»Esto es cuanto puedo hacer ahora, susurrarle al silencio. ¿Cuánto más tiempo me apetecerá hacerlo? Tú no estás ahí. Nunca me has escuchado. Haría mejor en hablarle a un árbol, a un perro, a una lechuza, a un saltamontes. Ellos siempre estarán ahí. Yo estoy con el necio del salmo. Creías que podríamos apañarnos sin ti; no, en realidad te traía sin cuidado que pudiéramos o no apañarnos sin ti. Simplemente te levantaste y te fuiste. Pues lo estamos haciendo, nos estamos apañando. Yo formo parte de este mundo y amo hasta el último grano de arena, la última brizna de hierba, la última gota de sangre que contiene. Da igual que no haya nada más, porque estas cosas bastan para regocijar el corazón y sosegar el espíritu; y sabemos que deleitan al cuerpo. Cuerpo y espíritu… ¿qué diferencia hay? ¿Dónde acaba uno y empieza el otro? ¿No son la misma cosa?
»De vez en cuando nos acordaremos de ti como de un abuelo que fue querido en su momento pero falleció, y contaremos historias sobre ti. Y alimentaremos a los corderos y cosecharemos el maíz y prensaremos el vino, y nos sentaremos bajo un árbol, con el fresco del atardecer, y daremos la bienvenida al forastero y cuidaremos de los niños, y atenderemos a los enfermos y consolaremos a los moribundos, y yaceremos cuando nos llegue la hora, sin angustia, sin miedo, y regresaremos a la tierra.
»Y dejaremos que el silencio hable consigo mismo… Jesús se detuvo. No deseaba decir nada más.
El prendimiento de Jesús
Pero a cierta distancia Juan se estaba incorporando y frotando los ojos. Seguidamente despertó a Pedro con el pie y señaló el valle. Por último se levantó y se acercó corriendo a Jesús, que seguía arrodillado.
– Maestro -dijo-, perdona que te interrumpa, pero hay hombres con antorchas subiendo por el sendero.
Jesús aceptó la mano de Juan para levantarse.
– Podrías huir, maestro. Pedro tiene una espada. Podemos entretenerles, decirles que no te hemos visto.
– No -dijo Jesús-. No quiero enfrentamientos.
Se reunió con los demás discípulos y le dijo a Pedro que se guardara la espada.
Mientras subían por el sendero iluminados por las antorchas, Cristo dijo al capitán de los guardias:
– Le abrazaré, así sabréis quién es.
Cuando llegaron junto a Jesús y los otros tres, Cristo se acercó a su hermano y le besó.
– ¿Tú? -dijo Jesús.
Cristo quiso decir algo, pero los guardias lo apartaron y avanzaron hasta Jesús. Enseguida se perdió entre la multitud de curiosos que, habiendo escuchado rumores sobre lo que iba a suceder, habían ido a mirar.
Al ver a Jesús prendido, la gente se sintió estafada, pues pensó que era un impostor religioso más y que todo lo que había contado era mentira. Le abuchearon y grita¬
ron, y probablemente le habrían linchado allí mismo si los guardias no lo hubieran impedido. Pedro hizo ademán de desenfundar nuevamente su espada, pero Jesús meneó la cabeza.
– ¡Maestro, estamos contigo! -exclamó Pedro-. ¡No te abandonaremos! ¡Te seguiré a donde te Deven!
Los guardias se llevaron a Jesús sendero abajo y Pedro los siguió. Cruzaron la puerta de la ciudad y entraron en la casa del sumo sacerdote. Pedro tuvo que esperar fuera, en el patio, donde se sumó a los guardias y sirvientes congregados ante el brasero que habían encendido para calentarse, pues la noche era fría.
Jesús ante el Consejo
Caifas había reunido en su casa un Consejo urgente de sacerdotes supremos, ancianos y escribas. Se trataba de una medida excepcional, pues la ley judía prohibía que se celebraran consejos de noche, pero las circunstancias lo re-querían. Si querían ocuparse de Jesús, debían hacerlo antes de que comenzara la Pascua.
