Pero Cristo no podía seguir a Jesús a todas partes. Habría llamado la atención, y para entonces estaba seguro de que debía permanecer en segundo plano. Así pues, pidió a uno de sus discípulos que le contara lo que sucedía cuando él no estaba presente; en secreto, claro.
– No hay necesidad de decírselo a Jesús -le explicó Cristo-, pero estoy plasmando por escrito sus sabias palabras y maravillosas obras, y me resultaría muy útil poder contar con una fuente fiable.
– ¿Para quién? -preguntó el discípulo-. ¿No será para los romanos? ¿O los fariseos? ¿O los saduceos?
– No, no. Es para el Reino de Dios. Todos los reinos tienen un historiador. ¿Cómo conoceríamos sino las grandes hazañas de David y Salomón? Mi función no es más que la de un simple historiador. ¿Me ayudarás?
El discípulo aceptó y no tardó en tener algo que contar. Sucedió cuando Jesús se hallaba fuera de Galilea, recorriendo la franja costera entre Tiro y Sidón. Era evidente que su fama había llegado hasta allí, porque una mujer de la provincia, una cananea, al enterarse de su presencia fue de inmediato a verle para gritar:
– ¡Ten piedad de mí, hijo de David!
Se dirigía así a él pese a tratarse de una gentil. Sin embargo, Jesús no se dejó impresionar y no le prestó atención, aun cuando sus gritos empezaban a molestar a los discípulos que le acompañaban.
– ¡Despedidla, maestro! -dijeron.
Finalmente Jesús se volvió hacia la mujer y le dijo:
– No he venido a hablar a los gentiles. Estoy aquí por la casa de Israel, no por ti.
– ¡Te lo ruego, maestro! -insistió la mujer-. ¡Mi hija está poseída por un demonio y no tengo a nadie más a quien recurrir! -Arrodillándose, dijo-: ¡Señor, ayúdame!
– ¿Crees que debo tomar el pan destinado a los hijos para arrojarlo a los perros? -le preguntó Jesús.
Mas la mujer era inteligente y encontró una pronta respuesta.
– Hasta los perros pueden comer las migajas que caen de la mesa del amo.
Satisfecho con la contestación, Jesús dijo:
– Mujer, tu fe ha salvado a tu hija. Vete a casa y la encontrarás curada.
El discípulo relató este hecho y Cristo lo anotó.
La mujer del ungüento
Poco tiempo después, Jesús tuvo otro encuentro con una mujer y el discípulo también lo comunicó. Sucedió en Majadla, en una cena privada en casa de un fariseo llamado Simón. Una mujer de la ciudad se había enterado de que Jesús estaba allí y se presentó en la casa para regalarle un frasco de alabastro con ungüento. El anfitrión la dejó pasar. Arrodillándose ante Jesús, la mujer lloró sobre sus pies, bañándolos con sus lágrimas, los secó con sus cabellos y los cubrió con el preciado ungüento.
El anfitrión dijo en voz baja al discípulo que ejercía de informante de Cristo:
– Si vuestro maestro fuera realmente un profeta, sabría qué clase de mujer tiene delante. Es una conocida pecadora.
Jesús le oyó y dijo:
– Simón, acércate. Quiero hacerte una pregunta. -Claro -dijo el fariseo.
– Imagina que a un hombre le deben dinero otros dos. Uno le debe quinientos denarios y el otro cincuenta. Imagina que no pueden pagar y que el hombre perdona la deuda a los dos. ¿Quién de ellos estará más agradecido?
– Supongo que el que debía quinientos denarios -respondió Simón.
– Exacto -dijo Jesús-. ¿Ves a esta mujer? ¿Ves lo que está haciendo? Cuando entré en tu casa no me ofreciste agua para los pies, en cambio ella los está lavando con sus lágrimas. No me recibiste con un beso, ella en cambio no ha dejado de besarme los pies desde que entró. No me diste aceite, ella en cambio ha vertido generosamente este preciado ungüento en mí. Hay una razón: esta mujer ha cometido grandes pecados, pero le han sido perdonados y por eso me ama tanto. Tú no has cometido muchos pecados, por lo que poco significa para ti saber que te han sido perdonados. Por consiguiente, me amas tanto menos.
