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Esta vez el legista le dijo:

– Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?

Cristo escuchó atentamente la respuesta de Jesús.

– ¿No eres legista? Dime entonces qué dice la ley.

– Amarás a Dios, tu Señor, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente. Y amarás a tu prójimo como a ti mismo.

– Justamente -dijo Jesús-. Conoces bien la ley. Haz como dice y vivirás.

El hombre, después de todo, era legista y quería demostrar que tenía una respuesta para todo, así que dijo:

– Pero dime una cosa: ¿quién es mi prójimo?

Y Jesús relató la siguiente historia:

– Erase un hombre, judío como tú, que iba de Jerusalén a Jericó. Por el camino fue asaltado por una banda de ladrones que le quitaron todo lo que tenía, lo apalearon y lo dejaron junto al camino medio muerto.

»Aunque peligroso, se trata de un camino concurrido, y al rato pasó por él un sacerdote. Al ver al hombre cubierto de sangre tirado en el suelo, decidió mirar hacia otro lado y seguir su viaje. Más tarde se acercó un levita, y también él decidió no implicarse; pasó de largo todo lo deprisa que pudo.

»E1 siguiente en pasar por allí fue un samaritano. Al ver al hombre herido se detuvo para ayudarle. Vertió vino en las heridas para desinfectarlas y aceite para calmarlas. Hecho esto, cargó al hombre sobre su asno y lo llevó a una posada. Entregó dinero al posadero para que lo atendiera y dijo: "Si necesitas gastar más de lo que te he dado, anótalo y te lo devolveré la próxima vez que pase por aquí".

»Así pues, aquí tienes una pregunta como respuesta a tu pregunta: ¿cuál de esos tres hombres, el sacerdote, el levita y el samaritano, fue un prójimo para el hombre que fue asaltado en el camino ajericé?

El legista solo pudo responder:

– El hombre que le ayudó.

– Es cuanto necesitas saber -dijo Jesús-. Ve y haz tú lo mismo.

Cristo sabía, mientras escribía, que, por injusto que fuera, la gente recordaría ese relato mucho más tiempo que una definición legal.

María y Marta

Un día, Jesús y algunos de sus discípulos fueron invitados a comer por dos hermanas llamadas María y Marta. El informante explicó a Cristo lo que sucedió esa noche. María estaba sentada entre los comensales, oyendo hablar a Jesús, mientras Marta preparaba el ágape.

En un momento dado Marta entró para reprender a María.

– ¡Has dejado quemar el pan! ¡Mira! Te pedí que lo vigilaras y lo has olvidado por completo. ¿Cómo esperas que haga tres o cuatro cosas a la vez?

María replicó:

– El pan no es tan importante como esto. Estoy escuchando las palabras del maestro. Solo ha venido por esta noche, en cambio el pan siempre está ahí.

– Maestro, ¿qué opinas? -dijo Marta-. ¿No debería ayudarme si así se lo he pedido? Esta noche somos muchos. No puedo hacerlo todo yo sola.

Jesús dijo:

– María, podrás escuchar de nuevo mis palabras porque aquí hay personas que las recordarán. Pero si quemas el pan, nadie podrá comerlo. Ve y ayuda a tu hermana.

Cuando Cristo escuchó ese relato, supo que era otro de esos discursos de Jesús que serían mejor como verdad que como historia.

Cristo y la prostituta

La pocas ocasiones en que Cristo se acercaba a Jesús, procuraba evitar el contacto con él, pero a veces alguien le preguntaba quién era, qué hacía allí, si era discípulo de Jesús, etcétera. Lograba salir airoso de tales interrogatorios adoptando una actitud cortés y discreta. En realidad llamaba poco la atención y apenas hablaba con nadie, pero, siendo hombre, a veces echaba en falta un poco de compañía.

