– ¿También era así de niños?
– De niños él se metía en problemas y yo lo sacaba de ellos, o lo defendía, o desviaba la atención de los adultos con algún ardid o alguna observación aguda. El nunca me lo agradecía, daba por sentado que yo le rescataría. Y a mí no me importaba. Me gustaba servirle. Me gusta servirle.
– Si te parecieras a él no podrías servirle tan bien.
– Podría servir mejor a otras personas.
La mujer dijo entonces:
– Señor, ¿soy una pecadora?
– Sí, pero mi hermano te diría que tus pecados te son perdonados.
– ¿Y qué dices tú? -Yo creo que es cierto.
– Entonces, señor, ¿te importaría hacer algo por mí?
La mujer se abrió la túnica y le enseñó el pecho. Estaba invadido por un cáncer ulcerante.
– Si crees que mis pecados me son perdonados – dijo-, cúrame, por favor.
Cristo desvió los ojos. Luego miró de nuevo a la mujer y dijo:
– Tus pecados te son perdonados.
– ¿También yo debo creerlo?
– Sí. Yo debo creerlo y tú debes creerlo.
– Repítelo.
– Tus pecados te son perdonados. De verdad.
– ¿Cómo lo sabré?
– Has de tener fe.
– Si tengo fe, ¿me curaré?
– Sí.
– Yo tendré fe si tú la tienes, señor.
– La tengo.
– Dilo una vez más.
– Ya lo he dicho… Está bien: tus pecados te son perdonados.
– Y sin embargo no estoy curada. La mujer se cerró la túnica. Cristo dijo:
– Y yo no soy mi hermano. ¿Acaso no te lo he dicho? ¿Por qué me has pedido que te cure si sabías que no era Jesús? ¿He dicho en algún momento que pudiera curarte? He dicho «Tus pecados te son perdonados». Si, después de oír eso, te falta fe, la culpa es tuya.
La mujer se volvió hacia la pared y se echó la túnica sobre la cabeza.
Cristo se marchó, avergonzado. Salió de la ciudad, subió a un lugar tranquilo entre las rocas y suplicó que sus pecados le fueran perdonados. Lloró un poco. Tenía miedo de que el ángel le visitara, por lo que permaneció oculto toda la noche.
Las muchachas prudentes y las muchachas necias
La Pascua estaba cerca y eso instaba a la gente que escuchaba a Jesús a preguntar otra vez sobre el Reino: ¿Cuándo llegará? ¿Cómo lo sabremos? ¿Qué debemos hacer para prepararnos?
– Será como esto -les dijo-. En una boda, diez muchachas cogieron sus lámparas y salieron a recibir al novio e invitarle a pasar al banquete. Cinco de ellas se limitaron a coger sus lámparas, sin aceite de repuesto, mientras que las otras cinco, más precavidas, se llevaron algunos frascos de aceite.
»E1 novio no llegaba y el tiempo seguía pasando, y a las muchachas les empezó a entrar sueño y cerraron los ojos.
»A medianoche alguien gritó: "¡Ya llega! ¡El novio ya está aquí!".
»Las muchachas despertaron de golpe y procedieron a arreglar sus lámparas. Podéis imaginar lo que ocurrió: las necias descubrieron que se les había terminado el aceite.
»"¡Dadnos de vuestro aceite!", dijeron a las otras. "¡Mirad, nuestras lámparas se apagan!".
»Dos de las muchachas precavidas compartieron su aceite con dos de las necias, y las cuatro fueron admitidas en el banquete. Dos de las prudentes se negaron a compartir su aceite y el novio les cerró la puerta junto con dos de las necias.
«Entonces, la última muchacha prudente dijo: "Señor, hemos venido a celebrar tu boda, cada una de nosotras. Si no nos dejas entrar, prefiero quedarme fuera con mis hermanas, incluso después de que se me acabe el aceite".
»Y por ella el novio abrió las puertas y admitió a todas las muchachas en el banquete. Ahora bien, ¿dónde estaba el Reino de los cielos? ¿En la casa del novio? ¿Eso creéis? No, estaba fuera, en la oscuridad, con la muchacha prudente y sus hermanas, incluso después de que se le hubiera acabado el aceite.
