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– He puesto mi vida en tus manos. Solo te pido, a cambio, un poco de información.

– No es la primera vez que tu fe flaquea.

– Si estás al corriente de la otra ocasión, sabrás lo mucho que lo lamenté. Daría lo que fuera por volver a vivir esa noche. En cualquier caso, ¿no he hecho fielmente todo lo que me has pedido? ¿No he dejado fiel constancia de la vida y las palabras de mi hermano? ¿Y no he aceptado el papel del que me hablaste la última vez que nos vimos? Estoy dispuesto a interpretar el papel de Isaac. Estoy dispuesto a dar mi vida por el Reino y reparar la vez que mi fe fue necesaria y flaqueó. Señor, te lo ruego, cuéntame algo más. Si no lo haces, habré de abandonar mi vida en la oscuridad.

– Te dije que se trataba de una tarea difícil. El papel de Isaac es fácil. El papel difícil es el de Abraham. No eres tú el que ha de morir. Tú entregarás a Jesús a las autoridades. Es él quien debe morir.

Cristo le miró estupefacto.

– ¿Traicionar a mi hermano? ¿Queriéndole como le quiero? ¡Jamás podría hacer una cosa así! ¡Señor, es demasiado duro! Te lo ruego, no me pidas eso.

En medio de su confusión, Cristo se levantó, juntó las manos y se golpeó la cabeza. Después se dejó caer y se aferró a las rodillas del ángel.

– ¡Déjame morir en su lugar, te lo suplico! -gritó-. Nos parecemos mucho, nadie lo notará. ¡Así podrá con-tincar su obra! ¿Qué hago yo salvo anotar sus palabras? ¡Cualquiera podría hacerlo! Mi informante es un hombre bueno y honesto, él podría escribirlas, estaría en muy buena posición para continuar la historia que yo he comenzado… ¡No me necesitas vivo! Me he pasado la vida intentando servir a mi hermano y ahora, cuando creía que podía hacerle el mayor servicio de todos muriendo en su lugar, pretendes que le traicione. ¡No me hagas eso! ¡No puedo hacerlo! ¡No puedo! Prescinde de mí.

El ángel le acarició el pelo.

– Levántate -dijo- y te desvelaré parte de lo que te ha sido ocultado.

Cristo se enjugó las lágrimas y trató de serenarse.

– La verdad de todo lo que voy a contarte ya la conoces -comenzó el extraño-. Tú mismo hablaste de gran parte de ella a Jesús con tus propias palabras. Le dijiste que la gente necesitaba milagros y señales; le hablaste de la importancia de acontecimientos sorprendentes para persuadirles de que creyeran. El no te escuchaba porque creía que el Reino estaba tan cerca que no sería necesaria la persuasión. Y trataste de que aceptara la existencia de lo que nosotros hemos acordado llamar iglesia. Él se burló de la idea, pero eras tú el que tenía razón, no él. Sin milagros, sin una iglesia, sin escrituras, el poder de sus palabras y sus obras será como agua derramada en arena. El agua la humedece, pero luego llega el sol y la seca, y al rato ya no queda un solo indicio de que estuvo allí. También la crónica histórica que has empezado a redactar meticulosamente, con tanta diligencia y atención a la verdad, se dispersará como si fuera hojas secas. Dentro de una generación el nombre de Jesús ya no significará nada, y tampoco el nombre de Cristo. ¿Cuántos sanadores, exorcistas y predicadores recorren los caminos de Palestina? Centenares. Todos ellos caerán en el olvido, y también Jesús. A menos que…

– Pero el Reino -dijo Cristo-, ¡el Reino ha de llegar!

– No -dijo el ángel-. En este mundo no habrá Reino. También tenías razón en eso.

– ¡Yo nunca negué el Reino!

– Sí que lo hiciste. Cuando describías la iglesia, hablabas como si el reino no pudiera llegar sin ella. Y tenías razón.

– ¡No! Yo dije que, si Dios quisiera, podría traer el Reino con solo levantar un dedo.

