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«Bienaventurados serán los hambrientos. En el Reino serán colmados de buenos alimentos; jamás volverán a pasar hambre.

«Bienaventurados serán los afligidos; bienaventurados los que ahora lloran, porque cuando llegue el Reino serán consolados y reirán jubilosos.

«Bienaventurados serán los que ahora son objeto de desprecio y odio. Bienaventurados serán los perseguidos, los calumniados, los difamados y los exiliados. Acordaos de los profetas, pensad en el mal trato que recibieron y alegraos de que la gente os trate como a ellos, porque cuando llegue el Reino, creedme, inmensa será vuestra dicha.

«Bienaventurados serán los misericordiosos, los bondadosos y los mansos. Ellos heredarán la tierra.

«Bienaventurados los limpios de corazón que no piensan mal de los demás.

«Bienaventurados los que fomentan la paz entre enemigos, los que resuelven amargas disputas. Ellos son los hijos de Dios.

«Mas no os confiéis y recordad esto: los hay que serán condenados, que nunca heredarán el Reino de Dios. ¿Queréis saber quiénes son? Aquí los tenéis:

«Condenados serán los ricos. Ya han recibido todo el consuelo que van a obtener.

«Condenados serán los que ahora tienen el estómago lleno. Eternamente padecerán los retortijones del hambre.

«Condenados los que contemplan indiferentes la pobreza y el hambre y miran hacia otro lado con una sonrisa en los labios; su aflicción será ilimitada; llorarán toda la eternidad.

«Condenados los que son elogiados por los poderosos, los adulados y halagados en voz alta en lugares públicos. En el Reino no habrá lugar para ellos.

La gente aclamó las palabras de Jesús y se aglomeró un poco más a su alrededor para seguir escuchando lo que tenía que decir.

El extraño salva a Cristo

Alguien de la multitud, no obstante, se había percatado de que Cristo estaba anotando las palabras de Jesús y exclamó:

– ¡Un espía! ¡Es un espía de los romanos! ¡Tirémoslo montaña abajo!

Antes de que Cristo pudiera defenderse, una voz a su lado replicó:

– Te equivocas, amigo. Este hombre es de los nuestros. Está anotando las palabras del maestro para poder transmitir a otros la buena nueva.

El hombre le creyó y se volvió para seguir escuchando a Jesús, olvidándose por completo de Cristo, que advirtió que el individuo que le había defendido era nada menos que el extraño, el sacerdote cuyo nombre seguía ignorando.

– Ven conmigo -le dijo el extraño.

Se distanciaron de la multitud y tomaron asiento a la sombra de un taray.

– ¿Hago bien? -preguntó Cristo-. Quería asegurarme de plasmar debidamente las palabras de Jesús, por si alguien las ponía en duda más tarde.

– Es una excelente idea -dijo el extraño-. A veces se corre el peligro de que la gente malinterprete las palabras de un orador popular. Por eso es preciso corregir lo que se ha dicho, precisar el sentido y aclarar los puntos complejos para las mentes simples. De hecho, quiero que continúes. Anota todo lo que tu hermano diga y yo iré recogiendo tus anotaciones para poder iniciar la labor de interpretación.

– Creo que las palabras de Jesús podrían resultar sediciosas -dijo Cristo-. Aquel hombre pensaba que yo era un espía de los romanos… No sería de extrañar que los romanos se interesaran por Jesús.

– Una observación muy perspicaz -dijo el extraño-. Eso es justamente lo que debemos tener presente. Los asuntos políticos son delicados y peligrosos, y se necesita temple y una mente aguda para sortearlos sin percances. Estoy seguro de que podemos confiar en ti.

Y estrechándole amistosamente por los hombros, el extraño se levantó y se marchó. Cristo tenía un montón de preguntas que hacerle, pero el extraño se perdió entre la multitud antes de que pudiera abrir la boca. La manera en que le había hablado de los asuntos políticos le hizo dudar de su primera suposición. Tal vez el extraño no fuera solo un sacerdote, sino incluso un miembro del Sanedrín. El Sanedrín era el consejo encargado de resolver los asuntos doctrinales y jurídicos de los judíos, así como de supervisar las relaciones entre los judíos y los romanos, y sus miembros eran, obviamente, hombres de gran sabiduría.