Cristo anotó cada una de las palabras y decidió que mejoraría la historia después.
El extraño habla de Abraham e Isaac
La siguiente vez que el ángel se le apareció Cristo se encontraba en Jericó. Estaba siguiendo a Jesús y sus discípulos, que se dirigían a Jerusalén para la Pascua. Jesús se alojó en casa de uno de sus seguidores y Cristo tomó una habitación en una posada cercana. A medianoche salió para utilizar el retrete. Cuando se dio la vuelta para regresar a su cuarto, notó una mano en el hombro y enseguida supo que era el extraño.
– Ahora las cosas están sucediendo muy deprisa -dijo el extraño-. Debemos hablar sobre algo importante. Llévame a tu habitación.
Una vez dentro, Cristo encendió el quinqué y reunió los pergaminos que había escrito.
– Señor, ¿qué haces con los pergaminos? -preguntó.
– Los llevo a un lugar seguro.
– ¿Podré volver a verlos? Quizá necesite hacer algunas correcciones, a la luz de lo que he aprendido en este tiempo sobre la verdad y la historia.
– No temas, tendrás la oportunidad de hacerlo. Ahora habítame de tu hermano. ¿Cómo tiene al ánimo ahora que se acerca a Jerusalén?
– Parece tranquilo y confiado, señor. En eso no ha cambiado.
– ¿Habla de lo que espera que suceda allí? -Solo que el Reino vendrá muy pronto. Tal vez llegue mientras él se halla en el templo.
– ¿Y los discípulos? ¿Cómo está tu informante? ¿Sigue teniendo una relación estrecha con Jesús?
– Yo diría que se halla en la mejor posición. No es el más cercano ni el más favorecido. Pedro, Jacobo y Juan son los hombres a los que Jesús se confía más, pero mi informante ocupa una sólida posición entre los discípulos de medio rango. Sus informes son exhaustivos y fidedignos. Los he cotejado.
– Debemos pensar en recompensarle, pero ahora quiero hablar contigo de un asunto complejo.
– Soy todo oídos, señor.
– Los dos sabemos que para que el Reino florezca, hace falta un cuerpo de hombres y mujeres, tanto judíos como gentiles, fieles seguidores guiados por hombres de autoridad y sapiencia. Y esta iglesia, podemos llamarla iglesia, necesitará hombres de gran inteligencia y capacidad organizativa para concebir y desarrollar la estructura del cuerpo y formular las doctrinas que lo aglutinarán. Tales hombres existen, y están listos. A la iglesia no le faltará organización y doctrina.
»No obstante, mi querido Cristo, seguro que recuerdas la historia de Abraham e Isaac. Dios impone a su pueblo pruebas severas. ¿Cuántos hombres estarían dispuestos hoy día a actuar como Abraham, a sacrificar a un hijo porque el Señor se lo ha pedido? ¿Cuántos estarían dispuestos, como Isaac, a obedecer a su padre y dejarse atar las manos, tumbarse en el altar y aguardar pacíficamente el cuchillo con la serena confianza de estar haciendo lo correcto?
– Yo lo haría -respondió enseguida Cristo-. Si es lo que Dios quiere, lo haría. Si es por el bien del Reino, lo haría. Si es por el bien de mi hermano, lo haría.
Cristo hablaba con entusiasmo, pues sabía que eso le daría la oportunidad de expiar su incapacidad para curar a la mujer del cáncer. Si a alguien le había faltado fe era a él, no a la mujer; le había hablado severamente y todavía se avergonzaba de ello.
– Eres devoto de tu hermano -dijo el extraño.
– Sí. Todo lo que hago lo hago por él, aunque él no lo sepa. He estado moldeando la historia para magnificar su nombre.
– No olvides lo que te dije la primera vez que hablamos: tu nombre brillará tanto como el suyo.
– No pienso en eso.
– No, pero quizá te reconforte saber que otros sí piensan en ello y están trabajando para asegurarse de que así sea.
– ¿Otros? ¿Hay otros aparte de ti, señor?
– Una legión. Y así será, no temas por eso. Pero, antes de irme, deja que te pregunte de nuevo: ¿entiendes que quizá sea necesario que un hombre muera para que muchos otros puedan vivir?