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Philip Pullman

El buen Jesús y Cristo el malvado

Traducción de Matuca Fernández de Villavicencio

María y José

Esta es la historia de Jesús y su hermano Cristo, de cómo nacieron, de cómo vivieron y de cómo murió uno de ellos. La muerte del otro no forma parte de la historia.

Como todo el mundo sabe, la madre de Jesús y Cristo se llamaba María. María era hija de Joaquín y Ana, una pareja rica, piadosa y entrada en años que, pese a sus constantes plegarias, no había tenido descendencia. Se consideraba una vergüenza que Joaquín no hubiera engendrado hijos, y el hombre sentía dicha vergüenza en lo más hondo. Ana estaba igualmente abatida. Un día vislumbró un nido de gorriones en un laurel, y entre lágrimas se lamentó de que hasta los pájaros y las bestias pudieran procrear y ella no.

No obstante, gracias quizá a sus fervientes plegarias, Ana quedó finalmente encinta y a su debido tiempo dio a luz a una niña. Habiendo prometido consagrarla al Señor, la llevaron al templo y la ofrecieron al sumo sacerdote Zacarías, que la besó, la bendijo y la tomó bajo su cuidado.

Zacarías la alimentaba como a una paloma y la niña danzaba para el Señor, y todo el mundo la adoraba por su gracia y sencillez.

Creció, sin embargo, como cualquier otra chiquilla, y al cumplir los doce años los sacerdotes del templo cayeron en la cuenta de que pronto empezaría a sangrar todos los meses, y eso, obviamente, contaminaría el santo lugar. ¿Qué podían hacer? La habían tomado bajo su cuidado, no podían expulsarla sin más.

Zacarías oró y un ángel le dijo qué hacer. Debían encontrarle un esposo, un hombre que fuera mucho mayor que ella, serio y con experiencia. A ser posible viudo. El ángel le dio instrucciones precisas y prometió un milagro para constatar la elección del hombre adecuado.

Zacarías convocó entonces a todos los viudos que pudo encontrar. Cada uno debía llevar consigo una varilla de madera. Se presentaron más de una docena, unos jóvenes, otros maduros, algunos ancianos. Entre ellos se hallaba un carpintero llamado José.

Siguiendo las instrucciones, Zacarías reunió todas las varillas y oró sobre ellas antes de devolverlas a sus respectivos propietarios. El último en recibir su varilla fue José, y en cuanto entró en contacto con su mano se convirtió en una flor.

– ¡Eres el elegido! -exclamó Zacarías-. El Señor ha ordenado que tomes a la muchacha María como esposa.

– ¡Si soy un anciano! -protestó José-. Hasta tengo hijos mayores que la muchacha. Seré el hazmerreír de todos.

– Si no obedeces -dijo Zacarías-, tendrás que hacer frente a la ira del Señor. Recuerda lo que le pasó a Coré.

Coré era un levita que había desafiado la autoridad de Moisés. Como castigo, la tierra se abrió bajo sus pies y lo engulló a él y a toda su familia.

José se asustó y aceptó a regañadientes desposar a la muchacha. Se la llevó a casa.

– Debes quedarte aquí mientras yo salgo a trabajar -le dijo-. Regresaré a su debido tiempo. El Señor velará por ti.

En la morada de José, María trabajaba tan duramente y se comportaba con tal modestia que nadie tenía una mala palabra que decir de ella. Hilaba lana, hacía pan y sacaba agua del pozo, y cuando creció y se hizo una mujer muchos se preguntaban sobre ese extraño matrimonio y la ausencia de José. Otros, en su mayoría mancebos, trataban de entablar conversación con ella y le sonreían cordialmente, pero María respondía con brevedad, manteniendo gacha la mirada. Saltaba a la vista lo sencilla y buena que era.

Y el tiempo pasó.

El nacimiento de Juan

Zacarías, el sumo sacerdote, era de la edad de José, y su esposa Isabel también tenía una edad avanzada. Al igual que Joaquín y Ana, y pese a desearla con fervor, no habían tenido descendencia.

Un día Zacarías vio a un ángel y este le dijo: -Tu esposa te dará un hijo, y le llamarás Juan. Atónito, Zacarías replicó:

– ¿Cómo es posible? Yo ya estoy viejo y mi esposa es estéril.

