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Lo que Jesús parecía estar diciendo con esos relatos, pensó Cristo, era horrible: que el amor de Dios era arbitrario e inmerecido, casi una lotería. Probablemente la amistad de Jesús con recaudadores de impuestos, prostitutas y demás seres indeseables guardara relación con esta actitud radical; parecía sentir verdadero desprecio por los comportamientos considerados virtuosos. En una ocasión narró la historia de dos hombres, un fariseo y un recaudador de impuestos, que fueron al templo a rezar. El fariseo, mirando al cielo, dijo:

– Dios, te doy gracias por no ser como otros hombres, un ladrón, un adúltero, un estafador, o como ese recaudador de impuestos de allí. Ayuno dos veces por semana y dono una décima parte de mis ingresos.

El recaudador de impuestos, en cambio, no se atrevía a mirar al cielo; mantenía la mirada gacha y se golpeaba el pecho, diciendo:

– Dios, te lo ruego, apiádate de este pecador.

Este y no el otro, dijo Jesús a quienes lo escuchaban, era el hombre que entraría en el Reino.

Se trataba, sin duda, de un mensaje popular; al pueblo llano le encantaba escuchar historias de hombres y mujeres como ellos que triunfaban inmerecidamente. Pero a Cristo le inquietaban tales historias, y estaba deseando preguntar al extraño sobre ellas.

El extraño se transforma; se avecina una crisis

No tardó en tener su oportunidad. Una noche que paseaba junto al mar de Galilea, creyéndose solo, se encontró a su lado al extraño. Sorprendido, exclamó:

– ¡Señor, no te había visto! Te pido perdón por no haberte saludado. ¿Llevas mucho tiempo caminando a mi lado? Estaba absorto en mis pensamientos.

– Siempre estoy cerca de ti -dijo el extraño, y echaron a andar.

– El último día que nos vimos -dijo Cristo- dijiste que la próxima vez hablaríamos de mi hermano.

– Y así será. ¿Qué futuro crees que le espera?

– ¿Futuro? No lo sé, señor. Está suscitando mucha animosidad. Me preocupa que, si no es prudente, pueda correr la misma suerte que Juan el Bautista o provoque a los romanos, como están haciendo los zelotes.

– ¿Es prudente?

– No. A mí me parece un necio. Ahora bien, si para él el Reino de Dios está tan cerca, poco importa ser cauto y prudente.

– ¿Para él, dices? ¿Me estás diciendo que no crees que esté en lo cierto? ¿Qué es solo una suposición y que podría estar equivocado?

– No exactamente -dijo Cristo-. Creo que entre él y yo hay una diferencia de énfasis. Yo creo, desde luego, que el Reino llegará. Pero él cree que llegará sin previo aviso porque Dios es impulsivo y arbitrario.

Contó al extraño las parábolas que lo inquietaban.

– Entiendo -dijo el extraño-. ¿Y tú? ¿Qué piensas tú de Dios?

– Pienso que es justo. La virtud ha de influir a la hora de ser recompensados o castigados. De lo contrario, ¿qué sentido tendría ser virtuoso? Lo que la ley y los profetas dicen, lo que el propio Jesús dice, carecería de sentido. No sería coherente.

– Comprendo tu inquietud.

Caminaron un rato en silencio.

– Y está el asunto de los gentiles -dijo Cristo.

Lo dejó ahí, esperando ver la reacción de su compañero. Si, como creía, el hombre era griego, seguro que mostraba interés.

Pero el extraño se limitó a decir:

– Continúa.

– El caso es que Jesús solo predica a los judíos -dijo Cristo-. Por ejemplo, ha dicho claramente que los gentiles son perros. Aparecía en los pergaminos que te entregué el último día.

– Lo recuerdo. ¿Y tú no estás de acuerdo?

Cristo era consciente de que si el extraño había venido para inducirlo a precipitarse en sus palabras, esta sería la forma en que lo haría: con preguntas sutiles.