– Pero Dios no quiere. Dios quiere que la iglesia sea una imagen del Reino. La perfección no pertenece a este mundo; solo podemos tener una imagen de la perfección. Jesús, llevado por su pureza, exige demasiado a la gente. Sabemos que los seres humanos no son perfectos, como él desea que sean, y debemos adaptarnos a ellos. El verdadero Reino los cegaría, como hace el sol, pero aun así necesitan una imagen del mismo. Y la iglesia será esa imagen. Mi querido Cristo -prosiguió el extraño, inclinándose hacia delante-, la vida es difícil; existen profundidades, compromisos y misterios que para el ojo inocente parecen traiciones. Dejemos que los hombres sabios de la iglesia soporten esas cargas, porque a los fieles ya les toca soportar muchas otras. Hay niños que educar, enfermos que atender, hambrientos que alimentar. El cuerpo de fieles hará esas cosas con valentía, desinterés y constancia, y muchas más, porque existen otras necesidades. Está el deseo de belleza, música y arte, una sed aún más gratificante de saciar porque las cosas que la satisfacen no se consumen, sino que alimentan a todos los que tienen hambre de ellas, una y otra vez. La iglesia que describes inspirará todas esas cosas, y las proporcionará a manos llenas. Y está la noble pasión por el conocimiento y la investigación, por la filosofía, el magnífico estudio sobre la naturaleza y el misterio de la divinidad. Bajo la dirección y la protección de la iglesia, todas esas necesidades humanas, desde la más ordinaria y física a la más excepcional y espiritual, serán constantemente satisfechas, y se honrarán todos los pactos. La iglesia no será el Reino, porque el

Reino no es de este mundo; pero será la prefiguración del Reino, y el único camino para alcanzarlo.

»Pero solo, solo, si en el centro de esa iglesia está la presencia eterna de un hombre que, además de hombre, también es Dios y la palabra de Dios, un hombre que muere y es devuelto a la vida. Sin esa presencia, la iglesia se marchitará y perecerá, será una cascara vacía, como las demás estructuras humanas que viven un tiempo y luego mueren y desaparecen.

– ¿De qué estás hablando? ¿Qué quieres decir con «devuelto a la vida»?

– Si no vuelve a la vida, nada de todo eso sucederá. Si no resucita de entre los muertos, la fe de incontables millones de seres humanos aún por nacer morirá en el útero, y esa es una tumba de la que nada resucitará. Ya te expliqué que la verdad no es la historia, que la verdad está fuera del tiempo y entra en la oscuridad como una luz. Esta es esa verdad. Es una verdad que hará que todo suceda. Es la luz que iluminará el mundo.

– Pero ¿resucitará?

– ¡Qué terquedad! ¡Qué insensibilidad! Sucederá si crees en ello.

– ¡Ya sabes lo débil que es mi fe! Ni siquiera pude… Ya sabes lo que no pude hacer.

– Estamos hablando de la verdad, no de la historia -le recordó el ángel-. Puedes vivir la historia, pero debes escribir la verdad.

– Es en la historia donde quiero verle resucitar.

– Entonces cree.

– ¿Y si no puedo?

– Entonces piensa en un niño huérfano, perdido, hambriento y muerto de frío. Piensa en un hombre enfermo, atormentado por el dolor y el miedo. Piensa en una mujer moribunda, aterrada ante la inminente oscuridad. Habrá manos que les lleven alivio, alimento y calor, habrá voces bondadosas y tranquilizadoras, habrá lechos mullidos, dulces himnos, consuelo y alegría. Esas manos amables y esas voces dulces harán su trabajo de buen grado porque saben que un hombre murió y resucitó, y que esa verdad basta para acabar con todo el mal en el mundo.

– Aunque no haya sucedido.

El ángel calló.

Cristo aguardó una respuesta que no llegó. Entonces dijo:

– Ahora lo entiendo todo. Es preferible que un hombre muera a que estas buenas cosas no sucedan nunca, eso es lo que me estás diciendo. Si hubiera sabido eso antes, me pregunto si habría estado dispuesto a escucharte. No me extraña que hayas esperado todo este tiempo para aclarármelo. Me has atrapado en tu red y ahora estoy enredado en ella como un gladiador y no puedo escapar.

El ángel callaba.

Cristo continuó:

– ¿Por qué yo? ¿Por qué ha de ser mi mano la que le traicione? No será porque mi hermano sea difícil de encontrar. No hay prácticamente nadie en Jerusalén que no conozca su rostro. Seguro que hay algún desgraciado dispuesto a entregarlo por un puñado de monedas. ¿Por qué debo hacerlo yo?