—¿Y creen que eso les sucede a todas las especies? ¿Llegan a un punto en el que abandonan sus planetas de origen?
—Exacto —dijo Hollus—. O algo diferente, quizá Dios en persona venga y se las lleve.
5
El departamento de socios del RMO empleó la presencia de Hollus como reclamo («apoye al museo que atrae a visitantes de todo el mundo… ¡y más allá!»), y la asistencia aumentó sustancialmente la primera semana posterior a la l egada del forhilnor. Pero cuando se hizo evidente que era poco probable que su transbordador aterrizase de nuevo y que no iban a cruzarse por los pasillos, las escaleras o el vestíbulo con un alienígena, las multitudes se redujeron a niveles más normales.
No volví a ver a los agentes del SCSI. El primer ministro Chretien vino al RMO para encontrarse con Hollus; Christine Dorati, por supuesto, lo convirtió en una sesión de fotos. Y varios periodistas le pidieron a Chretien, frente a los micrófonos, su garantía de que el alienígena podría continuar con su trabajo sin ser molestado… que era lo que el sondeo de opinión de Maclean decía que querían los canadienses. Ciertamente dio su garantía, aunque yo sospechaba que los agentes del SCSI siempre estaban por ahí, sin dejarse ver.
En su cuarto día en Toronto, Hollus y yo estábamos de nuevo en la sala de colecciones en el sótano del Centro de Conservadores. Abrí un cajón de metal y le mostré una losa de esquisto que contenía un euripterida bellamente conservado. Llevamos el espécimen a la mesa de trabajo, y Hollus usó una de las cuatro lupas conectadas a brazos metálicos, que tenían un tubo fluorescente rodeando la lente. Me pregunté brevemente por la física de la situación: la imagen amplificada era observada por un ojo simulado, y la información se transfería de alguna forma al Hollus real, en órbita sobre Ecuador.
Lo sé, lo sé, probablemente no tendría que haber dicho nada. Pero, maldición, me había tenido despierto todas las noches desde que Hollus lo mencionó.
—¿Cómo saben —le pregunté al fin— que el universo tiene un creador?
Los pedúnculos de Hollus se curvaron para mirarme.
—Está claro que el universo está diseñado; si está diseñado, debe por tanto tener un diseñador.
Moví los músculos de mi frente de aquella forma que solía arquear mis cejas.
—A mí me parece caótico —dije—. Es decir, no es como si las estrel as estuviesen dispuestas en formas geométricas.
—Hay una gran bel eza en el caos —dijo Hollus—. Pero me refiero a un diseño mucho más básico. Este universo tiene sus parámetros fundamentales ajustados hasta una precisión casi infinita para que pueda soportar la vida.
Estaba razonablemente seguro de adonde se dirigía con tal comentario, pero igualmente dije:
—¿De qué modo? —Pensé que quizá sabía algo que yo desconocía; y ciertamente, para mi asombro, así fue exactamente.
—Su ciencia conoce cuatro fuerzas fundamentales; en realidad hay cinco, pero ustedes no han descubierto la quinta. Las cuatro fuerzas que conocen son gravitación, electromagnetismo, la fuerza nuclear débil y la fuerza nuclear fuerte; la quinta fuerza es repulsiva que actúa en distancias extremadamente largas. Las potencias de esas fuerzas tienen valores extremadamente divergentes, pero aun así si esos valores fuesen ligeramente diferentes de los actuales, el universo tal y como lo conocemos no existiría, y la vida nunca se hubiese formado. Consideremos por ejemplo la gravedad: si fuese ligeramente más potente, hace tiempo que el universo hubiese colapsado. Si fuese algo más débil, las estrellas y los planetas no se hubiesen formado nunca.
—Eso sí —hice de eco.
