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—O son muchas coincidencias unas apiladas sobre otras —dijo Hollus— o es un diseño deliberado. Y hay más. Considere el agua, por ejemplo. Todas las formas de vida que conocemos evolucionaron en el agua, y todas ellas la exigen para sus procesos biológicos. Y aunque el agua parece ser químicamente simple, sólo dos átomos de hidrógeno enlazados con uno de oxígeno es, sin embargo, una sustancia tremendamente extraña. Como ya sabe, la mayoría de los compuestos se contraen al enfriarse y se expanden al calentarse. El agua también lo hace, justo antes del punto de congelación. Entonces hace algo asombroso: comienza a expandirse, incluso mientras va enfriándose, de forma que para cuando se congela, es menos densa que cuando era un líquido. Es por eso, evidentemente, que el hielo flota en lugar de hundirse. Estamos tan acostumbrados a verlo, ya sea en las esferas de hielo en una bebida o la capa de hielo sobre un estanque, que normalmente no le prestamos atención. Pero otras sustancias no hacen tal cosa: el dióxido de carbono congelado, lo que ustedes llaman hielo seco, se hunde en el dióxido de carbono líquido; un lingote de plomo se hundiría en una cuba de plomo líquido.

»Pero el hielo flota; y si no lo hiciese la vida sería imposible. Si los lagos y océanos se congelasen desde el fondo hacia arriba, no existirían ecologías en el fondo de los lagos o en los lechos marinos aparte de en las zonas ecuatoriales. Es más, una vez que empezasen a congelarse, las masas de agua se congelarían por completo y así se quedarían para siempre; son las corrientes moviéndose bajo la superficie las que fomentan la descongelación en la primavera; es por eso que los glaciares, que no tienen tales corrientes bajo su superficie, existen durante milenios en tierra adyacente a lagos líquidos.

Devolví el fósil de euripterida al cajón.

—Concedo que el agua es una sustancia extraña, pero…

Hollus juntó los ojos.

—Pero ese extraño comportamiento de expandirse antes de congelarse no es ni de lejos la única propiedad térmica del agua. De hecho, posee siete parámetros térmicos diferentes, cada uno de ellos único, o casi, en el mundo químico, y todos ellos independientemente necesarios para la existencia de la vida. Las probabilidades de que cada uno de ellos tenga el valor aberrante que posee debe multiplicarse por las probabilidades de los otros seis que también son aberrantes. La probabilidad de que el agua tenga esas especiales propiedades térmicas es casi nula.

—Casi —dije, pero incluso a mí me empezaba a sonar a protesta hueca.

Hollus me ignoró.

—Ni tampoco la naturaleza especial del agua termina con las propiedades térmicas. De todas las sustancias, sólo el selenio líquido tiene una tensión superficial mayor que el agua. Y es la alta tensión superficial del agua lo que la permite penetrar hasta las profundidades de las grietas de las rocas y, como ya hemos comentado, el agua se comporta de forma increíble y se expande al congelarse, rompiendo las rocas en pedazos. Si el agua tuviese una tensión superficial menor, el proceso que permite la formación del suelo no se produciría. Más: si la viscosidad del agua fuese mayor, los sistemas circulatorios no evolucionarían… su plasma sanguíneo y el mío son esencialmente agua marina, pero no hay procesos bioquímicos que pudiesen alimentar un corazón que tuviese que bombear algo sustancialmente más viscoso durante un tiempo apreciable.

El alienígena hizo una pausa.

—Podría continuar —dijo—, hablando de los asombrosos y cuidadosamente ajustados parámetros que hacen que la vida sea posible, pero la realidad es simplemente ésta: si cualquiera de ellos, cualquiera en esta larga serie, fuese diferente, no habría vida en el universo. O somos el golpe de suerte más increíble imaginable… algo mucho más improbable que el que usted ganase la lotería provincial cada semana durante todo un siglo… o el universo y sus componentes fueron diseñados, a propósito y con gran cuidado, para dar lugar a la vida.

Sentí un golpe de dolor en el pecho; lo ignoré.

—Pero siguen siendo pruebas indirectas de la existencia de Dios —dije.

