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Jesús inicia su ministerio

Poco tiempo después corrió la noticia de que Juan el Bautista había sido prendido por orden del rey Herodes Antipas, hijo del Herodes que había ordenando la matanza de los niños de Belén. Herodes Antipas le había arrebatado la esposa a su hermano Filipo y se había casado con ella, desafiando así las leyes de Moisés, y Juan le había criticado abiertamente por ello. El rey, indignado, ordenó su prendimiento.

Esa pareció ser una señal para Jesús, que empezó de inmediato a predicar y enseñar en Cafarnaún y demás ciudades en torno al mar de Galilea. Al igual que Juan, Jesús alentaba a la gente a arrepentirse de sus pecados, luciéndoles que el Reino de Dios estaba cerca. Sus palabras hacían mella en mucha gente, pero algunos pensaban que era demasiado imprudente, porque a las autoridades romanas no iba a gustarles oír palabras tan incendiarias, y tampoco a los dirigentes de los judíos.

Jesús no tardó en atraer seguidores. Un día, mientras caminaba por la orilla del lago, se puso a conversar con dos hermanos pescadores, Pedro y Andrés, que estaban echando la red al agua.

– Venid conmigo -dijo-, y ayudadme a pescar hombres y mujeres en lugar de peces.

Al verlo acompañado de aquellos dos, otros dos pescadores llamados Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, dejaron a su padre y le siguieron también.

Jesús no tardó en ser conocido en la región no solo por sus palabras, sino por los extraordinarios sucesos que, según se decía, tenían lugar allí adónde iba. Por ejemplo, un día fue a casa de Pedro y encontró a su suegra con fiebre muy alta. Cuando Jesús entró para hablar con ella, la mujer se recuperó de golpe y se levantó para servirles comida. La gente decía que había sido un milagro.

En otra ocasión, hallándose Jesús en la sinagoga de Cafarnaún un sábado, un hombre empezó a gritar:

– ¿A qué has venido, Jesús de Nazaret? ¿Qué crees que estás haciendo? ¡Déjanos en paz! ¿Has venido a destruirnos? ¡Sé quién eres! Te haces llamar el Santo de Dios. ¿Lo eres? ¿Realmente lo eres?

El hombre era un poseso inofensivo, una de esas criaturas que gritan y berrean por razones que ni ellos en-tienden, que oyen voces y hablan con gente imaginaria.

Jesús le miró con calma y dijo:

– Ya puedes dejar de gritar. Se ha ido.

El hombre calló y se quedó muy quieto, abochornado, como si acabara de despertarse en medio de la multitud. A partir de entonces ya nunca volvió a gritar, y la gente decía que era porque Jesús lo había exorcizado y le había extirpado el demonio. Y así fue como empezaron a correr historias. La gente decía que podía curar toda clase de enfermedades y que los espíritus malignos huían cuando él hablaba.

De vuelta en Nazaret, el sábado fue a la sinagoga, como era su costumbre. Se levantó para leer y el encargado le tendió el rollo del profeta Isaías.

– ¿No es ese el hijo de José, el carpintero? -susurró alguien.

– He oído que ha estado predicando y haciendo milagros en Cafarnaún -susurró otro.

– Si es de Nazaret, ¿por qué se va a hacer milagros a Cafarnaún? -susurró un tercero-. Debería quedarse aquí y hacer obras buenas en su ciudad.

Jesús leyó las palabras de un lado del libro y del otro:

«El espíritu del Señor está conmigo, pues él me ha ungido para llevar buenas nuevas a los pobres».

«Me ha enviado a proclamar la liberación de los cautivos y la restitución de la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos.»

«A proclamar el año del favor del Señor.»

Devolvió el rollo. Todos los ojos estaban fijos en él, pues la gente estaba impaciente por oír sus palabras.