Jesús prosigue su sermón en la montaña

Cristo cogió su tablilla y su estilete y se trasladó a un lugar donde pudiera oír bien las palabras de su hermano. Al parecer, alguien le había pedido que les hablara de la ley y de si lo que esta decía sería válido cuando llegara el Reino de Dios.

– Ni por un momento penséis que os estoy pidiendo que deis la espalda a la doctrina de la ley y los profetas -dijo Jesús-. No he venido para aboliría, sino para cumplirla. En verdad os digo que ni una palabra ni una letra de la ley será reemplazada hasta que el cielo y la tierra desaparezcan. Si quebrantáis uno solo de los mandamientos, por pequeño que sea, ateneos a las consecuencias.

– Pero hay grados, ¿no, maestro? -dijo alguien-. Un pecado pequeño no puede ser tan malo como un pecado grande.

– Como bien sabes, existe un mandamiento contra el asesinato. ¿Dónde pondrías el límite? ¿Dirías que matar está mal pero pegar a alguien no tanto, y que simplemente enfadarse no está mal en absoluto? Yo os digo que si os enfadáis con un hermano o una hermana, y con eso quiero decir con cualquiera, aunque se trate de una simple rabieta, no oséis llevar una ofrenda al templo hasta que os hayáis reconciliado. Eso es lo primero.

»No quiero oír hablar de pecados pequeños y pecados grandes. Esa distinción no sirve en el Reino de Dios. Y eso va también por el adulterio. Conocéis el mandamiento contra el adulterio. Este dice: "No cometas adulterio". No dice: "No debes cometer adulterio, pero no pasa nada por pensar en él". Sí pasa. Cada vez que miras a una mujer con lujuria estás cometiendo adulterio con ella en tu corazón. No lo hagas. Y si tus ojos siguen mirando en esa dirección, arráncatelos. ¿Creéis que el adulterio está mal pero el divorcio es aceptable? Estáis muy equivocados. Si te divorcias de tu esposa por otra causa que no sea su infidelidad, estarás haciendo que cometa adulterio cuando vuelva a casarse. Y si te casas con una mujer divorciada, eres tú el que comete adulterio. El matrimonio es una cosa muy seria. Y también el infierno, al que iréis si pensáis que mientras evitéis los pecados grandes podéis cometer impunemente pecados pequeños.

– Has dicho, maestro, que no debemos ser violentos, pero si alguien nos ataca, podremos defendernos, ¿verdad?

– ¿Ojo por ojo y diente por diente? ¿Es en eso en lo que estás pensando? No lo hagas. Si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la izquierda. Si alguien quiere arrebatarte la túnica, entrégale también la capa que la acompaña. Si te obliga a caminar un kilómetro, camina dos. ¿Sabes por qué? Porque debes amar a tus enemigos, por eso. Sí, me has oído bien: amar a tus enemigos y orar por ellos. Piensa en Dios, tu Padre celestial, y haz como él. Dios hace que el sol salga para el malvado y el bondadoso; envía lluvia al justo y al injusto. ¿Qué valor tiene amar únicamente a quien te ama?

Hasta los recaudadores de impuestos hacen eso. Y si solo te preocupas de tus hermanos y hermanas, te comportas como los gentiles. Sed, pues, perfectos.

Cristo lo anotó todo diligentemente, asegurándose de añadir «Estas son las palabras pronunciadas por Jesús» en cada tablilla, para que nadie pudiera pensar que eran sus propias opiniones.

Alguien preguntó sobre las limosnas.

– Buena pregunta -dijo Jesús-. Si das una limosna, no lo cuentes. Guarda silencio. Ya sabes qué clase de gente hace alarde de su generosidad; no actúes como ellos. Que nadie sepa que das, ni cuánto das, ni por qué das. No dejes siquiera que tu mano izquierda sepa lo que hace tu mano derecha. Tu Padre celestial lo verá, no has de preocuparte por eso.

»Y ya que estoy hablando del silencio, he aquí otra cosa con la que debéis ser discretos: la oración. No seáis como esos hipócritas jactanciosos que oran en voz alta para que todos sus vecinos sepan de su devoción. Ve a tu aposento, cierra la puerta y ora en silencio y en secreto. Tu padre lo oirá. ¿Habéis oído rezar alguna vez a los gentiles? Tanta palabrería, tanto blablablá, como si el sonido de sus voces sonaran como música a los oídos de Dios. No seáis como ellos. No hace falta que le contéis a Dios lo que deseáis; él ya lo sabe.