Los demás comensales se quedaron atónitos. El discípulo memorizó las palabras y luego se las repitió fielmente a Cristo, que las anotó de principio a fin. En cuanto a la mujer, se convirtió en una de las discípulas más fieles de Jesús.
El extraño habla de verdad e historia
Cristo nunca sabía cuándo vendría a verle el extraño. La siguiente vez que lo hizo era noche cerrada y su voz habló quedamente desde el otro lado de la ventana.
– Cristo, ven y cuéntame qué ha estado sucediendo.
Cristo recogió sus pergaminos y salió de la casa con sumo sigilo. El extraño se lo llevó fuera de la ciudad, hasta la ladera oscura de un monte donde poder hablar sin ser oídos.
Cristo le contó todo lo que Jesús había hecho desde el sermón en la montaña mientras el extraño escuchaba atentamente.
– Has hecho un excelente trabajo -le dijo-. ¿Cómo te enteraste de lo sucedido en Tiro y Sidón? No estabas allí, si no me equivoco.
– He pedido a un discípulo de Jesús que me mantenga informado -dijo Cristo-. Sin que Jesús lo sepa, claro. Espero no haber cometido un error.
– Posees verdadero talento para esta tarea.
– Gracias, señor, aunque hay algo que me ayudaría a hacerla aún mejor. Si conociera el motivo de tus indagaciones, podría trabajar con más determinación. ¿Eres miembro del Sanedrín?
– ¿Eso piensas? ¿Cuál crees que es la función del Sanedrín?
– Es la institución que decide sobre importantes asuntos legales y doctrinales. También se ocupa de los impuestos y los temas administrativos y… y esas cosas. No estoy insinuando, ni muchos menos, que sea mera burocracia, aunque esas cosas son, desde luego, muy necesarias en los asuntos humanos…
– ¿Qué le contaste al discípulo que te hace de informante?
– Le conté que estaba escribiendo la historia del Reino de Dios y que él estaría ayudando en tan magnífica tarea.
– Excelente respuesta. Harías bien en aplicarla a tu pregunta. Al ayudarme, estás ayudando a escribir esa parte de la historia. Pero hay más, y no es algo que todo el mundo deba saber: escribiendo sobre lo que sucedió en el pasado ayudamos a moldear el futuro. Se acercan días oscuros, tiempos turbulentos; para poder abrir el camino que conduce al Reino de Dios, quienes sabemos debemos estar dispuestos a hacer de la historia la sierva de la posteridad y no su patrona. Lo que hubiera debido ser sirve mejor al Reino que lo que fue. Estoy seguro de que me entiendes.
– Sí -dijo Cristo-. Y si lees mis manuscritos…
– Los leeré con suma atención, y agradecido por tu valiente y desinteresada labor.
El extraño se guardó los manuscritos debajo de la capa y se dispuso a marcharse.
– Recuerda lo que te dije la primera vez que nos vimos. Existe el tiempo y lo que está fuera del tiempo. La historia pertenece al tiempo, pero la verdad pertenece a lo que está fuera del tiempo. Al escribir las cosas como hubieran debido ser estás dejando entrar la verdad en la historia. Tú eres la palabra de Dios.
– ¿Cuándo volverás? -preguntó Cristo. -Cuando se me necesite, y entonces hablaremos de tu hermano.
El extraño desapareció rápidamente en la oscuridad de la ladera. Cristo se quedó un buen rato sentado, a merced del frío viento, cavilando sobre lo que el extraño le había dicho. Las palabras «quienes sabemos» le parecían lo más emocionante que había oído en su vida. Y empezó a dudar de que su sospecha de que el extraño pertenecía al Sanedrín fuera acertada; no podía decirse que lo hubiese negado, pero parecía poseer unos conocimientos y un punto de vista muy diferentes de los abogados o rabinos a quienes Cristo había escuchado.
De hecho, ahora que lo pensaba, el extraño era muy diferente de las personas que Cristo había conocido en su vida. Las cosas que decía diferían tanto de lo que Cristo había leído en la Tora o escuchado en la sinagoga, que empezó a preguntarse si era siquiera judío. Hablaba perfectamente el arameo, pero era mucho más probable, dadas las circunstancias, que fuera un gentil, quizá un filósofo griego de Atenas o Alejandría.