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– No son mentiras -había sido la contestación de Jake, con las manos sobre sus hombros.

Ella lo había mirado a la cara en el espejo.

– Mentiras para él.

La anciana de pelo gris de abajo lo había descubierto mirando por la ventana. Vaciló, después inclinó la cabeza en un gesto servicial y recogió la cesta de mimbre. Jake la contempló atravesar el patio lodoso. «Personalízalo.» ¿Cómo había sido la guerra de esa mujer? A lo mejor había sido una de las fieles, a lo mejor había gritado a pleno pulmón en el Sportpalast, y ahora le hacía la colada al enemigo. O puede que no fuera más que una Hausfrau con suerte de haber conservado la vida. Jake fue hasta la cama y se quitó la camisa. De todos modos, ¿qué importaba? Eso eran historias de los perdedores. En Estados Unidos querían el glamour de la conferencia, a Truman haciendo chanchullos con Stalin, el gran mundo que habían ganado, y no los escombros y las personas sin futuro que vagaban por el Tiergarten.

Acabó de desnudarse y se envolvió una toalla alrededor de la cintura. El baño estaba al final del pasillo. Abrió la puerta y se encontró una nube de vapor y una exclamación de sorpresa.

– Oh.

Liz estaba en la bañera, sus pechos apenas rozaban el agua jabonosa y se había apartado el pelo mojado de la cara.

– ¿Es que no sabes llamar?

– Lo siento, es que… -dijo Jake, pero no se movió.

Vio cómo Liz se dejaba resbalar dentro del agua para taparse; su piel era tan rosada como los volantes del tocador.

– ¿Ya has echado un buen vistazo?

– Lo siento -repitió él, azorado.

Un cuerpo suave de mujer, sin su uniforme ni su funda de pistola, que ahora colgaban de una percha.

– No importa -dijo Liz, sonriendo, veterana de las tiendas compartidas y las letrinas de campaña-. Mientras no te quites la toalla. Salgo dentro de un segundo.

Hundió la cabeza en el agua para aclararse, luego se alisó el pelo hacia atrás y alcanzó una toalla.

– ¿Piensas darte la vuelta o quieres un espectáculo de cabaret?

Jake le dio la espalda mientras salía de la bañera. Un chapoteo en el agua y susurros de tela, sonidos íntimos en sí mismos.

– Supongo que debería tomármelo como un cumplido -soltó Liz, envolviéndose en una bata-. Antes no te habías fijado.

– Claro que sí -repuso Jake, aún de espaldas.

– Conque sí… -Jake oyó el agua que se colaba a borbotones por el desagüe-. Muy bien, ya estoy decente.

Se había envuelto el pelo con un pañuelo de seda a modo de toalla. Jake la miró y después ladeó la cabeza como el joven soldado estadounidense de la Cancillería.

– ¿Qué le parece si la invito a una copa?

– ¿Vestida? No puedo, tengo una cita.

– Qué rápida. ¿No será con el joven Ron?

Liz sonrió.

– No sabría de dónde sacar los ánimos. -Se hizo un turbante con el pañuelo de la cabeza-. Son negocios. Tengo que reunirme con un tipo. Otro día te tomo la palabra. -Hizo un gesto en dirección a la bañera-. Será mejor que abras el grifo. Tarda un rato.

Recogió sus cosas del taburete y luego se sentó.

– ¿Piensas quedarte?

– Jake, dime una cosa. Todo eso de esta tarde… ¿Quién era ella?

– ¿Por qué ella?

– Porque era una mujer. ¿Cuál es la historia? Sabes que acabaré sonsacándotelo.

– No hay ninguna historia -respondió él mientras abría los grifos-. Volvió con su marido.

– Ah -dijo Liz-, esa clase de historia. ¿Te dejó?

– Me fui de Berlín. A petición del doctor Goebbels. Tenía un problema de actitud.

– Apuesto a que sí. ¿Cuándo fue eso?

– En el cuarenta y uno. Me hizo un favor, supongo. Unos meses más y habría quedado atrapado. -Hizo un gesto con la mano para abarcar toda la ciudad-. En todo esto.

