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– ¿Crees que la palabra de Dios puede transmitirse con juegos de magia?

– Yo no lo expresaría de ese modo. Dios siempre ha recurrido a los milagros para convencer a su pueblo. Piensa en cuando Moisés cruzó el mar Rojo con su pueblo. O cuando Elías devolvió la salud al hijo de la viuda. Piensa en la pobre mujer acosada por sus acreedores, a quien Elíseo ordenó que vertiera el aceite de una vasija en varias vasijas vacías, y estas se llenaron hasta arriba y la mujer pudo venderlas y saldar sus deudas. Al ofrecer tales milagros, estamos mostrando al pueblo el poder infinito de la bondad de Dios, y lo hacemos con una inmediatez gráfica para que sus corazones simples vean, comprendan y crean simultáneamente.

– Te estás refiriendo todo el rato a nosotros -dijo Jesús-. ¿Acaso eres uno de esos taumaturgos?

– Yo solo no. ¡Pero tú y yo juntos sí!

– Jamás.

– Imagina, por ejemplo, el impacto que tendría que un hombre subiera a lo alto del templo y saltara al vacío creyendo firmemente que Dios hará lo que dicen los salmos y enviará ángeles para que lo recojan. «El ha ordenado a sus ángeles que te protejan en todos tus caminos, y con sus brazos te sostendrán para que no tropieces con ninguna piedra.» Figúrate…

– ¿Eso es todo lo que has aprendido de las escrituras? ¿Cómo montar espectáculos sensacionalistas para los crédulos? Harías bien en olvidar todo eso y prestar más atención al verdadero significado de las cosas. Recuerda lo que dice la escritura: «No pongas a prueba al Señor, tu Dios».

– En ese caso, ¿cuál es el verdadero significado de las cosas?

– Dios nos ama como un padre, y su Reino está cerca. Cristo se acercó un poco más.

– Pero eso es precisamente lo que podemos demostrar con milagros -dijo-. Y estoy seguro de que el Reino es una prueba para nosotros: debemos ayudar a preparar el camino. Dios solo tendría que levantar un dedo para conseguirlo, de eso no hay duda, pero ¿no sería mucho mejor que el camino lo prepararan hombres como el Bautista, hombres como tú? Piensa en las ventajas de tener una masa de creyentes, una estructura, una organización. ¡Puedo verlo con tanta claridad, Jesús! Puedo ver el mundo entero reunido en este reino de fieles. ¡Piénsalo! Familias rindiendo culto en comunidad, con un sacerdote en cada pueblo y ciudad, una asociación de grupos locales bajo la dirección y asesoramiento de patriarcas regionales que a su vez tendrían que responder ante la autoridad de un director supremo, ¡una suerte de regente de Dios en la tierra! Habría consejos de eruditos para debatir y acordar los detalles del culto y los rituales y, más importante aún, para regular las complejidades de la fe y determinar lo que debe creerse y lo que no. Puedo ver a los príncipes de las naciones, al mismísimo César, teniendo que inclinarse ante esta organización y jurar obediencia al Reino de Dios en la tierra. Y puedo ver las leyes y proclamas llegando a todos los confines de la tierra. Puedo ver al bondadoso recompensado y al malvado castigado. Puedo ver a misioneros llevando la palabra de Dios a los lugares más recónditos e ignorantes e introduciendo a todo hombre, mujer y niño en la gran familia de Dios. Sí, tanto a gentiles como a judíos. Puedo ver cómo se desvanecen las dudas, cómo desaparecen las discordias, puedo ver los rostros radiantes de los fieles mirando al cielo con veneración. Puedo ver la majestuosidad y el esplendor de los grandes templos, los patios, los palacios dedicados a la gloria de Dios. ¡Y puedo ver esta maravillosa obra prolongándose de generación en generación, de milenio en milenio! ¿No te parece una visión maravillosa, Jesús? ¿No es algo por lo que merezca la pena perder hasta la última gota de sangre de nuestro cuerpo? ¿Te unirás a mí en esta empresa? ¿Serás parte de esta extraordinaria obra y ayudarás a traer el Reino de Dios a la tierra? Jesús miró a su hermano.

