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– Pero es un buen hombre -repuso el paralítico-. Me da igual lo que digas. Podías sentirlo, podías verlo en sus ojos.

– Yo no lo vi -dijo el ciego.

– ¿Y qué crees tú que es la bondad? -preguntó Cristo al paralítico.

– Tan solo un poco de compañía humana, señor. Un hombre pobre disfruta de pocas cosas en la vida, y un tullido aún menos, señor. El contacto de una mano amable vale para mí más que el oro. Si me abrazaras, señor, si me rodearas con tus brazos un instante y me besaras, te lo agradecería enormemente. Eso sí sería un verdadero acto de bondad.

El hombre apestaba. El olor a heces, orina, vómito y años de roña acumulada emanaba de su cuerpo como una nube. Cristo se inclinó e intentó abrazarle, pero se vio obligado a retroceder. Sufrió una arcada y probó de nuevo. Hubo un momento torpe cuando el paralítico intentó rodearle con sus brazos, y entonces el olor se hizo insoportable. Cristo le dio un beso fugaz, se lo quitó de encima y se levantó.

Una carcajada breve sonó en la oscuridad de la columnata.

Cristo salió a toda prisa y aspiró profundamente el aire fresco de la noche, y solo cuando hubo dejado atrás la gran torre de la esquina del templo se dio cuenta de que durante el torpe abrazo el paralítico le había robado la bolsa de monedas que llevaba colgada del cintraron.

Temblando, se sentó en un rincón del muro y lloró por él, por el dinero que había perdido, por los tres hombres del estanque de Betesda, por su hermano Jesús, por la prostituta con cáncer, por toda la gente pobre del mundo, por su madre y por su padre, por su niñez, cuando era tan fácil ser bueno. Las cosas no podían seguir así.

Cuando se hubo serenado fue a reunirse con el ángel en casa de Caifas, pero seguía temblando.

Caifas

Cuando Cristo llegó, encontró al ángel aguardándole en el patio y ambos fueron conducidos ante el sumo sacerdote. Lo encontraron levantándose de la oración. Aunque había despedido a todos sus asesores, diciendo que necesitaba meditar sobre sus propuestas, recibió al ángel como si fuera un estimado consejero.

– Este es el hombre -le dijo el ángel, señalando a Cristo.

– Gracias por venir. ¿Puedo ofreceros algo de beber? -dijo Caifas.

Cristo y el ángel negaron con la cabeza.

– Tal vez sea mejor así -dijo Caifas-. Se trata de un asunto desafortunado. No quiero conocer tu nombre. Supongo que tu amigo ya te ha contado lo que necesitamos. Los guardias que arrestarán a Jesús fueron reclutados en otro lugar y no conocen su cara, por lo que necesitamos a alguien que lo señale. ¿Estás dispuesto a hacerlo?

– Sí -dijo Cristo-. Pero ¿por qué han tenido que reclutar guardias de fuera?

– Te seré franco. Existe mucha disensión, no solo dentro de nuestro consejo sino entre la gente, y los guardias no son inmunes a ella. Los que han visto y escuchado a Jesús son volátiles e inestables; unos lo aman y otros lo desprecian. Debo asegurarme de que los guardias que envíe no discutirán entre sí. Se trata de una situación muy delicada.

– ¿Y tú has visto y escuchado a Jesús? -preguntó Cristo.

– Por desgracia, no he tenido la oportunidad. Como es lógico, se me ha informado detalladamente de sus palabras y obras. Si corrieran tiempos más tranquilos, me encantaría conocerle y conversar sobre temas de interés común, pero he de mantener un equilibrio sumamente difícil. Mi principal prioridad es conservar unida la masa de fieles. Hay facciones que desean escindirse y unirse a los zelotes; otras están deseando que congregue a todos los judíos en un claro desafío a los romanos; y otras insisten en que mantenga buenas relaciones con el gobernador, alegando que nuestro principal deber es preservar la paz y la vida de nuestro pueblo. He de satisfacer tantas de esas demandas como me sea posible sin granjearme la antipatía de los que no tengo más remedio que decepcionar y, sobre todo, como ya he dicho, mantener cierta unidad. Es difícil encontrar el equilibrio. El Señor, sin embargo, ha puesto esa carga sobre mis hombros, y debo sobrellevarla lo mejor que pueda.