—Ya sabe —dijo Hollus— que incluso dentro de su propia especie pertenece a una reducida minoría. De acuerdo a un programa que vi en la CNN, sólo hay 220 millones de ateos en este planeta… de una población de 6.000 mil ones. No es más que un tres por ciento del total.

—La verdad de los hechos fácticos no es una cuestión democrática —dije—. La mayor parte de la gente no piensa críticamente.

Hollus parecía decepcionado.

—Pero usted está entrenado para pensar de forma crítica, y le he descrito por qué debe de existir Dios… o al menos, por qué debe de haber existido en alguna ocasión… en términos matemáticos que están tan cerca de la certidumbre como podría estarlo cualquier otro elemento científico. Y aun así sigue negando su existencia.

El dolor se hacía más intenso. Acabaría decreciendo, por supuesto.

—Sí—dije—. Niego la existencia de Dios.

6

—Hola, Thomas —empezó diciendo el doctor Noguchi aquel fatídico día del pasado octubre, cuando había ido a discutir los resultados de las pruebas que había pedido. Nos conocíamos desde hacía tiempo suficiente como para podernos tutear, pero a él le gustaba un poco de formalidad, mantener la distancia de yo-soy-el-médico-y-tú-el-paciente—. Por favor, siéntate.

Lo hice.

No malgastamos tiempo en los preámbulos.

—Es cáncer de pulmón, Thomas.

Mi pulso se disparó. Me quedé boquiabierto.

—Lo lamento —dijo.

Un millón de ideas me atravesaron la cabeza. Debía de haberse equivocado; debía de ser el expediente de otro; ¿qué iba a decirle a Susan? De pronto tenía la boca seca.

—¿Estás seguro?

—Los cultivos de tu esputo son seguros —dijo—. No hay duda de que es cáncer.

—¿Puede operarse? —pregunté al fin.

—Eso tendremos que determinarlo. Si no, intentaremos tratarlo con radiación o quimioterapia.

Mi mano fue de inmediato a la cabeza para tocar el pelo.

—¿Eso… eso funcionaría?

Noguchi sonrió tranquilizador.

—Puede ser muy efectiva.

Lo que significaba «quizá» y yo no quería oír «quizás». Yo quería certidumbre.

—¿Qué… qué hay de un transplante?

La voz de Noguchi era suave.

—No se presentan cada año los pulmones suficientes. Hay muy pocos donantes.

—Podría ir a Estados Unidos —dije tentativamente—. Eso lo lees continuamente en el Toronto Star, especialmente desde que se iniciaron los recortes de Harris al sistema sanitario: canadienses que van a Estados Unidos a recibir tratamiento sanitario.

—No sería diferente. En todas partes hay escasez de pulmones. Y, en cualquier caso, podría no servir de nada; tendremos que ver si el cáncer se ha extendido.

Quería preguntar: «¿Voy a morir?» Pero la pregunta parecía excesiva, demasiado directa.

—Mantén una actitud positiva —siguió diciendo Noguchi—. Trabajas en un museo, ¿no?

—Aja.

—Así que probablemente tienes una excelente cobertura sanitaria. ¿Te cubre las medicinas?

Asentí.

—Bien. Aquí tienes algunas que te serán útiles. No son baratas, pero si estás cubierto, estarás bien. Pero, como he dicho, tendremos que ver si el cáncer se ha extendido. Voy a enviarte a una oncóloga en St. Mike. Ella cuidará de ti.

Asentí, sintiendo como el mundo se desmoronaba a mi alrededor.

Hollus y yo regresamos a mi despacho.

—Lo que defiende —dije— es un lugar especial en el cosmos para la humanidad y otras formas de vida.

El alienígena arácnido maniobró su masa hacia un lado de la habitación.

—Ocupamos un lugar especial —dijo.

—Bien, no sé cómo se produjo el desarrollo de la ciencia en Beta Hydri III, Hollus, pero aquí en la Tierra siguió una estructura de destronamientos sucesivos de cualquier posición especial. Mi propia cultura pensaba que el mundo se encontraba en el centro del universo, pero eso resultó estar equivocado. También creíamos que habíamos sido creados completos por Dios a su imagen, pero resultó ser falso. Cada vez que creíamos que había algo especial sobre nosotros, o nuestro planeta o sol, la ciencia mostraba que nos equivocábamos.