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– ¿Recuerdas lo que dijo Abraham cuando se le ordenó que sacrificara a su hijo? -preguntó entonces el ángel.

Cristo guardó silencio. -No dijo nada -respondió al fin. – ¿Y recuerdas qué ocurrió cuando levantó el cuchillo?

– Un ángel le dijo que no hiciera daño al muchacho. Luego vio el carnero atrapado en el matorral.

El ángel se levantó para marcharse.

– Tómate tu tiempo, Cristo -dijo-. Medita sobre todo lo que te he contado. Cuando estés listo, ve a casa de Caifas, el sumo sacerdote.

Cristo en el estanque de Betesda

Cristo deseaba quedarse en su cuarto y pensar en el carnero en el matorral. ¿Le estaba diciendo el ángel con eso que algo ocurriría en el último momento que salvaría a su hermano? ¿Qué otra cosa podía haber querido decir?

Pero la habitación era pequeña y agobiante y Cristo necesitaba aire fresco. Se envolvió en su capa y salió a la calle. Echó a andar en dirección al templo y después se desvió hacia la puerta de Damasco. En un momento dado giró, no sabía si a izquierda o derecha, y de pronto se encontró en el estanque de Betesda, un lugar al que acudían tullidos de toda índole con la esperanza de ser curados. El estanque estaba rodeado de una columnata bajo la que pasaban la noche algunos enfermos, aunque teóricamente solo podían ir allí durante el día.

Cristo caminó con sigilo bajo la columnata y se sentó en los escalones que bajaban al estanque. Había una luna casi llena, pero las nubes cubrían el cielo y Cristo solo alcanzaba a ver la piedra clara y el agua oscura. Apenas llevaba allí un minuto cuando oyó un susurro. Alarmado, se dio la vuelta y vio que algo se acercaba: un hombre con las piernas paralizadas arrastrándose trabajosamente por el empedrado.

Cristo se levantó para irse pero el hombre le dijo:

– Espera, señor.

Volvió a sentarse. Quería estar solo, pero recordó la descripción del ángel de las buenas obras que haría esa iglesia que los dos querían ver hecha realidad. ¿Podía darle la espalda a ese pobre mendigo? ¿O acaso era, de alguna manera que no alcanzaba a imaginar, el carnero que debía ser sacrificado en lugar de Jesús?

– ¿Qué puedo hacer por ti? -le preguntó Cristo.

– Quedarte y charlar un rato conmigo. No quiero nada más.

El lisiado llegó junto a Cristo y se quedó allí tumbado, resoplando.

– ¿Cuánto tiempo llevas esperando tu curación? -Doce años, señor.

– ¿Es que nadie quiere ayudarte a entrar en el agua? ¿Quieres que te ayude yo?

– Ya es tarde, señor. Lo que ocurre es que de tanto en tanto un ángel aparece y agita el agua, y el primero que entra en el estanque después de eso se cura. Y yo voy muy despacio, como habrás observado.

– ¿Cómo vives? ¿Qué comes? ¿Tienes familia o amigos que cuiden de ti?

– De vez en cuando viene gente y nos da comida.

– ¿Por qué lo hacen? ¿Quiénes son?

– No sé quiénes son. Lo hacen porque… No sé por qué lo hacen. Quizá, simplemente, porque son buena gente.

– No digas tonterías -dijo otra voz desde la oscuridad-. La gente buena no existe. Ser bueno no es natural. Lo hacen para que otras personas tengan una elevada opinión de ellos. Si no fuera por eso, no lo harían.

– No sabes de lo que hablas -dijo una tercera voz desde la columnata-. La gente puede ganarse una opinión elevada de formas mucho más rápidas que haciendo el bien. Lo hacen porque tienen miedo.

– ¿Miedo de qué? -dijo la segunda voz.

– Miedo del infierno, ciego estúpido. Creen que pueden salvarse de ir al infierno haciendo el bien.

– No importa por qué lo hagan -dijo el paralítico-, mientras lo hagan. Además, la gente buena sí existe.