– O sea que sólo quedó atrapada ella.

Jake la miró un instante, luego siguió regulando los grifos.

– Se quedó con su marido -se limitó a repetir él.

– Yo no lo habría hecho -dijo ella, intentando sonar informal, una tímida disculpa-. ¿Quién era él? ¿Uno de la raza superior?

Jake sonrió para sí.

– No tan superior. Era profesor, en realidad. Catedrático.

– ¿De qué?

– Liz, ¿a qué viene todo esto?

– Es por darte conversación. No suelo pillarte en desventaja muy a menudo. Un hombre sólo habla cuando no lleva puestos los pantalones.

– Eso es cierto. -Jake se detuvo un momento-. De matemáticas, ya que lo preguntas.

– ¿De mates? -dijo ella, riendo a medias, verdaderamente sorprendida-. ¿Una lumbrera? No es muy sexy.

– Debía de serlo. Se casó con él.

– Y se acostaba contigo. Matemáticas. No sé, podría entenderlo si fuera un monitor de esquí o algo así…

– De hecho, esquiaba. Así se conocieron.

– ¿Ves? -repuso ella, bromeando-. Lo sabía. ¿Dónde sucedió?

Jake la miró con fastidio. Otro artículo de revista femenina, un encuentro en las laderas, tan sugerente como la última copa de champán de Eva Braun.

– No lo sé, Liz. ¿Acaso importa? No sé nada sobre su matrimonio. ¿Por qué habría de saber algo? Se quedó con él, eso es todo. A lo mejor creía que ganarían la guerra. -Lo último que pensaba ella. ¿Por qué lo había dicho? Jake cerró los grifos, molesto consigo mismo esta vez-. Ya tengo el baño listo.

– ¿Estabas enamorado de ella?

– Esa no es una pregunta de reportera.

Liz lo miró y asintió con la cabeza, después se puso de pie.

– Buena respuesta.

– Esta toalla va a caer al suelo dentro de dos segundos. Estás invitada a quedarte…

– De acuerdo, de acuerdo, ya me voy. -Sonrió-. Quisiera dejarle algo a la imaginación.

Recogió sus cosas, se echó al hombro el cinto de la funda de la pistola y se dirigió hacia la puerta.

– No olvides que has prometido tomarme la palabra otro día -dijo Jake.

Liz se volvió.

– Por cierto, un consejo. La próxima vez que invites a una chica a tomar una copa, no le hables de la otra. Por mucho que te pregunte. -Abrió la puerta-. Ya nos veremos por ahí.

2

La cena fue sorprendentemente formal. La sirvieron la mujer de pelo gris y un anciano, que Jake supuso que sería su marido, en una enorme sala de la esquina del edificio, en la planta baja. Habían puesto la mesa con un mantel blanco y almidonado, porcelana y copas de vino. Incluso la comida -raciones B estándar de sopa de guisantes, carne estofada y peras en lata- parecía haberse engalanado para la ocasión: la sirvieron de modo ceremonioso en una sopera de porcelana y la decoraron con una ramita de perejil, el primer vegetal que Jake veía desde hacía semanas. Imaginó a la mujer cortando briznas en el jardín lodoso, decidida a poner una buena mesa a pesar de todo. Los comensales, todos hombres, eran una mezcla de periodistas de visita y oficiales del GM, que estaban sentados a un extremo de la mesa con sus propias botellas de whisky, igual que los habituales de las casas de las posadas del Oeste. Jake llegó justo cuando servían la sopa.

– Vaya, qué lamentable espectáculo tenemos aquí. -Tommy Ottinger, de la Mutual, le tendió la mano-. ¿Cuándo has caído del cielo?

– Qué hay, Tommy.

Más calvo aún, como si todo su pelo hubiese emigrado al espeso mostacho que era su rasgo más característico.

– No sabía que estabas aquí. ¿Vuelves a trabajar con Murrow?

Jake se sentó y saludó con la cabeza al congresista, que estaba sentado al otro lado de la mesa entre Ron, claramente en calidad de acompañante, y un oficial del GM de mediana edad que era el vivo retrato de Lewis Stone en su papel de juez Harvey.