Jesús fue llevado ante el Consejo y sus miembros procedieron a interrogarle. Algunos sacerdotes que habían perdido en sus debates con él estaban deseando encontrar una razón para entregarlo a los romanos y llamaron a testigos con la esperanza de poder condenarle. Sin embargo, no los habían preparado lo suficientemente bien y algunos se contradecían. Por ejemplo, uno dijo:
– Le oí decir que podía destruir el templo y levantar otro en tres días.
– ¡No! ¡Eso no lo dijo él! -repuso otro-. Lo dijo uno de sus discípulos.
– ¡Pero Jesús no lo negó!
– ¡Lo dijo Jesús! ¡Lo oí con mis propios oídos!
No todos los sacerdotes estaban seguros de que eso fuera razón suficiente para declararlo culpable.
Finalmente, Caifas dijo:
– Jesús, ¿qué tienes que decir al respecto? ¿Cuál es tu respuesta a tales acusaciones? Jesús no contestó.
– ¿Y qué hay de esa otra acusación de blasfemia? ¿Que aseguras ser el hijo de Dios? El Mesías.
– Eso lo dices tú -replicó Jesús.
– Lo dicen tus discípulos -repuso Caifas-. ¿No te consideras de algún modo responsable?
– Les he pedido que no lo digan. Pero aunque lo hubiera dicho, no sería una blasfemia, como bien sabes.
Jesús tenía razón, y Caifas y los sacerdotes lo sabían. Estrictamente hablando, blasfemia era maldecir el nombre de Dios, y Jesús jamás había hecho tal cosa.
– ¿Y qué hay de esa afirmación de que eres el rey de los judíos? Está escrito en todas las paredes. ¿Qué tienes que decir a eso?
Jesús calló.
– El silencio no es una respuesta -dijo Caifas. Jesús sonrió.
– Jesús, estamos haciendo un gran esfuerzo por ser justos contigo -prosiguió el sumo sacerdote-. A nosotros nos parece que has hecho cuanto está en tu mano por generar problemas, no solo con nosotros sino con los romanos. Y corren tiempos difíciles. Tenemos que proteger a nuestro pueblo. ¿Es que no lo entiendes? ¿Es que no te das cuenta del peligro en el que nos estás poniendo a todos?
Jesús seguía sin responder.
Caifas se volvió hacia los sacerdotes y escribas y se dirigió a ellos:
– Lamento decir que no nos queda otra elección. Por la mañana llevaremos a este hombre ante el gobernador. Naturalmente, rezaremos para que se apiade de él.
Pedro
Mientras esto ocurría dentro de la casa del sumo sacerdote, el patio se hallaba abarrotado de gente que, apiñada alrededor del brasero, hablaba acaloradamente sobre el prendimiento de Jesús y lo que iba a suceder a continuación. Pedro estaba entre ellos, y en un momento dado una criada le miró y dijo:
– Tú estabas con ese Jesús, ¿verdad? Ayer te vi con él.
– No -dijo Pedro-. Yo no conozco a ese hombre.
Al rato, un individuo comentó a sus compañeros:
– Ese hombre es un discípulo de Jesús. Estaba en el templo con él cuando volcó las mesas de los mercaderes.
– No es cierto -dijo Pedro-. Me confundes con alguien.
Y justo antes del alba, una tercera persona, tras oír comentar algo a Pedro, dijo:
– Tú eres uno de ellos, ¿verdad? Lo sé por tu acento. Eres galileo, como Jesús.
– No sé de qué me hablas -respondió Pedro.
Un gallo cacareó justo entonces. Hasta ese momento parecía que el mundo estuviera conteniendo el aliento, que el tiempo mismo se hubiera detenido durante las horas de oscuridad, pero pronto se haría la luz y con ella el desconsuelo irrumpiría con fuerza. Presintiéndolo, Pedro salió y lloró amargamente.
Jesús y Pilato
Tras entregar a su hermano a los soldados, Cristo se marchó para orar a solas. Confiaba en que el ángel le visitara, porque sentía que tenía que hablar de lo que había hecho y lo que iba a suceder a continuación; y ansiaba explicar lo del dinero.