– Lo que hay es gente blanda como tú, gusano -dijo la tercera voz-. ¿Por qué no te ha ayudado nadie a entrar en el agua en doce años, eh? Porque estás sucio, por eso. Apestas, como apestamos todos. Te arrojarán un mendrugo de pan pero no te tocarán. Mira tú qué buenos. ¿Sabes cuál sería un verdadero acto de caridad? No que te echen pan. A ellos no les falta el pan. Pueden comprarlo cuando quieren. Un verdadero acto de caridad sería que una prostituta joven y bonita viniera aquí y nos hiciera pasar un buen rato a cambio de nada. ¿Puedes imaginarte a una muchacha de rostro dulce y piel sedosa yaciendo en mis brazos, con mis úlceras rezumando pus sobre todo su cuerpo y apestando como un estercolero? Si puedes imaginar eso, puedes imaginar la verdadera bondad. Yo, desde luego, no puedo. Aunque viviera mil años nunca vería esa clase de bondad.

– Porque no sería bondad -dijo el ciego-. Sería maldad y fornicación, y ella sería castigada y tú también.

– Está la vieja Sara -intervino el paralítico-. Vino la semana pasada. Lo hace a cambio de nada.

– Porque está loca y beoda -replicó el leproso-. O por lo menos lo bastante loca para yacer contigo, porque ni siquiera ella está dispuesta a yacer conmigo.

– Ni una prostituta muerta yacería contigo, leproso roñoso -dijo el ciego-. Antes saldría de su tumba y huiría arrastrando los huesos.

– Entonces, dime tú qué es la bondad -dijo el leproso.

– ¿Quieres saber qué es la bondad? Yo te diré qué es la bondad. Bondad sería agarrar un cuchillo afilado y recorrer la ciudad por la noche rebanándoles la garganta a todos los hombres ricos, y a sus esposas e hijos, y también a sus sirvientes, y a todos los seres que vivan en sus casas. Ese sería un acto de bondad suprema.

– No puedes decir que eso sería un acto de bondad -repuso el paralítico-. Eso sería asesinato, tanto si son ricos como si no. Está prohibido y lo sabes.

– Eres un ignorante. No conoces las escrituras. Cuando el rey Senaquerib tenía sitiada Jerusalén, el ángel del Señor descendió por la noche y asesinó a ciento ochenta y cinco mil soldados mientras dormían. Esa sí que fue una buena obra. Está justificado asesinar al opresor, siempre lo ha estado. Dime que nosotros, los pobres, no estamos oprimidos por los ricos. Si yo fuera rico, tendría sirvientes que cuidarían de mí y una esposa con la que yacer, e hijos que honrarían mi nombre. Tendría arpistas y cantantes que crearían bella música para mí, tendría administradores que cuidarían de mi dinero y controlarían mis campos y mi ganado, tendría todo lo necesario para hacerle la vida más fácil a un hombre ciego. El sumo sacerdote visitaría mi casa, me alabarían en las sinagogas, sería respetado en toda Judea.

– ¿Y serías caritativo con un pobre lisiado del estanque de Betesda? -preguntó el paralítico.

– No, no lo sería. No te daría ni una moneda. ¿Sabes por qué? Porque seguiría siendo ciego y no podría verte, y a quien intentara hablarme de ti no le escucharía. Porque sería rico y tú me traerías sin cuidado.

– Entonces mereces que te rebanen la garganta -dijo el leproso.

– A eso me refería.

Cristo dijo:

– Hay un hombre llamado Jesús, un hombre santo, un sanador. Si él viniera aquí…

– Sería una pérdida de tiempo -dijo el leproso-. Cada día acuden a este estanque una docena o más de mendigos contratados por hombres santos para que finjan estar tullidos. Por un par de dracmas juran que hace años que están tullidos o ciegos y luego representan una recuperación milagrosa. ¿Hombres santos? ¿Sanadores? No me hagas reír.

– Este hombre es diferente -dijo Cristo.

– Lo recuerdo -dijo el ciego-.Jesús. Vino aquí el sábado, el muy idiota. Los sacerdotes no le dejaron curar en sábado. Tendría que haberlo sabido.

– Pero curó a alguien -dijo el paralítico-, al viejo Hiram. Seguro que lo recuerdas. Le dijo: «Levántate, toma tu lecho y anda».

– Paparruchas -repuso el ciego-. Hiram llegó hasta la puerta del templo, volvió a tumbarse y siguió mendigando. Me lo contó la vieja Sara. Dijo que de qué le servía perder su manera de ganarse la vida. Mendigar era lo único que sabía hacer. ¡Tú y tus tonterías sobre la bondad! -Se volvió hacia Cristo-. ¿Qué tiene de bueno arrojar a un hombre a la calle sin oficio, sin casa, sin dinero? ¿Eh? Ese Jesús exige demasiado a la gente.