En una ocasión, en una ciudad que Jesús visitaba por primera vez y donde sus discípulos eran poco conocidos, Cristo entabló conversación con una mujer. Era una de esas prostitutas bien recibidas por Jesús, pero la mujer no había ido a cenar con ellos. Cuando vio solo a Cristo, dijo:

– ¿Te gustaría venir a mi casa?

Sabiendo la clase de mujer que era, y tras comprobar que nadie los veía, Cristo aceptó la invitación.

La siguió hasta el interior de su casa y aguardó a que ella entrara en la habitación trasera para asegurarse de que sus hijos dormían.

Cuando la mujer levantó el quinqué y le miró, exclamó sobresaltada:

– ¡Perdóname, maestro! La calle estaba oscura y no pude verte la cara.

– No soy Jesús -repuso Cristo-. Soy su hermano.

– Te pareces mucho a él. ¿Has venido a comerciar conmigo?

Cristo no fue capaz de responder, pero la mujer comprendió y le invitó a yacer en la cama con ella. El asunto terminó deprisa, y después Cristo sintió la necesidad de explicar por qué había aceptado su invitación.

– Mi hermano sostiene que los pecadores serán perdonados más fácilmente que los rectos -dijo-. Yo no he pecado mucho, puede que no haya pecado lo suficiente para obtener el perdón de Dios.

– Entonces, ¿viniste a mí no porque te tenté, sino por devoción? Si todos los hombres fueran como tú, no ganaría mucho.

– Naturalmente que me tentaste, de lo contrario no habría sido capaz de yacer contigo.

– ¿Se lo contarás a tu hermano?

– No hablo mucho con él. Nunca me escucha.

– Pareces resentido.

– No estoy resentido. Amo a mi hermano. Tiene una gran misión entre manos y desearía poder ayudarle más de lo que lo hago. Si estoy alicaído tal vez se deba a que me doy cuenta de que no puedo ser como él.

– ¿Quieres ser como él?

– Más que nada en el mundo. El actúa con pasión y yo actúo con una mente calculadora. Tengo una visión más amplia, puedo ver las consecuencias de las cosas que él hace sin pensarlas dos veces. Pero él actúa con todo su ser en cada momento, y yo siempre me estoy conteniendo, ya sea por cautela, por prudencia, o porque quiero observar y anotar en lugar de participar.

– Si abandonaras esa cautela podrías dejarte llevar por la pasión, como hace él.

– No -repuso Cristo-. Hay quienes viven de acuerdo con las normas, aferrándose a su rectitud, porque temen ser arrastrados por un torbellino de pasión, y hay quienes se aferran a las normas porque temen que en ellos no haya pasión alguna y que si se dejan llevar, se queden simplemente donde están, ridículos e impasibles, lo cual sería aún más difícil de soportar. Llevar una vida de férreo control les permite hacer como que solo mediante un enorme esfuerzo de voluntad son capaces de mantener las grandes pasiones a raya. Yo estoy entre los segundos. Lo sé, y no puedo hacer nada al respecto.

– Ser consciente ya es algo.

– Si mi hermano quisiera hablar de ello, lo convertiría en un relato inolvidable. Yo solo puedo describirlo.

– Describirlo ya es algo.

– Sí, es algo, pero no mucho.

– Entonces, ¿envidias a tu hermano?

– Le admiro, le amo, anhelo su aprobación, pero a él su familia le trae sin cuidado. Lo ha dicho muchas veces. Si yo desapareciera ni siquiera lo notaría, si me muriera no le importaría. Yo pienso en él constantemente, mientras que él no piensa en mí en absoluto. Le amo, y mi amor me atormenta. Hay veces que me siento como un fantasma a su lado, como si solo él fuera real y yo tan solo una ilusión. Pero ¿le envidio? ¿Envidio el amor y la admiración que la gente le profesa? No. Creo sinceramente que se merece eso y más. Quiero servirle… No, en realidad le estoy sirviendo, solo que de formas de las que él nunca será consciente.