– ¿Qué le harán los romanos a Jesús?

– Yo… -Caifas extendió las manos-. Harán lo que tengan que hacer. En cualquier caso, no habrían tardado mucho en detenerle. Y ese es otro de nuestros problemas; si las autoridades religiosas no nos ocupamos de ese hombre, daremos la impresión de que le estamos apoyando y eso pondrá a todos los judíos en peligro. Debo cuidar de mi gente. El gobernador, además, es un hombre cruel. Si pudiera salvar a este Jesús, si pudiera realizar un milagro y trasladarlo en un instante a Babilonia o Atenas, lo haría sin vacilar. Pero estamos limitados por las circunstancias. No puedo hacer otra cosa.

Cristo inclinó la cabeza. Se daba cuenta de que Caifás era un hombre bueno y honesto, y que su posición era imposible.

El sumo sacerdote se dio la vuelta y cogió una bolsita de dinero.

– Deja que te remunere por tus molestias -dijo.

Y Cristo recordó que le habían robado su bolsa y que debía la habitación. Le avergonzaba, con todo, aceptar el dinero de Caifas. Sabía que el ángel le estaba viendo dudar, de modo que se volvió hacia él para explicarse.

– Me han robado la…

El ángel levantó una mano para indicarle que comprendía.

– No tienes que explicarte -dijo-. Toma el dinero. Te lo ofrecen de corazón.

De modo que Cristo lo tomó, y volvió a sentir náuseas.

Caifas se despidió de ellos e hizo llamar al capitán de la guardia.

Jesús en el huerto de Getsemaní

Jesús había pasado todo ese tiempo conversando con sus discípulos, pero a medianoche dijo:

– Voy a salir. Pedro, Jacobo y Juan, acompañadme. Los demás podéis quedaros y dormir.

Se dirigieron a la puerta del muro de la ciudad que tenían más cerca.

Pedro dijo:

– Maestro, ve con cuidado esta noche. Corre el rumor de que están reforzando la guardia del templo. Y el gobernador está buscando un pretexto para tomar medidas enérgicas… Está en boca de todos.

– ¿Y por qué hacen eso?

– Por cosas como esa -dijo Juan, señalando las palabras JESÚS REY escritas con barro en el muro más cercano.

– ¿Lo habéis escrito vosotros? -preguntó Jesús.

– Naturalmente que no.

– Entonces no os concierne. No hagáis caso.

Juan sabía que les concernía a todos, pero calló. Se rezagó para poder borrar las palabras y luego regresó junto a ellos.

Jesús cruzó el valle hasta un jardín situado en la ladera del Monte de los Olivos.

– Esperad aquí -dijo-. Haced guardia y avisadme si viene alguien.

Se sentaron bajo un olivo y se ciñeron la capa porque la noche era fría. Jesús se alejó un pequeño trecho y se arrodilló.

– No me escuchas -susurró-. Llevo toda mi vida hablándote y solo recibo silencio. ¿Dónde estás? ¿Te encuentras ahí arriba, entre las estrellas? ¿Es eso? ¿Ocupado creando otro mundo, quizá, porque estás harto de este? Te has ido, ¿verdad? Nos has abandonado.

»Estás haciendo de mí un embustero, ¿te das cuenta? Yo no quiero decir mentiras, trato de decir siempre la verdad. Pero les digo que eres un padre bondadoso que cuida de todos ellos y no lo eres. Por lo que a mí respecta, además de sordo eres ciego. ¿No puedes ver o simplemente no quieres mirar? ¿Cuál de las dos cosas?

»No respondes. No te interesa.

»Si me estuvieras escuchando, sabrías lo que significa para mí la verdad. No soy uno de esos charlatanes, uno de esos filósofos quisquillosos con sus perfumadas estupideces griegas sobre un mundo puro de formas espirituales donde todo es perfecto, el único lugar donde está la verdad, a diferencia de este sucio mundo material que es corrupto y burdo, lleno de falsedades e imperfecciones… ¿Les has oído? Qué pregunta tan absurda. Tampoco te interesan las calumnias.