– Como ya he dicho, señor -contestó con cautela-, creo que es una cuestión de énfasis. Sé que los judíos son el pueblo amado por Dios, así lo dicen las escrituras. Pero no hay duda de que Dios creó también a los gentiles, y que entre ellos hay hombres y mujeres buenos. Independientemente de la forma que adquiera el Reino, seguro que habrá una nueva dispensa, y no me sorprendería, dada la infinita misericordia y justicia de Dios, que su amor se extendiera a los gentiles… Pero tales misterios son profundos y quizá esté equivocado. Desearía, señor, que me contaras cuál es la verdad. Dijiste que está fuera del tiempo, pero mi saber es limitado y mis ojos están empañados.

– Ven conmigo -dijo el extraño.

Condujo a Cristo ladera arriba, hasta un lugar donde el sol crepuscular lo iluminaba todo. El extraño vestía ropajes de un blanco cegador.

– Te he preguntado por tu hermano -dijo el extraño- porque es evidente que se avecina una crisis y por su causa tú y Jesús seréis recordados en el futuro como Moisés y Elías son recordados ahora. Debemos asegurarnos, tú y yo, de que las crónicas de estos días otorguen la debida importancia a la naturaleza milagrosa de los acontecimientos que se están produciendo en el mundo. Por ejemplo, la voz procedente de la nube que oíste cuando tu hermano era bautizado.

– Recuerdo que mi madre te habló de ello… ¿Sabías, no obstante, que cuando se lo conté a Jesús le dije que la voz habló de él?

– Precisamente por eso eres el cronista idóneo para dejar constancia de tales hechos, mi querido Cristo, y por lo que tu nombre brillará con igual esplendor. Sabes cómo presentar un relato para que su auténtico significado brille con fuerza. Y cuando recopiles la historia de lo que el mundo está viviendo ahora, añadirás a los hechos externos y visibles su trascendencia interna y espiritual; por ejemplo, cuando restes importancia al relato de cómo Dios resta importancia al tiempo, serás capaz de hacer que Jesús anuncie a sus discípulos, como ocurrió en la verdad, los acontecimientos que están por venir de los que él, en la historia, no era consciente.

– Desde que me hablaste de la diferencia entre la verdad y la historia, siempre he intentado dejar que la verdad arroje luz sobre la historia.

– Y Jesús es la historia y tú eres la verdad -dijo el extraño-. Pero del mismo modo que la verdad sabe más que la historia, tú tendrás que ser más sabio que él. Tendrás que salirte del tiempo y ver la necesidad de cosas que los que están dentro del tiempo encuentran inquietantes o repugnantes. Tendrás que ver, mi querido Cristo, con los ojos de Dios y los ángeles. Verás las sombras y la oscuridad sin las cuales la luz no iluminaría. Necesitarás coraje y determinación; necesitarás toda tu fortaleza. ¿Estás listo para esa visión?

– Lo estoy, señor.

– En ese caso, volveremos a hablar muy pronto. Ahora cierra los ojos y duerme.

Y Cristo, presa de un cansancio abrumador, se tendió allí mismo, en el suelo. Cuando despertó, había anochecido y sintió que había tenido el sueño más extraño de su vida. Un sueño que, no obstante, había resuelto un misterio, porque ahora sabía que el extraño no era un maestro corriente, ni un miembro del Sanedrín, ni un filósofo griego: no era un ser humano. Solo podía ser un ángel.

Y retuvo la visión del ángel, de sus deslumbrantes ropajes blancos, y decidió dejar que la verdad de esa visión penetrara en la historia de su hermano.

Jesús debate con un legista; el buen samaritano

Cristo permanecía la mayor parte del tiempo alejado de Jesús, pues podía contar con las palabras de su informante. Sabía que su espía era digno de confianza porque a veces verificaba sus informes preguntando a otros qué había dicho Jesús aquí o hecho allá, y los encontraba siempre sumamente precisos.

Así y todo, cuando se enteraba de que Jesús iba a predicar en esta o aquella ciudad, en ocasiones acudía a es-cucharle personalmente, siempre desde el fondo de la concurrencia para pasar desapercibido. En una de esas ocasiones, oyó a un legista interrogar a Jesús. Los hombres de la ley se medían a menudo con él, pero Jesús salía airoso las más de las veces, aunque fuese, en opinión de Cristo, empleando métodos poco ortodoxos. Cuando contaba un relato, introducía elementos extralegales: persuadir a la gente manipulando sus emociones era muy útil a la hora de agenciarse un punto en el debate, pero dejaba la cuestión legal sin resolver.