– ¿Y usted?
– No responda -se apresuró a intervenir el fiscal.
Sin embargo, Gunther alzó la cabeza, impávido. Había aguardado ese momento, a diferencia de Bernie. La otra cuenta que debía pagar. No podía seguir fingiendo que no había ocurrido, ni siquiera ocultándolo con una botella. Miró al frente con ojos pétreos.
– Sí, yo también pude elegir, y también yo trabajé para ellos -dijo con una voz tan firme y segura como la mano que sostenía la cuchilla-. Para sus asesinos. Incluso después de aquello.
La sala, de súbito avergonzada, guardó silencio. No era la respuesta que ninguno de ellos deseaba; una pequeña muerte que había salido de la boca de Gunther, como la boqueada de Liz. Un corte de cuchilla.
Se volvió hacia Renate.
– Todos tuvimos elección -comentó con una voz mucho más suave-. Pero tú… podrías haber apartado la mirada. Era tu amiga. Sólo por una vez.
Entonces ella apartó la mirada y se volvió hacia las taquígrafas, de modo que sus palabras apenas se oyeron:
– Necesitaba a uno más -comentó, como si con eso lo respondiera todo-. Uno más.
Otro silencio incómodo en la sala, al que el juez puso fin.
– No estamos aquí para juzgar al testigo -dijo-. ¿Está rebatiendo lo que vio?
El abogado defensor negó con la cabeza, impaciente como el que más por seguir adelante.
– Bien. Entonces ya ha terminado -le dijo el juez a Gunther-. Baje. -Miró su reloj-. Nos reuniremos mañana.
– Pero tenemos más testigos -dijo el fiscal, inquieto, que no quería perder ímpetu.
– Pues convóquelos mañana. Por hoy es suficiente. Y la próxima vez cíñase a los hechos.
Jake se preguntó cuáles serían los hechos. Otra columna de números.
Como nadie se movía, el juez hizo un gesto con la mano en dirección a la sala.
– Se suspende la sesión, se suspende -dijo con irritación, después se levantó y les indicó a los otros dos que hicieran lo mismo.
Jake oyó las sillas que se movían, el leve murmullo, a los abogados recogiendo papeles. Gunther seguía sentado en su silla, mirando al frente. Los guardias, sorprendidos por el abrupto final de la sesión, apartaron a Renate de la barandilla y se dispusieron a llevársela a punta de pistola. Jake la vio pasar por delante del tribunal, y sus miradas se cruzaron cuando se acercó a la mesa de la acusación. Se detuvo.
– Así que de verdad eres tú -dijo, la voz de siempre-. Has vuelto.
Los guardias, que no estaban seguros de si le estaba permitido hablar, miraron alrededor esperando órdenes, pero los jueces se habían ido y la sala se había vaciado con ellos.
Jake asintió sin saber qué decir. ¿Me alegro de volver a verte? Le sobresalían las clavículas.
– No lo hice por mí -le dijo sin dejar de mirarlo, expectante.
Jake bajó la mirada, no podía contestar. Bernie los miraba, expectante también. ¿Qué podía decir nadie? Un guardia la cogió del brazo. Al cabo de unos instantes ya no estaría allí. Una palabra, algo.
Recurrió a la vaga gentileza de una visita penitenciaria.
– ¿Quieres que te traiga algo?
Renate lo miró un instante, decepcionada, y después dijo que no con la cabeza. Más ruso, esta vez en tono insistente. Los guardias se la llevaron de la mesa.
Jake esperó hasta que la sala quedó casi totalmente vacía. Sólo se escuchaba un murmullo procedente del pasillo. Gunther seguía en su silla. Cuando Bernie se le acercó, levantó la mirada, lo apartó con la mano, se levantó con rigidez y caminó hacia Jake, un premeditado paso después de otro.
– Te llevaré a casa -dijo Bernie, pero Gunther no le prestó atención.
Se detuvo un momento ante la mesa.
– Hablaré con Willi -le dijo a Jake, y luego siguió caminando hacia la salida.
Bernie, perplejo, se acercó y empezó a guardar expedientes en su maletín.
– ¿Y tú qué vas a hacer? -preguntó.
Jake lo miró.
– Tengo el jeep. -Se levantó para marcharse, pero dio media vuelta-. ¿Todavía crees que todas las historias terminan igual?
Bernie metió el último expediente en el maletín.
– Así acabó la de Marthe Behn.