– Fantasma -dijo-, sombra humana. ¿Hasta la última gota de sangre de nuestro cuerpo? Tú no tienes sangre de la que poder hablar; sería mi sangre la que ofrecerías para hacer realidad tu visión. Lo que describes suena a obra de Satanás. Dios traerá su Reino como quiera y cuando quiera. ¿Crees que tu poderosa organización lo reconocería cuando llegara? ¡Incauto! El Reino de Dios entraría en esos magníficos patios y palacios como un pobre viajero con polvo en los pies. Los guardias enseguida repararían en él, le pedirían la documentación, le darían una paliza y por último lo echarían a la calle. «Sigue tu camino», le dirían, «nada se te ha perdido aquí.»

– Lamento que lo veas de ese modo -dijo Cristo-. Ojalá me permitieras persuadirte. Es justamente tu vehemencia, tu impecable moralidad, tu pureza lo que podría resultarnos tan útil. Sé que al principio cometeríamos errores. ¿No te unirías a mí para enmendarlos? Nadie en la tierra podría guiarnos mejor que tú. ¿No te parece preferible comprometerse, entrar y mejorar las cosas, que quedarse fuera y limitarse a criticar?

– Algún día alguien te recordará esas palabras y sentirás que las náuseas y la vergüenza te retuercen el estómago. Ahora déjame solo. Rinde culto a Dios. Esa es la única tarea en la que debes pensar.

Cristo dejó Jesús en el desierto y regresó a Nazaret.

José da la bienvenida a su hijo

En esa época José estaba ya muy viejo. Cuando vio entrar a Cristo en la casa, lo confundió con su primogénito y se levantó trabajosamente para abrazarle.

– ¡Jesús! -dijo-. ¡Mi querido hijo! ¿Dónde has estado? ¡Te he echado tanto de menos…! No debiste marcharte sin decirme nada.

– No soy Jesús, padre -repuso Cristo-. Soy tu hijo Cristo.

José retrocedió y dijo:

– Entonces, ¿dónde está Jesús? Le echo de menos. Creo que es una pena que no esté aquí. ¿Por qué se ha ido?

– Está en el desierto haciendo sus cosas -dijo Cristo.

José se llevó un gran disgusto, pues pensó que ya nunca volvería a ver a Jesús. El desierto estaba plagado de peligros; podría sucederle cualquier cosa.

Poco después José oyó en la ciudad el rumor de que Jesús había sido visto regresando a casa y ordenó la preparación de un gran festín para celebrar su vuelta. Cristo estaba en la sinagoga cuando se enteró de la noticia y fue corriendo a casa para reprochárselo a su padre.

– Padre, ¿por qué preparas un festín para Jesús? Yo nunca he abandonado esta casa, nunca he desobedecido tus órdenes, y sin embargo nunca has preparado un festín en mi honor. Jesús, en cambio, se marchó sin avisar, te dejó con trabajo por hacer y no piensa en su familia ni en nadie.

– Tú siempre estás en casa -repuso José-. Todo lo que tengo también es tuyo. Pero cuando alguien vuelve a casa después de una larga ausencia, es justo celebrarlo con un festín.

Y hallándose Jesús todavía a un trecho, José salió corriendo a su encuentro. Le besó y abrazó afectuosamente. Jesús, conmovido por el gesto del anciano, dijo:

– Padre, he pecado contra ti. Hice mal al no comunicarte mi marcha. No soy digno de ser llamado tu hijo. – ¡Mi querido hijo! ¡Te daba por muerto y estás vivo!

Y José besó de nuevo a Jesús, le colocó sobre los hombros una túnica limpia y lo condujo al festín. Cristo saludó calurosamente a su hermano, pero Jesús le miró como si supiera lo que le había dicho a su padre. Nadie más lo había oído, y nadie reparó en la mirada que cruzaron.