por favor, a quién tenían retenida también en Grosse Hamburger Strasse.

– A mi madre.

– ¿En qué condiciones?

– La retenían allí para que yo regresara por las tardes después de terminar el trabajo -explicó, resignada, consciente de que no importaba. Sin embargo, había alzado la cabeza y miraba a Jake, igual que un orador escoge un rostro del público y le habla sólo a él, como dando una explicación privada, la entrevista que seguramente nunca tendría lugar-. Sabían que no la abandonaría. Nos llevaron juntas. Primero a trabajar a Siemenstadt. Como esclavas. Después, cuando empezaron las deportaciones, me dijeron que no incluirían su nombre en la lista si yo trabajaba para ellos. Un número cada semana. No podía enviarla al este.

– Así que enviaba a otros judíos -puntualizó el fiscal.

– Pero entonces ya no quedaban muchos -dijo, hablándole todavía a Jake.

– ¿A los… cómo lo ha llamado… campos de trabajo?

– Sí, a campos de trabajo, pero ella era ya muy mayor. Sabía que las condiciones eran muy duras. Sobrevivir a eso…

– Pero no es eso todo lo que hizo, ¿verdad? -preguntó el fiscal, presionándola-. Su superior -miró un papel-, Hans Becker. Tenemos un testimonio que afirma que mantenían relaciones íntimas. ¿Es así?

– Sí -respondió mirando a Jake-. Eso también.

– ¿Y él se ocupó de que su madre no estuviera en las listas a cambio de su buena disposición?

– Al principio. Después la envió a Theresienstadt. Decía que allí sería más fácil. -Se detuvo-. Se quedaba sin nombres.

– Dígale al tribunal qué le sucedió allí-pidió el abogado defensor.

– Murió.

– Pero usted continuó trabajando después de eso -dijo el fiscal-. Seguía volviendo allí todas las noches, ¿verdad?

– ¿Adonde podía ir ya? Los judíos me conocían, no podía esconderme con ellos. No tenía a nadie.

– Salvo a Hans Becker. Siguió teniendo relaciones con él.

– Sí.

– Aun después de que deportara a su madre.

– Sí.

– ¿Y sigue diciendo que la protegía a ella?

– ¿Acaso importa lo que diga? -preguntó, exhausta.

– Si es la verdad, sí.

– ¿La verdad? La verdad es que me forzaba. Una y otra vez. Le gustaba. Yo mantenía a mi madre con vida. Me mantenía a mí misma con vida. Hice lo que tenía que hacer. Pensé que no había nada peor que aquello, pero que terminaría, que llegarían los rusos. No tardarían mucho. Entonces llegaron ustedes y me persiguieron como a un perro. La novia de Becker, así me llamaban. Novia, cuando me había hecho aquello. ¿Qué crimen he cometido? ¿Seguir viva?

– Fräulein, ése no es el crimen que se juzga aquí.

– No, es el castigo -dijo ella dirigiéndose a Jake-. Seguir viva.

– Sí -dijo Gunther de pronto desde la silla de los testigos, pero sin mirar a ningún sitio, así que nadie supo muy bien qué quiso decir.

El fiscal ruso se aclaró la garganta.

– Estoy seguro de que a todos nos aclara mucho las cosas oír que los nazis son los culpables de todo, Fräulein. Una lástima, tal vez, que usted les hiciera tan bien el trabajo.

– Hice lo que tenía que hacer -dijo ella, todavía mirando a Jake, hasta que él tuvo que apartar la mirada.

¿Qué esperaba que le dijera? «¿Te perdono?»

– ¿Ha terminado con el testigo? -preguntó el juez, inquieto.

– Una última pregunta -dijo la defensa-. Herr Behn, usted un hombre grande. Fuerte. ¿No opuso resistencia a los hombres de la cafetería?

– ¿A la Gestapo? No.

– No, se salvó usted. -Una mirada intencionada hacia Renate-. O, para ser exactos, su mujer lo salvó. Creo que eso es lo que ha dicho.

– Sí, ella me salvó. Una vez lo supieron, ya era muy tarde para ella.

– ¿Después de eso continuó en la policía?

– Sí.

– Haciendo cumplir las leyes del gobierno que había detenido a su esposa.

– Las leyes raciales no eran responsabilidad nuestra.

– Comprendo. Algunas leyes, entonces, no todas. Pero ¿usted detenía a gente?

– A criminales, sí.

– ¿Y adonde los enviaban?

– A la cárcel.

– ¿A esas alturas de la guerra? La mayoría acababan en «campos de trabajo», ¿no es cierto?

Gunther no dijo nada.

– Díganos, ¿cómo decidía qué leyes hacer cumplir para los nacionalsocialistas?

– ¿Decidir? Yo no decidía nada, era un policía. No tenía elección.

– Entiendo. Así que sólo Fräulein Naumann podía elegir.

– Protesto -exclamó el fiscal-. Esto no tiene ningún sentido. Su situación no era en modo alguno semejante. ¿Qué insinúa la defensa?

– Que este testimonio es dudoso de principio a fin. Esto es una rencilla personal, no justicia soviética. ¿Pretenden hacer a esta mujer responsable de todos los crímenes nazis? No tuvo elección. Escuchen a su propio testigo. Nadie tenía elección.

La única defensa que quedaba. Todo el mundo era culpable; nadie era culpable.

– Ella tenía elección -dijo Gunther con una voz pastosa.

El abogado defensor asintió, satisfecho consigo mismo, al fin estaban dónde él quería.