—En el caso de esos dos escenarios, sí; hablo de unos pocos órdenes de magnitud. ¿Desea un ejemplo mejor? Muy bien. Las estrellas, evidentemente, deben alcanzar un equilibrio entre la fuerza gravitatoria de su propia masa, que intenta hacerlas colapsar, y la fuerza electromagnética de su torrente de luz y calor. Hay sólo un margen estrecho de valores que permiten el equilibrio justo para que existan las estrellas. En un extremo se producen las gigantes azules, y en el otro se forman las enanas rojas, ninguna de las cuales permite la aparición de la vida. Por suerte, casi todas las estrellas caen entre esos dos tipos, específicamente debido a una aparente coincidencia numérica en los valores de las constantes fundamentales de la naturaleza. Si, por ejemplo, la potencia de la gravedad fuese diferente en una parte en… déme un segundo; debo convertir a su sistema decimal… por una parte en 1040, esa coincidencia numérica se alteraría, y cada una de las estrellas del universo sería o una gigante azul o una enana roja; no existirían soles amaril os para iluminar planetas terrestres.
—¿En serio? ¿Sólo una parte en diez elevado a cuarenta?
—Sí. Igual sucede con el valor de la fuerza nuclear fuerte, que mantiene unidos los núcleos aunque los protones de carga positiva intentan repelerse los unos a los otros: si esa fuerza fuese sólo ligeramente más débil de lo que es en realidad, los átomos no se formarían nunca… la repulsión de los protones lo impediría. Y si fuese ligeramente más potente, el único átomo que se podría formar es el de hidrógeno. En cualquier caso, tendríamos un universo carente de estrellas, vida y planetas.
—Por tanto, ¿dice que alguien eligió esos valores?
—Exacto.
—¿Cómo saben que ésos no son los únicos valores que esas constantes podrían tener? —dije—. Quizá simplemente son así porque no podrían ser de ninguna otra forma.
El torso del alienígena se agitó.
—Una conjetura interesante. Pero nuestros físicos han demostrado que otros valores son teóricamente posibles. Y las probabilidades de que los valores actuales apareciesen por azar son de uno entre seis seguido de tantos ceros que si se pudiese escribir un cero en cada neutrón y protón de todo el universo, no se podría escribir el número al completo.
Asentí; ya había oído variaciones de ese argumento. Era hora de jugar mi as.
—Quizás existan todos esos valores para esas constantes —dije—, pero en universos diferentes. Quizás haya un número ilimitado de universos paralelos, todos los cuales carecen de vida porque sus parámetros físicos no lo permiten. Si fuese así, no tendría nada de raro que estemos en este universo, dado que es el único de todos los posibles universos en el que podríamos estar.
—Ah —dijo Hollus—. Comprendo…
Crucé los brazos con aire de suficiencia.
—Comprendo —siguió diciendo el alienígena—, la fuente de su confusión. En el pasado, los científicos de mi planeta eran en su mayoría ateos o agnósticos. Ya conocían el ajuste aparentemente fino de las fuerzas que gobiernan el universo. Tengo la impresión de que a ustedes ya les eran familiares. Y ese mismo argumento, que quizás haya un número infinito de universos, manifestando un continuo de valores alternativos de las constantes fundamentales, fue lo que permitió a la generación anterior de científicos forhilnores rechazar la idea de un creador. Como dice usted, si todos los posibles valores existen en algún lugar, no tiene nada de extraño la existencia de un universo gobernado por un conjunto particular de valores que permiten la existencia de la vida.
»Pero resulta que no hay universos paralelos coexistiendo simultáneamente con éste; no puede haberlos. Los físicos de mi mundo han conseguido lo que los de ustedes buscan actualmente: una gran teoría de unificación, una teoría del todo. No pude encontrar demasiado sobre las creencias humanas sobre cosmología en la televisión y en la radio, pero si mantiene las creencias que acaba de manifestar, asumo que sus cosmólogos se encuentran ahora mismo en la fase en la que consideran un big bang inflacionario y caliente como el modelo más probable para el origen del universo. ¿Es correcto?