12
Al salir, Jake evitó pasar por delante de la Alex, donde había aparcado todo el mundo, y se decidió por una de las calles laterales. Estaba muy aturdido para enfrentarse a Ron y a los demás, que estarían intercambiando notas. Gunther ya había desaparecido entre los escombros. Un paseo, cualquier cosa con tal de evadirse. Sin embargo, el tribunal lo seguía, era una mano muerta en el hombro. Lo que sucede cuando todo ha terminado. Miró alrededor. En la calle no había nadie, ni siquiera los niños que solían trepar por los ladrillos. Los ataques aéreos habían sido especialmente crudos en esa zona: no quedaba un solo muro en pie y el aire seguía cargado de polvo acre. Las moscas zumbaban por encima del profundo cráter de una bomba que se había convertido en una charca gris de aguas residuales procedentes de una cañería rota. Pero, el veneno llevaba años infiltrándose en Berlín. ¿Cuándo le había hablado Hans Becker a Renate de su madre? ¿Mientras estaban en la cama? Siempre había algo peor, aunque fuera corriente. Una camarera que quería cobrar, cómplice de todo. Así era, un día tras otro. Por primera vez, Jake se preguntó si Breimer no tendría razón, si esa desolación no era lo que merecían, un justo castigo bíblico para limpiar la ponzoña de una vez por todas. Allí seguía, no obstante, un agujero gigantesco que se llenaba de fango.
– Uri.
El ruso, salido de la nada, le sobresaltó.
– Uri.
– No quiero relojes.
El ruso frunció el ceño.
– Ja, uri -repitió, señalando el viejo Bulova que Jake llevaba en la muñeca.
Sacó un fajo de billetes del bolsillo y se los tendió.
– No. Largo.
Su mirada dura y amenazadora hizo que a Jake le diera de pronto un vuelco el corazón. Un ataque de miedo. Una calle desierta. Podía ser así de fácil y azaroso, como practicar la puntería con unas ratas. Otro incidente más. Sin embargo, el ruso se apartó, contrariado, y guardó los billetes en el bolsillo.
Al verlo alejarse, Jake respiró de nuevo y sintió que la calle se quedaba aún más vacía. Allí no había la muchedumbre del mercado. Si Gunther tenía razón, si el blanco había sido él, en ese momento lo tendrían fácil. Ni un solo testigo. Si lo querían a él. Se quedó quieto un momento, otra vez en Potsdam. Una farsa de crimen, se sabía quién era el asesino pero no la víctima. Habían sido tres. ¿Y si lo querían a él? Se llevó la mano a la cadera, un acto instintivo, y deseó ir armado. Aunque a Liz no le había servido de nada su pistola. Se detuvo. Aquel día no llevaba su pistolera. ¿Dónde estaría? ¿De vuelta en Webster Groves, en Estados Unidos? Intentó recordar a Ron en la habitación, doblando su ropa. Ningún arma. ¿Qué más daba? Sin embargo, era algo que quedaba por explicar.
Miró a la charca, inquieto. «Sigue las claves. Elimina posibilidades.» Tres personas en el mercado. Normalmente alcanzaban al que querían, pero ¿por qué querría nadie matar a Liz? Eso dejaba a dos, y uno de ellos ya podía recibir visitas en Gelferstrasse. Dio media vuelta y echó a andar por la calle con la mano aún en la cadera. Cuando llegó al jeep vio a otro ruso leyendo un periódico. Levantó la mirada, lo miró con nerviosismo y se alejó, como si de verdad fuera armado.
Encontró a Breimer leyendo un periódico en el alojamiento de Shaeffer, una villa que quedaba justo enfrente de la casa derrumbada. Una enfermera del ejército ojeaba una revista Life y escuchaba a medias a Breimer, que leía párrafos en voz alta, por lo visto incapaz de dejar de hablar aun delante de la habitación de un enfermo.
– Dos mil veces más que la Townbuster, que era la mayor bomba que teníamos. ¡Dos mil veces! -Levantó la vista al ver entrar a Jake-. Ah, muy bien. Ha preguntado por usted. Vaya, es un gran día, ¿verdad? Ya no falta mucho. -Como Jake, perplejo, no dijo nada, le ofreció el periódico-. Veo que no se ha enterado -dijo-. Y usted se considera periodista… Todos regresaremos a casa después de esto. Veinte mil toneladas de TNT. Del tamaño de un puño. Cuesta imaginarlo.