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Jesús y el vino

Tras su expulsión de la sinagoga de Nazaret, Jesús se descubrió seguido por multitudes a dondequiera que fuese. Algunas personas decían que sus palabras eran una prueba de que había perdido la cabeza, y su familia, temiendo lo que pudiera hacer, trataba de hacerle entrar en razón.

Pero Jesús apenas prestaba atención a su familia. En una ocasión, durante una boda en el pueblo de Canaán, su madre le dijo:

– Jesús, se ha terminado el vino.

Y él le respondió:

– ¿Qué tiene que ver eso conmigo o contigo? ¿Acaso eres como mi hermano y quieres que haga un milagro?

María, no sabiendo cómo responder a esa pregunta, se limitó a decir a los sirvientes:

– Haced lo que él os diga.

Jesús habló en privado con el encargado del banquete, y al rato los sirvientes encontraron más vino. Unos dijeron que Jesús había convertido agua en vino usando la magia; otros, que los sirvientes habían escondido el vino con intención de venderlo más tarde y que Jesús había descubierto su falta, y otros únicamente recordaban la rudeza con que Jesús había hablado a su madre.

En otra ocasión que estaba hablando a un grupo de desconocidos, un hombre se le acercó y le dijo:

– Tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y preguntan por ti.

A lo que Jesús respondió:

– Mi madre, mis hermanos y mis hermanas están aquí, justo delante de mí. No tengo más familia que quienes cumplen la voluntad de Dios, y quien cumpla la voluntad de Dios será mi madre, mi hermano y mi hermana.

Su familia quedó consternada al enterarse de sus palabras, pues con ellas lo único que Jesús hacía era dar aliento a los rumores que empezaban a rodear su nombre y proporcionar a la gente una nueva razón para alimentar historias.

Jesús era consciente de las cosas que la gente decía de él y procuraba ponerles freno. En una ocasión, un hombre que tenía la piel cubierta de forúnculos y llagas fue a verle y le dijo:

– Señor, podrías sanarme si quisieras.

El proceso habitual para limpiar a un leproso (como se llamaba a las personas con enfermedades cutáneas) era largo y costoso. Tal vez aquel hombre solo deseara ahorrarse el gasto, pero Jesús vio fe en su ojos, de modo que le abrazó y le besó en la cara. El hombre sanó al instante. Cristo, que se encontraba cerca, era la única persona que estaba mirando, y el gesto de Jesús lo dejó atónito.

– Ahora ve donde el sacerdote, como ordenó Moisés -dijo Jesús al leproso-, y pídele un certificado de limpieza. Pero no hables de esto con nadie más, ¿entendido?

El hombre, sin embargo, desobedeció y contó su curación a todo el que se encontraba. Esas cosas, lógicamente, aumentaban la popularidad de Jesús, y la gente acudía a él no solo para escuchar sus palabras, sino para que la curara de sus enfermedades.

Jesús escandaliza a los escribas

Alarmados por la fama de Jesús, los maestros y abogados religiosos, los escribas, decidieron tomar medidas para tratar el problema y empezaron a acudir a los lugares donde Jesús predicaba. En una ocasión, la casa donde estaba hablando se encontraba abarrotada de gente, y unos hombres que habían llevado a un amigo paralítico con la esperanza de que Jesús lo sanara descubrieron que no podían llegar a la puerta. Así pues, se encaramaron al tejado, arrancaron parte del yeso, quitaron las vigas y bajaron al enfermo sobre una estera hasta dejarlo delante de Jesús.

Jesús vio que el paralítico y sus amigos habían acudido impulsados por una fe y una esperanza sinceras, y que la multitud estaba entusiasmada y expectante. Consciente del efecto que tendría, dijo al paralítico:

– Amigo, tus pecados te son perdonados.

Los escribas -en su mayoría abogados rurales, hombres de pocas luces o conocimiento- murmuraron:

– ¡Esto es una blasfemia! Solo Dios puede perdonar los pecados. ¡Este hombre se está buscando problemas!

