—Sí —dije.
Hollus se agitó.
—Los físicos forhilnores mantenían la misma creencia, de el a dependían muchas reputaciones, hasta el descubrimiento de la quinta interacción, la quinta fuerza fundamental; su descubrimiento estaba relacionado con el avance en la producción de energía que permitía acelerar naves espaciales hasta una fracción de la velocidad de la luz, a pesar del hecho relativista de que sus masas aumentaban inmensamente al acercarse a esa velocidad.
Hollus cambió el peso sobre sus seis pies, luego siguió hablando.
—El modelo de un big bang inflacionario y caliente exige un universo plano: uno que no sea abierto ni cerrado, uno que dure esencialmente una cantidad infinita de tiempo; sin embargo, permite los universos paralelos. Pero encajar la quinta fuerza requiere la modificación de esa teoría para preservar la simetría; de esa modificación surgió la teoría de gran unificación coherente, una teoría cuántica que incluye todas las fuerzas, incluso la gravedad. La teoría de gran unificación tiene tres importantes condiciones.
»Primero, que este universo no es plano, sino más bien cerrado: se inició efectivamente con una gran explosión y se expandirá durante miles de mil ones de años más; pero con el tiempo volverá a colapsar a la singularidad en un gran big crunch.
»Segundo, que este ciclo actual de creación no sigue a más de ocho oscilaciones previas de big bang/big crunch; no somos uno en una serie infinitamente larga de universos sino, más bien, uno de los pocos que han existido.
—¿En serio? —dije. Estaba acostumbrado a que la cosmología me presentase infinitos o valores que a todos los efectos lo eran. Ocho parecía un número insólito, y lo dije.
Hollus flexionó sus piernas por las articulaciones superiores.
—Me presentó al hombre l amado Chen, el astrónomo residente. Hable con él; probablemente le dirá que incluso su modelo de big bang inflacionario y caliente, que requiere un universo plano, permite un número muy limitado de oscilaciones anteriores, si se ha producido alguna. Sospecho que le resultará muy razonable descubrir que la iteración actual es sólo uno de entre un número muy pequeño de universos que han existido.
Hollus hizo una pausa, luego continuó:
—Y la tercera condición de la teoría de gran unificación es la siguiente: no existen universos paralelos simultáneamente con el nuestro o cualquiera de los anteriores o subsiguientes, excepto universos virtualmente idénticos con las mismas constantes fundamentales que se separan momentáneamente del actual y se reintegran casi de inmediato con él, explicando así ciertos fenómenos cuánticos.
»La matemática para demostrar todo lo anterior es, hay que reconocerlo, muy abstrusa, aunque, irónicamente, los wreeds alcanzaron por intuición un modelo idéntico. Pero la teoría del todo realizó numerosas predicciones que luego se confirmaron experimentalmente; ha soportado toda prueba a la que se ha sometido. Y cuando descubrimos que no podíamos refugiarnos en la idea de que este universo es uno entre un gran número, el argumento del diseño inteligente se convirtió en central para el pensamiento del forhilnor. Como éste es uno de un máximo de nueve universos que han existido jamás, el que tenga esos parámetros de diseño tan improbables implica que fueron efectivamente elegidos por una inteligencia.
—Incluso si, quizá, las cuatro… perdóneme, las cinco… fuerzas fundamentales tienen valores aparentemente improbables —dije—, aun así sólo serían cinco coincidencias separadas, y, aunque admito que es enormemente improbable, cinco coincidencias podrían producirse efectivamente al azar en sólo nueve interacciones.
Hollus se agitó de arriba abajo.
—Su tenacidad es intrigante —dijo—. Pero no son sólo las cinco fuerzas las que tienen valores aparentemente diseñados; muchos aspectos del funcionamiento del universo parecen haber sido ajustados igualmente hasta el mínimo detalle.
—¿Por ejemplo?
—Usted y yo estamos hechos de elementos pesados: carbono, oxígeno, nitrógeno, potasio, hierro y demás. Prácticamente, los únicos elementos que existían cuando nació el universo eran el hidrógeno y el helio, en una proporción más o menos de tres a uno. Pero en los hornos nucleares de las estrellas, el hidrógeno se fusiona formando elementos más pesados, produciendo carbono, oxígeno, y el resto de la tabla periódica. Todos los elementos pesados que forman nuestros cuerpos se fraguaron en los núcleos de estrellas muertas hace mucho tiempo.
—Lo sé. «Somos todos polvo de estrellas», como solía decir Cari Sagan.
—Exactamente. Es más, los científicos de su mundo y el mío se refieren a nosotros como formas de vida basadas en el carbono. Pero el hecho de que el carbono se produzca en las estrellas depende de forma importante de los estados de resonancia de los núcleos de carbono. Para producir carbono, dos núcleos de helio deben permanecer juntos hasta que les golpee otro núcleo más; tres núcleos de helio ofrecen seis neutrones y seis protones, la receta del carbono. Pero si el nivel de resonancia del carbono fuese sólo un cuatro por cierto menor, la unión par intermedia no podría producirse, y no se fabricaría carbono, lo que haría que la química orgánica fuese imposible. —Hizo una pausa—. Pero producir carbono, y los otros elementos pesados, no es suficiente, evidentemente. Esos elementos pesados se encuentran en la Tierra porque una fracción de las estrellas… ¿cuál es la palabra? ¿Cuando una estrella grande explota?
—Supernova —dije.
—Sí. Esos elementos pesados están aquí porque una fracción de las estrellas se convirtió en supernovas, lanzando sus productos de fusión al espacio interestelar.
—¿Y está diciendo que el hecho de que las estrel as se conviertan en supernovas es algo que fue diseñado por un dios?
—No es tan simple —una pausa—. ¿Sabe lo que le sucedería a la Tierra si una estrella cercana se convirtiese en supernova?
—Si estuviésemos lo suficientemente cerca, supongo que nos quedaríamos fritos. —En los años setenta, Dale Russell defendió la idea de una explosión cercana de supernova como la causa de las extinciones al final del Cretácico.
—Exactamente. Si se hubiese producido una supernova local en cualquier momento de los últimos miles de millones de años, no estarían aquí. Es más, ni siquiera nosotros, ya que nuestros mundos están bastante cerca.
—Por tanto, las supernovas no pueden ser demasiado habituales, y…
—Correcto. Pero tampoco deben de ser demasiado escasas. Las ondas de choque producidas por las explosiones de supernova son las que hacen que los sistemas planetarios empiecen a formarse a partir de las nubes de polvo que rodean otras estrel as. En otras palabras, si no hubiese habido ninguna supernova en las cercanías de su sol, los diez planetas que lo orbitan no se hubiesen formado nunca.
—Nueve —dije.
—Diez —repitió Hollus con firmeza—. Sigan buscando —agitó los pedúnculos—. ¿Comprende el dilema? Algunas estrellas deben convertirse en supernovas para fabricar los elementos pesados disponibles para la formación de la vida, pero si son demasiadas, acabarían con toda la vida que apareciese. Pero si no son suficientes, habrá muy pocos sistemas planetarios. Al igual que con las constantes físicas fundamentales y los niveles de resonancia del carbono, la tasa de formación de supernovas parece, una vez más, haber sido escogida con un margen muy estrecho de posibles valores aceptables; cualquier desviación sustancial implicaría un universo sin vida o incluso sin planetas.
Yo luchaba por mantener la estabilidad. Me dolía la cabeza.
—También podría ser una pura coincidencia —dije.