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Jake cogió el periódico. Stars and Stripes. ee.uu. desvela el uso de la bomba atómica utilizada por vez primera contra los japoneses. La otra guerra, casi olvidada. Una ciudad de la que no había oído hablar. Cinco kilómetros cuadrados devastados con una única explosión; el desastre de la Alex, en comparación, sólo había sido un precalentamiento.

– Ahora seguro que sí se ha acabado -dijo Breimer, pero Jake sólo veía el rostro del ruso junto al jeep, nervioso.

– ¿Cómo funciona? -preguntó echando un vistazo a la página.

Había un gráfico de las demás bombas, las más grandes en la parte de abajo.

– Eso tendrá que preguntárselo a los lumbreras. Yo lo único que sé es que ha funcionado. Dicen que todavía no se ve a través del humo. Dos días. No me extraña que el viejo Truman estuviera tan duro con los rojos. Hay que reconocérselo, está claro que se lo tenía bien guardado.

Truman, muy desenvuelto, con su traje cruzado en la terraza de Cecilienhof, sonriendo a la cámara de Liz. Con un as en la manga.

– Sí señor, un gran día -repitió Breimer sin perder entusiasmo-. Cuando pienso en todos esos muchachos que regresarán a casa… Todos volverán a casa, y de una pieza, gracias al Señor.

Jake miró el rostro carnoso que entonaba otro de sus discursos. Aunque ¿acaso no era cierto? ¿Quién querría que un solo marine perdiera la vida en una playa de Honshu? En Okinawa habían tenido que sacar a los japos de las cuevas con lanzallamas, uno a uno. Aun así, era algo nuevo, peor que lo de antes. Breimer volvía a empezar otra vez.

– ¿Cómo está el paciente? -lo interrumpió Jake.

– Va mejorando, va mejorando -contestó Breimer-. Gracias a la cabo Nelly. Demasiado guapa para ser enfermera, para mi gusto, pero tendría que ver cómo los cuadra. No se anda con tonterías.

– Al menos no con una hipodérmica en la mano -intervino ella con sequedad, pero su sencillo rostro sonreía, halagado.

– ¿Puedo verlo?

– A Joe le gustaría verlo -le dijo Breimer a la enfermera, dejando claro quién estaba al mando. Le puso a Jake una mano en el hombro-. Hizo usted algo encomiable sacándolo de allí. Todos le estamos muy agradecidos, se lo aseguro.

– ¿Todos, quiénes?

– Todo el mundo -repuso Breimer, y bajó la mano-. Los americanos. El chico de ahí dentro es muy valioso, uno de los mejores. Lo último que querríamos es que los rusquis le echaran el guante.

– ¿No les cae muy bien?

Breimer se tomó el comentario a broma y sonrió.

– No exactamente. Joe no. -Bajó la voz-: Lástima lo de la chica.

– Sí. -Jake fue hacia la puerta-. ¿Cuándo está de guardia? -preguntó señalando a la enfermera con la cabeza.

– Dos veces al día. Se asegura de que todo marche bien. Yo vengo siempre que puedo, claro. Es lo menos que puedo hacer. Joe me ha sido de mucha ayuda.

– ¿No puede hacer que haya alguien las veinticuatro horas? ¿Que se turnen? Tendría que haber alguien aquí.

Breimer sonrió.

– No se ponga nervioso. No está tan mal. El principal problema es conseguir que se quede en la cama. Quiere hacer las cosas demasiado rápido.

– Los rusos ya le han disparado una vez. Pueden volver a hacerlo.

Jake señaló con la mano la puerta principal, que se abría de par en par a la calle.

Breimer lo miró con preocupación.

– Dicen que fue un accidente.

– Ellos no estaban allí. Yo sí, y pondría a alguien por si acaso.

– A lo mejor está usted un poco susceptible. Esto no es zona rusa.

– Congresista, toda la ciudad es zona rusa. ¿Prefiere arriesgarse?

Breimer lo miró a los ojos, esta vez con gravedad.