– Queréis un profeta -dijo-. Más que eso: queréis un taumaturgo. Oí los murmuDos que corrían por la sinagoga cuando me levanté. Queréis que haga aquí lo que os han contado que hice en Cafarnaún. También yo he oído esos rumores, pero tengo juicio suficiente para no hacer caso de ellos. Es preciso que reflexionéis. Muchos de vosotros sabéis quién soy: Jesús, el hijo del carpintero José, y esta es mi ciudad natal. ¿Cuándo ha sido honrado un profeta en su ciudad natal? Si os creéis merecedores de milagros por quienes sois, pensad en esto: cuando el hambre asoló la tierra de Israel y en tres años no cayó una sola gota de lluvia, ¿a quién ayudó el profeta Elías por orden de Dios? ¿A una viuda israelita? No, a una viuda de Sarpeta de Sidón. Una extranjera. Asimismo, ¿había leprosos en la tierra de Israel en los tiempos de Elíseo? Muchos. ¿Y a quién sanó? Al sirio Naamán. ¿Pensáis que os basta con ser quienes sois? Más os vale comenzar a considerar qué hacéis.

Cristo escuchaba las palabras de su hermano mientras observaba detenidamente a los presentes, y no se sorprendió cuando la ira se apoderó de ellos. Sabía que sus palabras los enfurecerían, y habría advertido de ello a Jesús si le hubiera consultado. Esa no era forma de transmitir un mensaje.

– ¿Quién se cree que es? -dijo uno.

– ¿Cómo se atreve a venir aquí y hablarnos de ese modo? -dijo otro.

– ¡Esto es un escándalo! -exclamó un tercero-. ¡No deberíamos estar escuchando a un hombre que habla mal de su propia gente, y en la sinagoga, nada menos!

Antes de que Jesús pudiera decir otra palabra, se levantaron y lo prendieron. Se lo llevaron a lo alto de la colina que se alzaba sobre la ciudad y lo habrían arrojado ladera abajo, pero en medio de la confusión y la lucha -pues habían acudido amigos y seguidores de Jesús y estaban peleando con la gente de la ciudad-Jesús consiguió escapar ileso.

Cristo, que lo había presenciado todo, sopesó la relevancia de lo que acababa de suceder. Dondequiera que iba Jesús se producían escenas de agitación, entusiasmo e incluso peligro. Seguro que no tardaría en despertar el interés de las autoridades.

El extraño

En torno a esa época un extraño se acercó a Cristo y le habló en privado.

– Estoy interesado en ti -dijo-. Tu hermano es quien atrae toda la atención, pero yo diría que es contigo con quien debo hablar.

– ¿Quién eres? -le preguntó Cristo-. ¿Y por qué conoces mi nombre? A diferencia de Jesús, yo nunca he hablado en público.

– Oí la historia de tu nacimiento. Unos pastores tuvieron una visión que los condujo hasta ti, y unos magos de Oriente te llevaron presentes. ¿Es correcto?

– Sí, sí -dijo Cristo.

– Y ayer hablé con tu madre y me contó lo que pasó cuando Juan bautizó Jesús. Oíste una voz que hablaba desde una nube.

– Mi madre no debería habértelo contado -dijo Cristo con modestia.

– Y hace unos años desconcertaste a los sacerdotes del templo de Jerusalén cuando tu hermano se metió en problemas. La gente recuerda esas cosas.

– Pero… ¿quién eres? ¿Y qué quieres?

– Quiero asegurarme de que recibas tu justa recompensa. Quiero que el mundo conozca tu nombre además del de Jesús. De hecho, quiero que tu nombre brille con mayor esplendor aún que el suyo. Jesús es un hombre y nada más que un hombre, mientras que tú eres la palabra de Dios.

– No conozco esa expresión, la palabra de Dios. ¿Qué significa? E insisto, señor, ¿quién eres?

– Existe el tiempo y existe lo que está fuera del tiempo. Existe la oscuridad y existe la luz. Existe el mundo y la carne y existe Dios. Esas cosas están separadas por un abismo tan profundo que no hay hombre capaz de medirlo, ni hombre capaz de cruzarlo. La palabra de Dios, sin embargo, puede pasar de Dios al mundo y a la carne, de la luz a la oscuridad, de lo que está fuera del tiempo al tiempo. Ahora debo irme, y tú debes observar y esperar, pero volveremos a vernos.

Y se marchó. Cristo ignoraba su nombre, pero el extraño había hablado con tanta sabiduría y claridad que supo, sin necesidad de preguntar, que se trababa de un maestro importante, seguramente un sacerdote, puede que del mismo Jerusalén. Después de todo, había mencionado el incidente en el templo. ¿De qué otra manera hubiera podido enterarse?