Jesús los vio murmurar y, consciente de lo que le responderían, los desafió.

– ¿Por qué no os pronunciáis en voz alta? Decidme una cosa: ¿qué es más fácil, decir «Tus pecados te son perdonados» o «Recoge tu estera y anda»?

Los escribas cayeron en la trampa y respondieron:

– «Tus pecados te son perdonados», naturalmente.

– Muy bien -dijo Jesús, y volviéndose hacia el paralítico, le ordenó-: Ahora, recoge tu estera y anda.

El hombre, fortalecido e inspirado por la atmósfera generada por Jesús, descubrió que podía moverse. Hizo lo que Jesús le había dicho: se levantó, recogió su estera y fue a reunirse con sus amigos, que le aguardaban fuera. La gente apenas podía creer lo que había visto, y los escribas estaban desconcertados.

Poco después de eso tuvieron otro motivo para escandalizarse. Un día que Jesús pasaba por delante de una oficina de tributos, se detuvo a hablar con el recaudador de impuestos, un hombre llamado Mateo. Como hiciera con los pescadores Pedro y Andrés, y con Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, Jesús le dijo:

– Sígueme.

Mateo dejó sus monedas, su abaco, sus carpetas y actas, y se levantó para seguir a Jesús. Para celebrar su nueva vocación como discípulo, ofreció una cena a Jesús y los demás discípulos, e invitó también a muchos de sus viejos colegas del departamento de tributos. Y hete aquí el escándalo: los escribas que se enteraron de lo ocurrido no podían creer que un maestro judío, un hombre que hablaba en la sinagoga, pudiera compartir una comida con recaudadores de impuestos.

– ¿Por qué lo hace? -preguntaron a algunos discípulos-. A veces no nos queda más remedio que hablar con esa gente, pero ¡sentarse a comer con ellos!

Fue fácil para Jesús responder a esa acusación.

– El que no está enfermo no necesita un médico -dijo-. Y no es necesario pedir al honrado que se arrepienta. Si he venido es, precisamente, para hablar con los pecadores.

Como es lógico, Cristo seguía todo eso con sumo interés. Respetando las instrucciones del extraño de observar y esperar, hacía lo posible por pasar desapercibido, viviendo en Nazaret y llevando una existencia tranquila. No le resultaba difícil pasar desapercibido, pues aunque se parecía a su hermano tenía una cara fácil de olvidar, y su actitud era siempre discreta y retraída.

Procuraba, sin embargo, escuchar todos los rumores que llegaban a la familia sobre las actividades de Jesús. Era una época de agitación política en Galilea; grupos como los zelotes estaban alentando a los judíos a la resistencia activa contra los romanos, y a Cristo le preocupaba que su hermano atrajera la atención que no debía y se convirtiera en blanco de las autoridades.

Y cada día abrigaba la esperanza de ver de nuevo al extraño y averiguar más cosas sobre su labor como la palabra de Dios.

Jesús predica en la montaña

Un día Jesús salió a recibir a una extensa multitud que había llegado de muy lejos; además de los habitantes de Galilea, había gentes de la región de las Decápolis (situada más allá del Jordán), de Jerusalén y de Judea. A fin de que todos pudieran escuchar sus enseñanzas, subió a las montañas seguido de sus discípulos y de la multitud. Cristo caminaba discretamente entre ellos, y nadie le conocía, pues todos provenían de otras provincias. Llevaba consigo una tablilla y un estilete para anotar las palabras de Jesús.

Cuando hubo alcanzado un lugar prominente, Jesús empezó a hablar.

– ¿Qué predico yo? -dijo-. El Reino de Dios, eso predico. Cada vez está más cerca, amigos míos. Y hoy voy a contaros quién será aceptado en el reino de Dios y quién no, de modo que prestad mucha atención. Es la diferencia entre ser bienaventurado y ser condenado. No hagáis oídos sordos a lo que os digo, porque mucho depende de ello.

«Bienaventurados serán los pobres. Los que ahora nada poseen, pronto heredarán el Reino de Dios.