– Te lo dará -dijo el ángel-. Y hasta ese momento permanecerás mudo por dudar de mis palabras.

Dicho y hecho: Zacarías perdió la voz, y al poco tiempo Isabel concibió un hijo. La mujer no cabía en sí de dicha, pues su infertilidad había constituido una deshonra difícil de soportar.

Llegado el día, dio a luz a un varón. Cuando se disponían a circuncidarlo, preguntaron cómo debía llamarse. Zacarías cogió una tablilla y escribió: «Juan».

Sus familiares le miraron atónitos, pues nadie en la familia llevaba ese nombre; pero en cuanto Zacarías lo hubo escrito, recobró el habla y el milagro constató la elección. El niño se llamaría Juan.

La concepción de Jesús

En aquella época María tenía alrededor de dieciséis años, y José aún no la había tocado.

Una noche, hallándose en su dormitorio, María oyó un susurro al otro lado de la ventana.

– María, ¿tienes idea de lo hermosa que eres? De todas las mujeres, tú eres la más bella. El Señor debió de favorecerte para que seas tan dulce y gentil, con esos ojos y esos labios…

Desconcertada, María preguntó:

– ¿Quién eres?

– Soy un ángel -respondió la voz-. Déjame entrar y te contaré un secreto que solo tú has de saber.

María abrió la ventana y le dejó entrar. Para no asustarla, el ángel había adoptado el aspecto de un hombre joven, como el de los muchachos que le daban conversación junto al pozo.

– ¿Qué secreto es ese? -dijo.

– Vas a concebir un hijo -contestó el ángel.

María le miró perpleja.

– Pero mi marido no está.

– Pues el Señor desea que suceda de inmediato. Me ha enviado a propósito para hacer cumplir su voluntad. ¡María, bendita eres entre todas las mujeres por este acontecimiento! Da gracias al Señor.

Y esa misma noche, tal como el ángel predijo, María concibió un hijo.

Cuando José regresó de las ocupaciones que lo habían mantenido ausente y encontró a su esposa en estado de buena esperanza, su consternación fue profunda. Ocultó la cabeza bajo la capa, se arrojó al suelo, lloró amargamente y se cubrió de cenizas.

– Señor-sollozó-, ¡perdóname! ¡Perdóname! ¿Es esto cuidar? ¡Tomé a esta criatura siendo una virgen del templo, y mírala ahora! Debí protegerla, pero la dejé sola como Adán dejó a Eva, y también ella recibió la visita de la serpiente.

La llamó y dijo:

– María, mi pobre niña, ¿qué has hecho? ¡Tú, que eras tan pura y tan buena, has traicionado tu inocencia! ¿Cómo se llama el hombre que te hizo esto?

María lloró amargamente y dijo:

– Yo no he hecho nada malo. ¡Lo juro! Ningún hombre me ha tocado jamás. Fue un ángel el que vino a verme porque Dios deseaba que concibiera un hijo.

José estaba preocupado. Si realmente era esa la voluntad de Dios, significaba que era su deber cuidar de María y el niño. Pero, de todos modos, no quedaría bien. Sin embargo, no dijo nada más.

El nacimiento de Jesús y la llegada de los pastores

Poco tiempo después, el emperador romano promulgó un decreto según el cual todo el mundo debía ir a su población de origen para inscribirse en un gran censo. José vivía en Nazaret de Galilea, pero su familia provenía de Belén de Judea, ciudad situada a varios días de viaje en dirección sur. José pensó: ¿De qué manera debo inscribir a María? Puedo anotar a mis hijos, pero ¿qué debo hacer con ella? ¿Debo inscribirla como mi esposa? Eso sería para mí un bochorno. ¿Como mi hija? La gente sabe que no es mi hija. Además, es evidente que está esperando un hijo. ¿Qué puedo hacer?

Finalmente se pusieron en camino, María detrás de él a lomos de un asno. El niño podía nacer en cualquier momento y José seguía sin saber qué iba a decir con respecto a su esposa. Ya en las proximidades de Belén, se volvió para ver cómo estaba y vio tristeza en su semblante. Puede que tenga dolores, pensó. Al rato se volvió de nuevo y vio que reía.