– Déjeme ver qué puedo hacer. -Ni una objeción.

– Alguien armado -insistió Jake, y abrió la puerta.

Shaeffer estaba sentado en la cama con el pecho descubierto y el hombro vendado con gasas y esparadrapo. Le habían cortado el pelo en el hospital y, con las orejas visibles, parecía diez años más joven. Ya no era una postal aria, parecía más escuálido sin el uniforme, como un atleta de instituto sin sus hombreras. También él leía el periódico, pero lo dejó encima de la sábana cuando entró Jake.

– Vaya, por fin. Esperaba que vinieras. Quería darte las gracias…

– Ahórratelo -dijo Jake quitándole importancia mientras escrutaba la habitación. Una planta baja, la ventana abierta frente a la cama. La sala había sido una biblioteca; en las estanterías todavía quedaban unos cuantos libros tumbados que por lo visto no había merecido la pena llevarse en el saqueo-. Deberías haberte quedado en el hospital.

– Ya estoy bien -dijo Shaeffer, tomándolo por preocupación médica-. Si te quedas por allí mucho tiempo, algún matasanos quiere cortarte una pierna. Ya sabes cómo es el ejército.

– Me refería a que allí estabas más seguro. ¿No hay habitaciones arriba? -Se acercó a la ventana y miró afuera.

– ¿Más seguro?

– Le he pedido a Breimer que te ponga guardia en la puerta.

– ¿Para qué?

– Eso dímelo tú.

– ¿Que te diga qué?

– ¿Por qué probaron puntería contigo los rusos?

– ¿Conmigo?

– El congresista cree que no les caes muy bien.

– ¿Breimer? Ve rusos hasta en sueños.

– Sí, bueno, yo los vi en Potsdam, y te estaban disparando. Ahora supón que me explicas por qué lo hicieron. -Acercó una silla a la cama.

– No tengo la menor idea.

Jake no dijo nada, se quedó mirándolo desde la silla. Por fin, Shaeffer, incómodo, apartó la mirada.

– ¿Tienes un pitillo? -preguntó-. La enfermera se ha llevado los míos. Dice que viviré más.

– No, si sigues así -soltó Jake, luego encendió un cigarrillo y se lo pasó, aún mirándolo.

– Oye, supongo que te debo algo, pero no una historia. No puedo. El trabajo es confidencial.

– No he sacado ningún cuaderno de notas. Esto es para mí, no para los periódicos. Casi consigues que me maten a mí también, creo que tengo derecho a saber por qué. Bueno, ¿qué me dices?

Shaeffer dio otra calada y siguió el humo con ¡a mirada, como si saliera con él de la habitación.

– ¿Conoces la FIAT?

– No.

– La Agencia de Información de Campo, sección Técnica. Una forma curiosa de decir que nos ocupamos de los científicos. Informes sobre operaciones. Centros de detención. De todo.

– Como Kransberg -dijo Jake.

Shaeffer asintió.

– Como Kransberg.

– ¿Qué es ese «de todo»?

– Encontrarlos, para empezar. Puede que hayamos montado un equipo para cubrir Berlín. Puede que a los rusos no les haya gustado mucho.

– ¿Por qué? Llevan aquí desde mayo. ¿Quién queda?

Shaeffer sonrió, sociable.

– Mucha gente. Los rusos han estado muy ajetreados llevándose toda la maquinaria, tardaron un tiempo en darse cuenta de que necesitaban a los hombres que la manipulaban. Para entonces, muchos de ellos habían desaparecido: se habían ido al oeste, seguramente escondidos. A los rusos les está costando reclutar, nadie se desvive precisamente por irse al este.

– No si pueden conseguir un suculento contrato con Tinturas de Estados Unidos -dijo Jake, e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta.

Shaeffer lo miró y luego apagó el cigarrillo.

– No me presiones. Él está fuera, o lo dejamos aquí. ¿Comprendido?

– Te escucho.

– De todas formas, no es eso. Los rusos también ofrecen buenos sueldos. Si te quieres ir a trabajar a los condenados Urales.